La tierra, rodeada de filamentos de materia oscura. Imagen: NASA

Sánchez Ron se sumerge en la delicada historia de la vida en la Tierra, en el rompecabezas que incluye fragmentos como la extinción de los dinosaurios y el impacto del asteroide que sacudió nuestro planeta. Fascinante es de dónde pudo surgir. Algunas teorías apuntan de la Nube de Oort...

La historia de la vida en la Tierra es como un delicado, a la vez que complejo y circunstancial, rompecabezas, sin propósito previo ni final predefinido, aunque acaso debido precisamente al éxito de uno de sus frutos, nosotros los humanos, el final, en cuanto a especies, se vea fuertemente condicionado en el futuro. Cuando se repasa lo que sabemos de esa historia, las evidencias paleontológicas muestran que en el pasado se produjeron al menos cinco grandes extinciones. Una de las más conocidas es la que tuvo lugar hace unos 65 millones de años. Los rastros fósiles de semejante discontinuidad biológica son tan evidentes que los geólogos la han utilizado desde hace mucho tiempo para definir la frontera entre el Cretácico, el último periodo del Mesozoico, y el Terciario, o primer periodo del Cenozoico.



Entre las víctimas de esta extinción figuraron los dinosaurios y entre los supervivientes, junto a reptiles como cocodrilos o tortugas, los, por entonces pequeños, mamíferos, que con el paso del tiempo terminarían generando, merced a procesos evolutivos, especies como la nuestra. Somos, por así decir, un soplo afortunado de la historia del Universo; de hecho, incluso de no ser por aquella extinción podrían haber desaparecido o no haberse desarrollado los mamíferos. Como lo expresó Richard Dawkins: "Quizás los mamíferos sobrevivieron por el estornudo de un dinosaurio", que alertó a aquella, entonces insignificante, especie.



El origen de tal extinción se dio a conocer en 1980, en un artículo de la revista Science, "Causa extraterrestre de la extinción del Cretácico-Terciario. Resultados experimentales e interpretación teórica", firmado por el físico, Premio Nobel, Luis Alvarez, su hijo Walter, geólogo, y los químicos Frank Asaro y Helen Michel: fue a consecuencia de un asteroide de unos diez kilómetros de diámetro, que impactó contra la Tierra a una velocidad de aproximadamente treinta kilómetros por segundo, produciendo una energía equivalente a la que librarían 510 millones de bombas del tipo de la lanzada sobre Hiroshima; es decir, una por cada kilómetro cuadrado de la superficie de la Tierra. Aquel cataclismo dejó una notoria huella paleontológica, la denominada capa K-T, rica en iridio, elemento que apenas existe en la corteza terrestre pero que se encuentra en algunos meteoritos; en España, existen afloramiento de esa capa en Caravaca de la Cruz (Murcia), Agost (Alicante), Sopelana (Vizcaya) y Zumaya (Guipúzcoa).



Una pregunta inmediata era la de dónde se había producido semejante impacto. Seguramente el cráter resultante estaría ya oculto, enterrado bajo materiales depositados a lo largo de esos millones de años. A veces, sin embargo, en la historia se producen episodios que se desarrollan por separado pero que terminan confluyendo. En 1978, Antonio Camargo y Glen Penfield, dos ingenieros geofísicos que trabajaban para la compañía Petróleos Mexicanos (PEMEX), buscaban indicios de depósitos petrolíferos. Para ello, sobrevolaron 400 kilómetros de aguas territoriales mexicanas provistos de instrumentos que permitían identificar pequeñas variaciones locales en el campo magnético terrestre. Tales variaciones debían dar pistas de la existencia de formaciones rocosas enterradas bajo capas de sedimentos.



Los resultados que obtuvieron, unidos a datos de mapas gravimétricos preparados por PEMEX en la década de 1950, delataron la existencia, en los alrededores de la península de Yucatán, de una "estructura" circular de unos 200 kilómetros de diámetro, centrada en la población de Chicxulub. Supusieron que se debía de tratar de una antigua caldera volcánica o de un cráter producido por algún impacto. Camargo y Penfield informaron de sus resultados en una reunión de la Society of Exploration Geophysicists celebrada en 1981, pero pasaron desapercibidos. Casi al mismo tiempo, en otra conferencia se discutió la idea de los Alvarez, Asaro y Michel. Era cuestión de tiempo que los dos trabajos se uniesen, pero esa unión tardó bastante en llegar: no fue hasta 1991, en un artículo publicado por Camargo y Penfield, junto al geofísico Alan Hildebrand.



Un cuarto de siglo después, estos resultados no sólo son generalmente aceptados, sino que han pasado a formar parte de lo que podríamos denominar "cultura general", en este caso con profundas implicaciones existenciales. Pero aun así, todavía quedan cosas por investigar, avenidas que explorar. La idea inicial de entonces, de que la extinción de especies que tuvo lugar se debió a la nube de desechos resultante de la explosión, que envolvió la Tierra impidiendo la llegada de la luz solar -el "invierno nuclear", utilizando la idea introducida por Carl Sagan-, ha sido matizada, señalando la importancia de la emisión de gases de efecto invernadero y la lluvia ácida que se debió de producir. Otra teoría sugiere que minutos después del choque del asteroide, salieron despedidas en vuelos suborbitales rocas, que cuando volvieron a entrar en la atmósfera, como si fuera una lluvia de meteoritos, elevaron la temperatura de la atmósfera en algunos cientos de grados, dando origen a dantescos incendios.



Otra posibilidad, para investigar, eso sí, en el futuro, surge de la posibilidad de que cantidades importantes de materiales terrestres salieran despedidos con velocidades tan elevadas que les permitiesen superar la barrera de la gravedad de la Tierra, y que algunos de esos materiales llegasen a la Luna. Tal vez algún día, cuando existan bases habitadas en nuestro satélite, se encuentren esos restos.



Y aún hay más. En un libro de reciente publicación, octubre de 2015, Dark Matter and the Dinosaurs (que aparecerá en Acantilado en español), y siguiendo las líneas que esbozó en un artículo que publicó junto a Matthew Reece en abril de 2014 en la revista Physical Review Letters, "Materia oscura como desencadenante de impactos periódicos de cometas", Lisa Randall, catedrática de Física Teórica en la Universidad de Harvard, y autora de algunos libros de divulgación, ha propuesto la idea de que existe relación entre el asteroide de Chicxulub y la enigmática "materia oscura", que junto a la energía oscura ocupa el 84,5 por ciento del Universo. Basándose en que generalmente se supone que la materia oscura está concentrada en grandes halos alrededor de las galaxias, incluida la Vía Láctea, a lo largo de cuyo disco transita el Sistema Solar, Randall argumenta que cuando éste pasa cerca de la zona en la que se supone se halla el halo de materia oscura, la fuerza gravitacional que ésta ejerce afecta a la región externa del Sistema Solar.



Esta zona, la denominada Nube de Oort (situada a casi un año-luz del Sol), alberga un número gigantesco de cuerpos de muy diferentes tamaños, la mayoría compuestos de hielo, metano, etano, monóxido de carbono y ácido cianhídrico, aunque los hay también que incluyen rocas (se cree que es la fuente de cometas como el Halley). Ahora bien, según los cálculos realizados por los astrónomos, el Sistema Solar pasa por esa zona cada 32 millones de años, un ritmo que coincide aproximadamente con el de las grandes extinciones que se han producido en la Tierra, una cada entre 25 y 35 millones.



Si fuese cierta esta, sin duda muy hipotética, teoría, el asteroide que chocó con la Tierra hace 65 millones de años, habría salido despedido de la Nube de Oort impulsado por la gravitación ejercida por la materia oscura. Es, evidentemente, una idea fascinante. La materia oscura, insospechada hasta no hace mucho, formaría parte de la historia de nuestros orígenes, esa variedad, tan luminosa como también oscura, de mamíferos llamados homo sapiens. ¿Habrá todavía quien piense que la ciencia no es interesante?