Inteligencia Artificial y robots
Haley Joel Osment en un momento de 'Inteligencia Artificial', de Steven Spielberg
En las últimas semanas se ha hablado mucho de robótica, de la inminente invasión de máquinas “inteligentes” que superarán las conocidas hoy y podrán realizar muchas de las tareas protagonizadas hasta ahora por humanos, con mayor eficacia y seguridad que éstos. Como en otras ocasiones, es muy probable que este asunto haya adquirido protagonismo por una serie de materiales e iniciativas procedentes de la Casa Blanca de Estados Unidos. Materiales como un informe, “Preparándose para el futuro de la Inteligencia Artificial” (octubre de 2016), confeccionado por la Oficina Ejecutiva del Presidente, el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología y el Comité para Tecnología, en el que se explica que “avances realizados en la tecnología de la Inteligencia Artificial han abierto nuevos mercados y nuevas oportunidades de progreso en áreas como la salud, energía, educación o medio ambiente”. “En los últimos años”, se añade, han aparecido “máquinas que han superado a los humanos en la realización de ciertas tareas específicas, como, por ejemplo, en algunos aspectos del reconocimiento de imágenes”.
Hablar de “Inteligencia Artificial” implica ponerse de acuerdo antes sobre qué es la “Inteligencia”, puesto que no existe una definición que se acepte universalmente. De entrada, tenemos que la emergencia de la inteligencia constituye un problema evolutivo. Se suele distinguir entre “instinto” e “inteligencia”. Así, se puede pensar que los instintos no son sino reacciones bioquímicas ante situaciones concretas, que implican beneficios o peligros, y que al surgir con frecuencia en los miembros de una especie se “instalan” permanentemente en su memoria neurológica. En semejante contexto, hay que preguntarse si lo que sucedió es que, en algún momento de la cadena de la adaptación evolutiva, los instintos se mostraron insuficientes en la “lucha por la vida”, surgiendo una habilidad, que llamamos inteligencia, que dotaba a la especie que la poseía de mejores habilidades; por ejemplo, prever situaciones futuras aún estando en contextos muy alejados de los peligros o beneficios en que se centraban sus instintos. De todas maneras, la diferencia entre “instinto” e “inteligencia” no es demasiado clara.
En cuanto a la “Inteligencia Artificial”, algunos se limitan a definirla como un sistema computacional que exhibe comportamientos que habitualmente se piensa requieren inteligencia (como la nuestra), mientras que otros la consideran la facultad de resolver racionalmente problemas complejos, o de tomar decisiones de manera que se consigan los propósitos buscados, sean cuales sean las circunstancias que encuentren. Una posible forma de reconocer la “Inteligencia Artificial” es el denominado “test de Turing”, propuesto por el genial y nada afortunado (se suicidó después de ser condenado por homosexualidad y haber aceptado, para evitar la cárcel, un tratamiento hormonal de castración química) matemático inglés Alan Turing (1912-1954), en un artículo titulado “Ingeniería computacional e inteligencia”, publicado en 1950 en una revista filosófica, Mind. Sostuvo allí que una máquina es inteligente si una persona que la interroga, pero no la puede ver, es incapaz de deducir por sus respuestas si se trata de una máquina o de un humano. Turing, por cierto, no hablaba de “Inteligencia Artificial”, término acuñado en 1955 por John McCarthy, sino de “si una máquina puede pensar”.
Para el tipo de inteligencia implícita en el “test de Turing” podrían bastar dispositivos muy sofisticados pero estáticos, del tipo de “Deep Blue”, la computadora de IBM que derrotó en 1997 a Gary Kasparov, campeón mundial de ajedrez. De hecho, vivimos ya rodeados de innumerables dispositivos inteligentes de esta clase, aunque de inteligencia limitada, especializada, que realizan multitud de tareas. Dispositivos inteligentes como, por ejemplo, los smartphones, o “teléfonos inteligentes”. Este tipo de “Inteligencia Artificial” ya está ayudando a resolver, o al menos a aliviar, algunos de los problemas que afectan hoy a la humanidad: vehículos - existen prototipos en pruebas- que no necesitan de un conductor, que salvarán miles de vidas cada año y que incrementarán la movilidad de ancianos y discapacitados; edificios inteligentes que permiten economizar los gastos energéticos y reducir las emisiones de dióxido de carbono; servicios médicos automatizados, presenciales o a distancia; o sistemas para mejorar la enseñanza en todos los niveles educativos. Los ejemplos de máquinas como éstas, que no sólo respondan a preguntas sino que reaccionen ante el entorno, que tomen decisiones ante situaciones inesperadas y que puedan aprender de “experiencias” anteriores, son ya muy numerosos y pronto lo serán mucho más.
Por supuesto, también están los sistemas inteligentes “móviles”, los robots que podrán mantener - ya existen algunos - otros tipos de relación, más personales y afectivas, con las personas, y de apariencia más similar a ellas. En 1950 Turing escribía que “ningún ingeniero o químico puede presumir de ser capaz de fabricar un material que sea indistinguible de la piel humana”, pero ya se dispone de materiales de extraordinaria versatilidad, y no es difícil imaginar que pronto se logrará que, básicamente, los haya que tengan las mismas características que las de los seres vivos, con lo que los robots del futuro tendrán superficies parecidas a las nuestras y también refinados órganos sensoriales.
No tengo la menor duda de que todo esto ya está llegando. Y el problema, el motivo principal por el que ahora se habla de estos avances tecnológicos, es por cómo afectará al mercado laboral. Algunos estudios pronostican que en dos décadas el 47% de los empleos en Estados Unidos se verán sustituidos por procesos automatizados. Leo recientemente un comentario esperanzado en el que se dice que en épocas anteriores de cambio tecnológico, el balance para el mercado laboral siempre resultó ser positivo. Ignoro si ocurrirá así con esta revolución, pero sí sé que la historia no ofrece necesariamente lecciones inmutables, sólo formas racionales de comprender el pasado. De lo que estoy seguro es de que muchas personas sentirán lo mismo que los luditas de los siglos XVIII y XIX, que trataron de combatir las máquinas de hilar que amenazaban sus trabajos en los nuevos telares industriales. Pero los luditas perdieron la batalla, como la perderán, si es que aparecen, quienes intenten luchar contra la robotización en curso. Recientemente, el secretario general de UGT, José María Álvarez, propuso la idea de que los robots coticen a la Seguridad Social por los trabajadores que restan a las empresas. Aunque problemática -si cotizan, ¿tendrán luego “derechos laborales”; por ejemplo, acceso a sistemas de “salud”, esto es, a ser reparados?-, es una manera de ayudar a un debate que es imperativo. Por el momento, lo que es seguro es que los sistemas educativos deberán preparar a niños y jóvenes en las ciencias y tecnologías de la computación, porque serán ellas, personificadas en robots inteligentes y otras máquinas, las que condicionarán poderosamente el futuro.