Grieta en Larsen C (La Antártida). Foto: NASA / John Sonntag

Sánchez Ron aborda la situación que viven los polos y la influencia que tienen sobre la vida en la Tierra. "La globalización -explica- afecta a la naturaleza. Ártico y Antártida no están tan lejanos. Lo que sucede allí nos afecta aquí, y viceversa". Y pone como ejemplo la enorme grieta Larsen C.

Hace unos meses viajé en avión desde San Juan de Puerto Rico a Miami. El día era despejado, ocupaba un asiento de ventanilla y durante un largo rato pude contemplar una serie de pequeñas islas, superficies que parecía apenas afloraban sobre la extensión marina y a las que fácilmente se les podría adjudicar ese manido adjetivo de "paradisíacas". Sus playas de arena dorada y aguas color turquesa asemejaban desde la altura a pinceladas de un maestro del color. Eran parte de las Bahamas, situadas al norte de Cuba y de la República Dominicana, y la mayoría de ellas no parecían habitadas. Recuerdo que según las iba observando, pensé: "Algún día, no lejano, desaparecerán bajo el mar".



Me viene a la memoria esto al leer la noticia de que en noviembre pasado satélites de la NASA fotografiaron una brecha de 110 kilómetros de largo, 91 metros de ancho y 500 metros de profundidad en una de las tres zonas, en la denominada C (que tiene el tamaño de Escocia), en las que se dividió la gigantesca plataforma de hielo Larsen (nombrada así en honor del explorador noruego Carl Anton Larsen), situada a lo largo de la costa oriental de la Antártida y que en 2004 parecía encontrarse en buen estado de estabilidad. En diciembre, la brecha había aumentado 21 kilómetros, quedando unida a la Antártida por tan solo una franja de 20 km de hielo. Si se consuma el desprendimiento, los 5.000 kilómetros cuadrados de Larsen C se convertirán en un imponente iceberg. Las otras dos zonas ya sufrieron cataclismos: Larsen A se desintegró en 1995 y Larsen B lo hizo casi por completo en 2002. Y se sabe que, por ejemplo, Larsen B no había cambiado en 12.000 años.



No está claro el motivo de estas rupturas, que se han desarrollado a gran velocidad, aunque se supone que tienen relación con el aumento de temperatura de los océanos y de la atmósfera. Y de lo que no hay duda es de algunas de sus consecuencias: si todo el hielo de Larsen C termina fundiéndose, el nivel global de los océanos terrestres ascenderá unos 10 centímetros. Las plataformas heladas del Ártico y Antártida, que tantos esfuerzos exigieron a la humanidad explorar, y que tantos datos del pasado terrestre albergan aún, están desapareciendo. En el recientemente publicado Artic Report Card (Informe del Ártico), que prepara la Agencia Nacional Oceánica y Atmosférica de Estados Unidos, se presentan resultados que señalan que la temperatura media de la atmósfera del año que terminó en septiembre de 2016 fue, de lejos, la más elevada desde 1900; que en 37 años de observaciones de la capa de hielo de Groenlandia, únicamente una vez comenzó el deshielo de primavera más temprano que lo que lo hizo en 2016; y que el océano Ártico es especialmente vulnerable a la acidificación, debido a la diferencia de temperatura entre sus aguas y las más calientes al sur. La acidificación, recordemos, es la disminución del Ph (índice químico que mide la acidez de una solución acuosa), se está produciendo por la absorción de dióxido de carbono procedente de la atmósfera (efecto invernadero), y tiene consecuencias funestas para los organismos marinos, al afectar a los ritmos metabólicos y a las respuestas inmunológicas de algunos de ellos, haciendo, asimismo, más difícil la calcificación de los corales, por lo que pueden disolverse con mayor facilidad (lo que se denomina "blanqueo de coral").



La tan nombrada "globalización" afecta no solo a las personas y a las sociedades en que éstas viven, sino también, y para el futuro esto es más importante, a la naturaleza. Ártico y Antártida pueden parecernos lejanos, pero no lo están: lo que sucede allí, nos afecta aquí y viceversa. Y lo peor seguramente aún no ha comenzado: de seguir aumentando la temperatura de la atmósfera, es previsible que el permafrost, la capa de hielo permanentemente helada que se halla en las zonas subárticas, como la tundra de Siberia, y ciertas zonas de Alaska, Canadá o Groenlandia, se descongelará, emitiendo enormes cantidades de otro gas de efecto invernadero, el metano.



Si no se toman medidas, los hielos de nuestro amado planeta continuarán transformándose en agua, cubriendo cada vez más zonas terrestres, como esas islas atlánticas que vi. Ahora bien, desde el punto de vista de la historia de la Tierra, no será una gran novedad. La superficie terrestre está formada en gran parte, cerca del 71 %, por mares y océanos. De hecho, la presencia del agua en grandes cantidades y en los tres estados - agua, hielo y vapor- distingue a la Tierra de los otros planetas del Sistema Solar. El origen de esa agua terrestre no está aún claro. Una parte, acaso la mayoría, pudo llegar cuando la Tierra joven sufría un incesante bombardeo de cometas y asteroides, en cuya composición entraba el agua en grandes proporciones (se cree que uno de los procesos por los que aparece el agua en el Universo se debe a la producción de vapor de agua al explotar las estrellas). Otra parte pudo surgir como consecuencia de la desgasificación del interior terrestre por las erupciones volcánicas de un planeta entonces en formación.



En un sentido metafórico, lo que sucederá es que dispondremos de menos espacio vital cuando aumente sustancialmente el nivel de los océanos. Será como si los humanos, y muchos otros seres, plantas y animales, que ahora pueblan la Tierra, regresásemos al lugar de donde procedemos, a nuestra cuna ancestral. Fue en los océanos donde surgió la vida, y donde prosperó, evolucionando, durante 3.000 millones de años. Una de las razones para que así fuera es la no existencia, durante mucho tiempo, de una capa de ozono que sirviese de protección ante la nociva radiación ultravioleta procedente del Sol; el agua servía como escudo permitiendo que tuvieran lugar en su seno las reacciones químicas que dieron lugar a organismos "vivos". Y así, se fue pasando de entidades unicelulares a multicelulares. En el denominado periodo Cámbrico, que cubre el rango temporal que va desde hace 542 hasta 488 millones de años, los mares se poblaron de artrópodos, crustáceos, moluscos y de unos animales que poseían espina dorsal longitudinal y un esqueleto cartilaginoso, de los que surgieron los peces, y luego una variedad capaz de vivir tanto en el agua como en la tierra, los anfibios, de los que brotó la cadena que condujo a los mamíferos y, dentro de ellos, a nuestra especie, homo sapiens.



Nosotros mismos también somos en gran medida agua: un 60 % del cuerpo humano es agua. Tenía razón, pues, Tales de Mileto cuando, parece, dijo: "El principio de todo es el agua / pues todo es agua / y al agua todo regresa".