Exuma Island (Bahamas) vista desde la Estación Espacial. Foto: NASA

En diciembre de 2006 publiqué un artículo titulado Asesinos del futuro. Escribí en él: "Es muy posible que generaciones futuras consideren a nuestro tiempo, no con calificativos como los Siglos de la Ciencia o de los Derechos Civiles, como la Era de la Información o de la Nueva Biomedicina, sino como la Edad de los Asesinos de la Tierra, y que escupan sobre nuestra memoria, maldiciendo el recuerdo de aquellos que, sabiendo lo que hacían, con sus acciones modificaron radicalmente el clima y naturaleza física de la Tierra. Somos, para decirlo brevemente, unos asesinos del futuro, del futuro de los millones y millones de personas que vendrán después de nosotros. De personas y de especies; de, en definitiva, biodiversidad".



Han transcurrido nueve años y me pregunto si el "futuro" del que hablaba entonces no ha llegado ya. El asunto del cambio climático, que figuraba de manera prominente en mis pensamientos, sigue siendo objeto de continua atención. El próximo lunes comenzará en París la 21ª sesión de la Conferencia de las Partes de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático. Como en otras ocasiones, su principal objetivo es conseguir acuerdos por los que las naciones participantes se comprometan a reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero, en particular de dióxido de carbono proveniente de la utilización de combustibles fósiles.



Podría, por supuesto, escribir aquí sobre los avances y retrocesos que se han producido desde que se firmó el Protocolo de Kioto el 11 de diciembre de 1997 que, por cierto, tardó bastante en entrar en vigor: lo hizo el 16 de febrero de 2005, un retraso que ya indica lo difíciles que son los acuerdos en este asunto. O tratar, por ejemplo, de cómo han ido variando (aumentando) las emisiones de gases de efecto invernadero; de los efectos de la crisis en la acción climática; de cuántos grados, y cuándo, subirá la temperatura media de atmósfera y mares; de la pérdida de ecosistemas oceánicos, como los arrecifes de coral; de si debido a la acidificación de los océanos se mantendrá la Corriente del Golfo, sin la cual el clima de unos cuantos países sería muy diferente; de los efectos del aumento de la temperatura en sequías, huracanes; o si sobrevivirán las pluvisilvas del Amazonas.



Y también, claro, analizar los argumentos que emplean los que cuestionan que exista el riesgo de un cambio climático, que, afortunadamente, cada vez son menos, como ejemplifica la nueva actitud de Estados Unidos, e incluso de China. Pero, aunque nunca es superfluo insistir en estos temas, se han tratado y se tratan tantas veces que prefiero ocuparme aquí de otras cuestiones. De, por ejemplo, lo que este problema revela sobre la ciencia y los científicos. Y lo primero que quiero decir es que hace ya mucho tiempo que algunos científicos identificaron el problema. Olvidándonos de precedentes como Teofrasto (hacia 371-287 a. C.), que escribió sobre la desertización que acarreaba la deforestación (sus ideas, recuperadas durante el Renacimiento, ayudaron a la preocupación que sobre la deforestación surgió en las colonias europeas, con la consecuencia de que a partir de finales del siglo XVIII, algunos gobiernos coloniales establecieron reservas forestales, consideradas hoy entre las primeras medidas de conservación medioambiental), es preciso recordar los trabajos del físico británico John Tyndall, quien a mediados del siglo XIX se dio cuenta de la importancia que para la temperatura de la atmósfera podían tener productos como el gas de hulla, un producto industrial que se utilizaba entonces en el alumbrado.



Y del gas de hulla pasó al hoy tan conocido, y temido, dióxido de carbono. En realidad, lo que Tyndall pretendía en sus trabajos era explicar por qué se habían producido en el pasado las "eras glaciales", que habían sido puestas de manifiesto por los geólogos, en las que grandes regiones de la Tierra habían estado sepultadas bajo inmensas capas de hielo. Cuestiones como "efecto invernadero" no le importaban, o, mejor dicho, no existían para él. Cuarenta años después, al tratar de justificar las "Edades de Hielo" calculando los cambios de temperatura a partir de variaciones en concentraciones de dióxido de carbono, el químico-físico sueco Svante Arrhenius predijo que la producción industrial de ese gas protegería al globo terrestre de nuevas eras glaciales permitiendo que aumentase la producción de alimentos para una población mundial creciente.



Conclusiones como estas eran correctas, y no se debe acusar a los científicos que las propusieron de falta de perspectiva. Aunque una de las características de la ciencia sea su capacidad predictiva, razonablemente los científicos no suelen considerar cómo posibles situaciones cambiantes, debidas a factores sociales, pueden afectar en el futuro a sus predicciones. Cuando se valoraba cuáles eran los agentes de un posible cambio climático, los elementos que se solían considerar eran el vulcanismo, cambios en la órbita terrestre (que afectarían a la radiación solar recibida), o los efectos del vapor de agua en la atmósfera, un elemento éste que oscureció al papel del dióxido de carbono, hasta que el ingeniero inglés Guy Callendar publicó una serie de artículos, entre 1938 y 1961, en los que señalaba la influencia antropocéntrica en la cantidad de dicho gas en la atmósfera.



En definitiva, hace más de medio siglo que podríamos haber estado alerta sobre las posibles consecuencias que para el clima tiene la evolución de los mecanismos de producción industrial. Pero no es solo que se tratase de escenarios alejados del pensamiento e intereses de los científicos, también está, no nos engañemos, el que la "sociedad" -esto es, todos nosotros- suele prestar atención a la ciencia sobre todo cuando ayuda a maximizar beneficios (económicos, militares, de bienestar social a corto plazo), y, a veces, sólo a veces, cuando la considera como un valor (¿curiosidad?) cultural, no, como sucede desde hace ya unas décadas, cuando alerta acerca de la necesidad de tomar medidas "inconvenientes", que pueden limitar nuestras costumbres actuales. Y el poder político de los científicos es muy reducido, casi inexistente… suponiendo que quisieran ejercerlo y no continuar, como ocurre en muchos casos, recluidos en sus torres de marfil, preocupados principalmente en cómo obtener recursos para sus investigaciones.



Recuerdo, en este sentido, algo que contó en sus memorias el físico soviético Andrei Sajarov, quien después de contribuir decisivamente a que la Unión Soviética dispusiese de la bomba de hidrógeno, terminó siendo un notable opositor al régimen comunista, y a quien se le otorgó el Premio Nobel de la Paz en 1975. En 1961, Kruschev decidió que la manera más eficaz de enfrentarse a EEUU era poner fin a la moratoria informal de pruebas nucleares que mantenían por entonces la Unión Soviética, EEUU y Gran Bretaña, países que no habían detonado bomba alguna desde 1959. Una vez tomada la decisión, en julio de 1961, Kruschev organizó en el Kremlin una "Reunión de líderes del Partido y del Gobierno con científicos atómicos" para informar sobre el particular. Cuando le llegó el turno a Sajarov dijo que, en su opinión, se tenía poco que ganar con la reanudación de las pruebas, a lo que Kruschev respondió: "Deje la política para nosotros, que somos especialistas en ella. Haga usted sus bombas y pruébelas y no interferiremos en su trabajo; antes al contrario, le ayudaremos".



Aunque pueden ayudar más con sus investigaciones sobre el clima, haciendo aún más precisas sus conclusiones, si los científicos convencidos de que la fatídica frontera de un aumento de dos grados centígrados en la temperatura de la Tierra está cerca, lo que deberían hacer es pasar a la acción política. Como unos ciudadanos más. Es cierto que la ciencia es ajena a la moral, pero sus profesionales no lo son.