Hace poco más de un mes algunos periódicos recogieron la noticia de que la hora que marca el reloj que aparecía en la primera página del número del 26 de enero de 2017 de la revista estadounidense Bulletin of the Atomic Scientists se había acercado más a la medianoche, concretamente se encontraba a 2,5 minutos de esa hora. Pero antes de explicar el significado de ese reloj, es preciso saber el origen de esa publicación. El primer número del, como se llamaba entonces, Bulletin of the Atomic Scientists of Chicago, tenía sólo seis páginas y se publicó el 10 de diciembre de 1945. En un lateral de la primera página aparecía una nota titulada “Los científicos atómicos de Chicago”, en la que se explicaba que ese era el nombre de “una organización de científicos que trabajan en el Laboratorio de Metalurgia de la Universidad de Chicago, fundada el 26 de septiembre de 1945”, y que sus fines eran: “(1) Explorar, clarificar y formular la opinión y responsabilidades de los científicos con relación a los problemas que han surgido como consecuencia de la producción de energía nuclear, y (2) Educar al público para que comprenda los problemas científicos, tecnológicos y sociales que surgen de la producción de energía nuclear”.
La publicación estaba centrada en Chicago. ¿Por qué allí precisamente? ¿Y cuál era ese Laboratorio de Metalurgia que se mencionaba? Recordemos que en Chicago se encontraba uno de los centros en los que se desarrolló el Proyecto Manhattan, mediante el cual se fabricaron durante la Segunda Guerra Mundial las primeras bombas atómicas. Fue allí donde se estableció, en enero de 1942, un centro bautizado con el nombre de “Laboratorio Metalúrgico”, destinado a estudiar los procesos físicos asociados a la generación de una reacción en cadena por la fisión del isótopo 235 (su peso atómico) del uranio, en la que en fracción de segundos se produciría una gigantesca cantidad de energía. Fue en Chicago donde el 2 de diciembre de 1942 un equipo dirigido por el físico italiano Enrico Fermi logró establecer la primera reacción en cadena controlada y autosuficiente de la historia (autosuficiente porque producía la energía necesaria para mantenerse en funcionamiento). Se la dejó funcionar cuatro minutos y medio, inaugurándose de esta manera un nuevo capítulo en la historia de la humanidad. No es posible, en efecto, comprender las relaciones internacionales a partir del final de la guerra (1945), ni aspectos destacados de la producción de energía con fines pacíficos (centrales nucleares), sin tener en cuenta las puertas que se abrieron aquel día de diciembre de 1942. Sabemos muy bien que el primer hecho de dimensión histórica del Proyecto Manhattan se produjo cuando en agosto de 1945 se lanzaron sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki sendas bombas atómicas: la primera de uranio y la segunda de otro elemento fisionable, el plutonio, que al haber desaparecido ya de la Tierra, tuvo que ser producido artificialmente a partir del isótopo de uranio más abundante en la naturaleza, el 238, precisamente en pilas como las diseñadas por el equipo de Fermi. Protegidos y financiados tanto por el gobierno federal como por el ejército, un imponente conjunto de científicos unieron fuerzas con entusiasmo para fabricar la bomba atómica, pero cuando lo consiguieron les surgieron dudas acerca de si se debía utilizar semejante arma. Sin embargo, ya era tarde, el poder no les pertenecía. En realidad nunca pertenece a los científicos, “mano de obra” en última instancia, por mucho que ésta sea de muy alto nivel. En cierta ocasión, Robert Oppenheimer, el sofisticado director del Laboratorio de Los Álamos, donde se completaron los trabajos e hicieron las pruebas finales, dijo que los físicos habían “conocido el pecado”, a lo que Edward Teller, que siempre se distinguió por defender que había que continuar fabricando bombas más potentes (fue el padre de la bomba de hidrógeno, basada en la fusión de elementos ligeros, el mismo proceso que alimenta a las estrellas), respondió que lo que los físicos habían “conocido” es el poder. Tampoco es cierto; ni conocieron, ni conocen, el verdadero poder, el político, el militar o el económico. El presidente Truman desoyó las opiniones de los científicos que pedían no lanzar las bombas. Y entonces surgió, en un intento de conseguir la voz que los políticos les negaban, el Bulletin of the Atomic Scientists of Chicago. Representando al equipo director del “Comité de Emergencia de Científicos Atómicos”, Albert Einstein expresó la naturaleza de las preocupaciones de esos científicos en una carta que dirigió el 22 de abril de 1947 al gran ingeniero aeronáutico Theodore von Kármán: “Mediante la liberación de la energía atómica nuestra generación ha introducido en el mundo la fuerza más revolucionaria desde que el hombre descubriese, en épocas prehistóricas, el fuego. Ya que no existe secreto y no existe defensa; no existe posibilidad de control, excepto a través de la comprensión e insistencia de los pueblos del mundo. Nosotros, los científicos, reconocemos nuestra ineludible responsabilidad de enseñar a nuestros conciudadanos a entender los hechos de la energía atómica y sus consecuencias para la sociedad. En ello reside nuestra única seguridad y nuestra única esperanza; creemos que una ciudadanía informada actuará para la vida y no para la muerte". Repasar los números de los primeros años de existencia de este boletín -accesibles a través de internet- constituye una magnífica experiencia. En sus páginas se observa cómo fueron evolucionando, o mejor, estableciéndose, las diferentes opiniones de los responsables de la creación de aquel “monstruo”. Opiniones y angustias. Como la que evidenciaba Oppenheimer cuando en el número de julio de 1946 escribía: “Todo americano sabe que si se produjese una guerra mayor, se utilizarían armas atómicas”. Y añadía, con amarga desesperación: “Sabemos esto porque en la última guerra las dos naciones que nos gusta considerar como las más ilustradas y humanas del mundo -Gran Bretaña y Estados Unidos- utilizaron armamento atómico contra un enemigo que básicamente estaba derrotado”. A partir del primer número de 1946, el Bulletin prescindió en su cabecera del “of Chicago”, aunque fue sustituido por unos puntos suspensivos, pero también éstos terminaron desapareciendo, en el número de junio de 1947, cuando el boletín adoptó el formato y la extensión de una revista. En ese número, de cuya publicación pronto hará 70 años, apareció por primera vez, en la portada, lo que se conoce como Doomsday Clock, el “Reloj del Apocalipsis”. Lo que este reloj quería representar era el temor a que una guerra nuclear destruyese el mundo. Un comité de la revista debía decidir el grado de peligro, con la medianoche como la hora de la destrucción total. La primera vez que apareció el reloj la aguja del minutero estaba situada a 7 minutos de las 12. De sus movimientos posteriores y de su posición actual, trataré la próxima semana.
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