Experimento de optogenética en ratones en la Universidad de Stanford

Me eduqué como físico teórico, y durante algún tiempo trabajé como tal. Luego me convertí en historiador de la ciencia y fue al dedicarme a reconstruir el pasado científico, al estudiar cómo surgieron esas teorías que tanto me habían atraído en el campo específico de la física, cuando comprendí realmente la importancia capital que los instrumentos, la tecnología, tiene en la construcción de la ciencia. Admiramos y alabamos, sobre todo, a los grandes teóricos, a los Copérnico, Newton (hábil también como experimentador), Euler, Gauss, Einstein o Heisenberg. Y con no poca frecuencia, cuando recordamos a otros gigantes del pasado, aquellos que basaron sus logros en la experimentación, los casos, por ejemplo, de Lavoisier, Darwin y Ramón y Cajal, hacemos hincapié en el producto final, en la construcción de un nuevo edificio para la química, en la teoría de la evolución de las especies o en la teoría neuronal.



Sin embargo, esta es una visión muy limitada de lo que es la ciencia. Lavoisier tuvo que realizar muchos experimentos, con instrumentos como calorímetros, gasómetros o una balanza química de precisión. En su casa-laboratorio de Downe, Darwin llevó a cabo innumerables experimentos con plantas, semillas o criando palomas. Y Cajal, ¿habría podido llegar a la teoría neuronal, que aún nos guía en la comprensión del cerebro, sin disponer de un buen microscopio? Sin duda, no. De hecho, una de sus luchas fue intentar conseguir uno de los mejores microscopios de la época. Así, el 1 de enero de 1885, escribía a uno de sus primeros discípulos, el jesuita Antonio Vicent Dolz, que se encontraba en Lovaina para completar su formación: "¡Ah! ¡Quién tuviera esos magníficos objetivos a los que Flemming, Strassburger y Carnoy deben sus descubrimientos! Aquí desgraciadamente las facultades no tienen material." Afortunadamente, en 1877 consiguió un microscopio Zeiss, que le regaló la Diputación de Zaragoza en agradecimiento al informe que había preparado sobre la epidemia de cólera y la vacunación de Jaume Ferrán. "Al recibir aquel impensado obsequio", escribió en sus Recuerdos, "no cabía en mi de satisfacción y alegría. La culta Corporación aragonesa cooperó eficacísimamente a mi futura labor científica, permitiéndome abordar, con la debida eficiencia, los delicados problemas de la estructura de las células".



Sin ese, ahora familiar, instrumento que es el termómetro, no habría nacido la ciencia del calor y la energía, esto es, la termodinámica. Sin un espectroscopio no existiría la astrofísica e ignoraríamos de qué están compuestos los cuerpos celestes.



En la "visión del mundo" que cualquier persona debería tratar de construirse, la teoría del comienzo del Universo mediante un gran estallido, un Big Bang, ocupa un lugar preeminente, pero semejante idea no se obtuvo deduciéndola de la cosmología relativista teórica que Einstein produjo en 1917, sino gracias a que el astrónomo Edwin Hubble disponía de un telescopio mejor que cualquiera de los existentes hasta entonces (tenía un espejo de 2,5 metros de diámetro), situado en el Monte Wilson (California), con el que en 1929 estableció que las galaxias se alejan entre sí. Y algo parecido puede decirse de una de las construcciones teóricas más admirables de la ciencia, la que nos permite comprender con increíble exactitud cuáles son y cómo se comportan los constituyentes elementales del universo, algo que ningún físico teórico podría haber logrado sin los datos proporcionados por máquinas y tecnologías de extraordinaria precisión (aceleradores y detectores de partículas).



En este número de El Cultural se trata de una tecnología, la optogenética, que está permitiendo avanzar en el conocimiento del funcionamiento del cerebro, posiblemente el mayor reto actual de la ciencia. Es una nueva muestra de la importancia de los instrumentos, esto es, de la tecnología.