Estatua de Copérnico en Torun (Polonia). Foto: Turismo Polonia

Sánchez Ron culmina su viaje por la vida de Copérnico rastreando algunos de los lugares que se disputan sus restos. El físico y académico concluye que su principal legado no son los puntos de peregrinación sino la lectura de su obra principal: De revolutionibus orbium coelestium.

El 24 de mayo de 1543, poco después de cumplir setenta años, moría Copérnico. Fue enterrado en la nave de la catedral de Frauenburg, cerca de la tumba de su tío materno Lucas Watzenrode, obispo de Warmia, a quien debía no solo su educación (estudió, primero en Cracovia, luego en Bolonia, Roma y Padua, derecho, medicina, griego, filosofía y algo de astronomía) sino también su puesto catedralicio. Sin embargo, no se puso ningún nombre en su tumba y con el paso de los años se olvidó su localización. Pero, como suele suceder, al cabo de los siglos -recordemos la reciente búsqueda de Miguel de Cervantes en la iglesia de las Trinitarias de Madrid- terminó surgiendo el deseo de identificar los restos de quien se había convertido en uno de los grandes personajes de la historia de la humanidad. El primer intento se produjo en 1802, realizándose otras dos búsquedas infructuosas en la primera mitad del siglo XX. Ya en la presente centuria, durante los veranos de 2004 y 2005, un equipo de arqueólogos dirigidos por Jerzy Gassowsky excavó en dos lados del altar de la Santa Cruz (del que Copérnico había estado encargado) encontrando huesos esparcidos de un hombre que debió morir entrado en la sesentena. Entre los restos, hallaron un cráneo y algunos dientes. Con este material, expertos del laboratorio central forense de la policía polaca hicieron una reconstrucción facial y la compararon con el mejor retrato existente de Copérnico, el que se conserva en el Ayuntamiento de Torun, su ciudad natal. Las dos imágenes se parecían, pero la evidencia no era concluyente. También se consideró la posibilidad de comparar el ADN que se pudo extraer de uno de los dientes con el ADN de algún familiar de Copérnico. El candidato obvio era su tío Lucas Watzenrode, pero todos los intentos de identificar el ataúd de éste fracasaron.



La prueba concluyente se encontraba en la biblioteca personal de Copérnico, de cuya existencia y destino comenté la semana pasada. En particular, en un ejemplar del Calendarium Romanum Magnum de Johannes Stöffler, publicado en 1518 y que Copérnico utilizó desde 1518 hasta su muerte. Este libro era uno de los pocos procedentes del expolio sueco que no se encontraba en la biblioteca de la Universidad de Uppsala sino en la del Observatorio Astronómico. La historia de lo sucedido tiene el aire de una novela de intriga.



Comenzó en octubre de 2006, cuando se celebraba en Uppsala una semana dedicada a Copérnico, con conferencias y exposiciones sobre su vida y obra. Fue entonces cuando Gassowsky anunció los resultados que se habían obtenido en la búsqueda de la tumba. Entre quienes asistieron a esa conferencia se encontraba Göran Henriksson, miembro del Observatorio Astronómico, quien inmediatamente sugirió a Gassowsky que tal vez se podría encontrar algún resto biológico del propio Copérnico en los libros de éste que se guardaban en el Observatorio.



Además del Calendarium Romanum Magnum, el Observatorio contaba con otro texto propiedad de Copérnico: una copia de la Carta contra Werner, que completó el 3 de junio de 1524 (en la actualidad, este documento está depositado en una de las cámaras de seguridad de la Biblioteca de la Universidad). De diez páginas manuscritas de extensión, el documento estaba dentro de un ejemplar de la segunda edición de De revolutionibus orbium coelestium, publicado en 1566. Por qué o quién puso ese documento allí, son preguntas sin respuesta. El contenido de esa carta fue redactado por Copérnico, a petición de Bernard Wapowski -fundador de la cartografía científica polaca y uno de los secretarios del rey de Polonia- quien le pidió que comentase lo que decía uno de los ensayos incluidos en un libro publicado en 1522 por Johann Werner, vicario y famoso matemático de Núremberg. Pero no es el contenido de esa carta, de la que se conocen siete copias, lo que nos interesa. Se sabe quiénes hicieron seis de las copias, pero no la de Uppsala, de la que existían indicios de que acaso fuese debida al puño del propio Copérnico. Por lo que se refiere al Calendarium Romanum Magnum, aparecen en él comentarios y anotaciones acerca de eclipses del Sol y de la Luna, observaciones realizadas por Copérnico (que no hizo muchas a lo largo de su vida), primero en Cracovia en 1518 y luego en Frauenburg en 1541.



Henriksson insistió en su idea de buscar restos biológicos en estos textos, para lo cual recurrió ahora a Wladyslaw Duczko, profesor de Arqueología en la Universidad de Pultusk (Polonia), y a Marie Allen, de la Universidad Uppsala, famosa por las investigaciones que había realizado sobre el ADN del rey sueco Karl XII (1682-1718) y de santa Brígida, muy querida en Polonia. El material biológico se buscó en los dos libros antes mencionados. Allen y Henriksson analizaron primero la Carta contra Werner, donde hallaron en su superficie lo que podrían ser trazas de restos biológicos, a la vez que advirtieron que era posible que también existieran en las partes ocultas (por la encuadernación) de las hojas. El problema era que habría que cortar algún trozo de papel, en vista de lo cual decidieron buscar en el Calendarium, que Copérnico había utilizado durante un cuarto de siglo. Seleccionaron las páginas en las que Copérnico había hecho alguna anotación. “Por unos breves momentos”, recordó Henriksson (cuya reconstrucción estoy siguiendo), “me sobresalté porque vi lo que evidentemente era una huella negra de un pulgar de mano derecha, pero tenía el mismo color que el texto impreso de manera que debía ser la huella del impresor”. Ya con Duczko sumado a las investigaciones, el 24 de septiembre de 2007 encontraron otro resto prometedor, pero de nuevo era necesario cortar un trozo de papel o utilizar algodón mojado para extraer muestras de ADN, lo que dañaría el libro. La presión aumentaba, porque el dinero para las investigaciones se acababa. En estas, Henriksson pensó que habida cuenta de las muchas veces que Copérnico utilizó el libro, tal vez hubiese algún pelo suyo entre las páginas. En las primeras dos páginas que abrieron hallaron un pelo. En total encontraron nueve; de cuatro fue posible extraer muestras de ADN. El resultado maravilloso fue que el ADN de dos de esos pelos coincidía con el de un diente muy bien conservado de los restos encontrados en la tumba de la catedral de Frauenburg. El misterio de la tumba de Nicolás Copérnico se había resuelto, 464 años después de su muerte. Por cierto, en el ADN identificado apareció un gen que normalmente está asociado a ojos azules, mientras que en los retratos más antiguos atribuidos a Copérnico, éste aparece con ojos oscuros.



Resuelto el misterio, podríamos preguntarnos si merece la pena tantos esfuerzos por lo que en el fondo no es sino un detalle anecdótico, más atractivo para atraer turistas que otra cosa. Iremos a Frombork, entraremos en su catedral y nos colocaremos delante del elegante monumento que se erigió donde fue enterrado, en el que se representa, estilizado, el sistema astronómico que con tanto acierto defendió. ¿Y qué? El lugar tal vez resista bien el paso del tiempo, de muchos siglos, mientras que los restos que se esconden en su suelo terminarán siendo polvo, materia apenas reconocible como tal. El mejor, el a la postre único legado que permanecerá será el del producto de su trabajo. El monumento indestructible a la memoria de Nicolás Copérnico no es otro que el contenido de De revolutionibus orbium coelestium.