José Luis Gómez como unamuno en la película La isla del viento

La relación de Unamuno con la ciencia, tan prolífica y tan fértil en unos años difíciles para nuestra investigación, es el motivo de análisis del académico José Manuel Sánchez Ron. La tecnología, los "especialistas" y Darwin ocuparon algunas de las mejores páginas del autor de La tía Tula.

Es casi un lugar común citar a Unamuno cuando se trata la cuestión del retraso español en ciencia y tecnología, en mi opinión, una de las asignaturas pendientes más importantes en este país, una asignatura suspendida, o muy mal aprobada, que va pasando de gobierno en gobierno, no importa cual, con buenas palabras, algún esfuerzo, pero pocos resultados perdurables, o, por lo menos, no suficientes. La cita en cuestión procede de una carta que Unamuno dirigió a un joven José Ortega y Gasset el 30 de mayo de 1906. "Y yo me voy sintiendo furiosamente antieuropeo. ¿Que ellos inventan cosas? ¡Invéntenlas! La luz eléctrica alumbra aquí tan bien como donde se inventó. (Me felicito de habérseme ocurrido este aforismo tan ingenioso.) La ciencia sirve de un lado para facilitar la vida con sus aplicaciones y de otro de puerta para la sabiduría, ¿Y no hay otras puertas? ¿No tenemos nosotros otra?".



Tal vez Ortega tenía en mente esa declaración unamuniana, ese "aforismo tan ingenioso" (?), cuando escribió en un artículo publicado en El Imparcial el 27 de julio de 1908: "Muchos años hace que se viene hablando en España de ‘europeización', no hay palabra que considere más respetable y fecunda que ésta, ni la hay, en mi opinión, más acertada para formular el problema español". Y añadía: "Europa = ciencia; todo lo demás es común con el resto del planeta". Hoy, por supuesto, añadiríamos otras cosas -principalmente que Europa es democracia y ansias de Estados "de bienestar"-, pero lo que no ha cambiado es que queremos ser no sólo europeos geográficamente, sino europeos que defienden los mejores valores de la Ilustración.



Todo esto viene a cuento porque la editorial Tecnos acaba de publicar un libro de Unamuno que recoge algunos de sus Escritos sobre la ciencia y el cientifismo. He admirado desde hace muchos años a Unamuno. Ya no recuerdo la trama de obras suyas como Niebla, Abel Sánchez o La tía Tula, pero sí cuánto disfruté con ellas, aunque mucho menos que con Vida de don Quijote y Sancho y Del sentimiento trágico de la vida (conservo aún, después de muchos peregrinajes y pérdidas, los ejemplares en los que leí estas dos obras). La intensidad, la pasión que transmitían sus escritos eran, continúan siendo, irresistibles. Por supuesto, la intensidad, la pasión de quien las escribió. Hablase de lo que hablase. Y en estos ensayos unamunianos sobre ciencia, también aparecen los mismos rasgos, idéntica vehemencia, parecidas contradicciones, de las que, no dudo, él mismo se daba cuenta. "De la contradicción nace la luz", tal vez habría dicho.



Un problema con la idea que Unamuno tenía de la ciencia, es que la imaginaba surgiendo siempre de teorías grandiosas, de las que, luego, se deducían consecuencias. Sólo así se pueden entender afirmaciones suyas como: "La ciencia no avanza en realidad sino merced a los filósofos, filósofos de la física, de la química, de las matemáticas, de biología, de lo que sea […] Los especialistas luego son los leguleyos que digieren el progreso, y lo coordinan y adaptan al organismo total de la ciencia en cuestión". "Abnegados obreros de la ciencia, que se reducen a remachar cabezas de alfiler hasta hacerlo a la perfección", denominaba a los especialistas. En otras palabras, la ciencia era obra solo de personas como Newton, Darwin o Einstein. ¡Que pobre idea de la ciencia la de don Miguel! ¿Dónde pondría a científicos, grandes bajo cualquier vara de medir, como, por ejemplo, Boyle, Harvey, Lavoisier, Faraday, Pasteur, Cajal, Fermi, Lyell o Rutherford, que elaboraron teorías, o si se prefiere, modelos, en principio desprovistos de grandes pretensiones, sin más filosofía que la de "ver, medir o calcular". De hecho, si se analiza bien lo que hicieron el gran trío de la ciencia de todos los tiempos, Newton, Darwin y Einstein, se verá lo importante que fueron para sus construcciones teóricas los datos proporcionados por "los especialistas" (el propio Darwin también se comportó como tal). La mecánica cuántica y el modelo estándar en física de altas energías figuran entre los grandes monumentos de la historia de la humanidad, aunque estén construidos con materiales que no se pueden ver o tocar, pero no hubiesen llegado a serlo de no ser por los "abnegados obreros de la ciencia", como diría Unamuno. Abnegados sí, pero en modo alguno humildes.



Tenía también Don Miguel una idea de la técnica, de "lo práctico", que no comparto. "Después de nuestra última derrota", escribía refiriéndose a la pérdida de las últimas colonias españolas en América en 1898, "nadie nos quita de la cabeza que nos han vencido por ser ellos más ricos, por saber más física aplicada, y más química industrial, por tener más caminos y más canales, y por saber menos latín y ser menos religiosos que nosotros". Muy al contrario, Unamuno pensaba que nuestro gran problema era que no sabíamos realmente lo que era la ciencia. No discuto que esto no fuese cierto, o que, al menos, pocos practicasen y dominasen la ciencia "pura", pero con su idea desdeñosa de la ciencia "aplicada" ignoraba qué es en realidad la ciencia: un delicado equilibrio entre la teoría y el experimento (que es casi tanto como decir "de lo aplicado"). Otros personajes de aquel tiempo convulso del "regeneracionismo" no pensaban igual. El 23 de junio de 1899, por ejemplo, el diputado Eduardo Vincenti, manifestaba en las Cortes: "Yo no cesaré de repetir que, dejando a un lado un falso patriotismo, debemos inspirarnos en el ejemplo que nos ha dado Estados Unidos. Este pueblo nos ha vencido no sólo por ser más fuerte, sino también por ser más instruido, más educado; de ningún modo por ser más valiente. Ningún yanqui ha presentado a nuestra escuadra o a nuestro ejército su pecho, sino una máquina inventada por algún electricista o algún mecánico. No ha habido lucha. Se nos ha vencido en el laboratorio y en las oficinas, pero no en el mar o en la tierra".



Lo que sí comparto con Unamuno es la admiración que él sentía por Charles Darwin -"uno de los hombres más grandes que el género humano ha producido", declaró en 1909-, aunque disienta en cómo veía la relación del naturalista inglés con la religión, o de frases como "su doctrina, bien interpretada, no excluye la concepción de finalidad". ¡Ay, mi don Miguel querido, cuánto ansiabas transcender, creer en alguna "finalidad": "Yo necesito -escribió- la inmortalidad de mi alma; la persistencia indefinida de mi conciencia individual, la necesito; sin ella, sin la fe en ella, no puedo vivir". Y con inmenso placer leo otra cosa que dijo sobre Darwin: "Un concejal de mi pueblo nativo, al oponerse a la adquisición de un número de obras para una biblioteca escolar, entre las que estaban las de Darwin, exclamó: ‘Si ellos se envanecen de descender del mono, yo no'. Y al oírlo, no pude menos de decir: no es lo malo venir de él: lo malo es ir a él". Unamuno en estado puro. Hay que leerlo, aunque en ocasiones se disienta de lo que dice.