Un momento de Regreso al futuro, de Robert Zemeckis.

Sánchez Ron analiza el significado de un concepto que la ciencia ha abordado con especial énfasis: el tiempo. Los trabajos de Richard A. Muller, Newton, Einstein, Henri Bergson, James Gleick y Kurt Gödel, entre otros, sirven de base al académico para abordar sus distintas caras.

Vivimos en él y nos esforzamos por no abandonarlo. Es permanente y ubicuo, a la vez que efímero: el ahora se convierte inmediatamente en antes, dejando paso a un después que pasa a ser, como si se tratara de un bucle del que no podemos escapar, un nuevo ahora. Es, ya lo habrán adivinado, el tiempo, un "ente" difícil de definir; como escribió San Agustín en sus Confesiones (397-398): "¿Qué es el tiempo? Si alguien me lo pregunta, sé lo que es; si quiero explicarlo, no sé". No sabremos bien lo que es, pero su presencia, las "caras" que adopta, son numerosas; el Diccionario de la Real Academia Española recoge 18 acepciones diferentes para la voz "tiempo", lo que constituye un ejemplo notable de polisemia.



Todas las ciencias, con la posible excepción de la matemática -pero, ¿es realmente la matemática una ciencia, o algo diferente, más profundo?-, son en gran medida intentos de codificar en leyes los cambios que se producen en los objetos que estudian. La física, en particular, es casi, se podría decir, una ciencia del tiempo, como bien explica un libro de reciente aparición, La física del tiempo (Pasado & Presente) de Richard A. Muller. Cualquiera que estudie algún curso de física, no importa lo básico que éste sea, se encuentra pronto con el tiempo, una "variable" que "permite ordenar la secuencia de los sucesos" (esta es la segunda acepción recogida en el Diccionario de la RAE). Sobre su escurridiza naturaleza, poco se dice o puede decir. Definimos el tiempo como "el cambio que experimenta algo", un cambio hacia el futuro, de ahí que se hable de "flecha del tiempo". Pero existen diversas flechas del tiempo: la "cosmológica", determinada por la expansión del Universo, la "electromagnética" (las ondas electromagnéticas viajan del pasado al futuro), la "termodinámica", que controla el denominado "segundo principio de la termodinámica", de acuerdo al cual la entropía (una medida del desorden de un sistema) crece inexorablemente, y la "biológica", que se hace explícita mediante el envejecimiento de los seres vivos.



En principio, esto parece fácil de comprender, pero no lo es tanto: entender cómo se relacionan entre sí los tiempos de las diferentes flechas plantea problemas. Por otra parte, pueden darse situaciones, improbables pero posibles (¿tiempos hacia atrás?), en las que la entropía disminuya, o en las que, formalmente, es posible establecer electrodinámicas (como la denominada de Wheeler y Feynman) en las que las ondas electromagnéticas nos lleguen no sólo del pasado sino también del futuro. "Bien", diría Isaac Newton, "pero el tiempo es absoluto. Algo así como una línea sobre la que se desliza la realidad". Más o menos, así lo escribió en su gran libro de 1687, Philosophiae Naturalis Principia Mathematica. Y su visión dominó la ciencia hasta que en 1905 Albert Einstein sorprendió al mundo sosteniendo que las medidas de intervalos de tiempo (y de longitudes) no son universales, sino que dependen del estado de movimiento de quien hace la medida. Su teoría, denominada posteriormente "de la relatividad", alimentó innumerables discusiones filosóficas. Así, el filósofo y premio Nobel de Literatura en 1927, Henri Bergson -y es sólo un ejemplo- se vio obligado a reaccionar para defender lo que había escrito en el más importante de sus libros, L'évolution créatice (1907). Y en la física cuántica, el reino de lo discontinuo, el tiempo sigue siendo considerado como una variable continua, lo que no plantea algún problema de coherencia.



No obstante, sería un error tratar del tiempo únicamente en términos como los anteriores. Manifestación de que esto es así, y también del interés que posee este tema, son otros dos libros que, como el de Muller, se acaban de publicar: Viajar en el tiempo (Crítica), de James Gleick, autor recordado por su magnífico texto sobre el Caos, y Cronometrados (Taurus), de Simon Garfield. ¡Viajar en el tiempo!, cuántos han imaginado hacerlo. Enseguida vienen a la mente obras como La máquina del tiempo (1895), de H. G. Wells, o películas como la saga Regreso al futuro (1985-1990) de Robert Zemeckis. Son muchas las variaciones del tiempo que se han utilizado en el cine: bucles temporales como el de Atrapado en el tiempo (Harold Ramis, 1993), alusiones a las diferentes medidas del tiempo que recoge la teoría de la relatividad espacial (la "paradoja de los gemelos") en El planeta de los simios (Franklin J. Schaffner, 1968), o atajos espacio-temporales en los "agujeros de gusano", posibles en el contexto de la teoría de la relatividad general, en Contatc (Robert Zemeckis, 1997), basada en la novela del mismo título escrita por Carl Sagan en 1985.



La física impone como condición de "contorno" el que los viajes en el tiempo no sean posibles, por eso de evitar paradojas del tipo de "viajo al pasado, mato a mi abuelo, y, sin embargo, ¿cómo es que yo estoy aquí?". Aun así -y esto es una muestra de la riqueza conceptual de la ciencia- existen soluciones posibles en teorías aceptadas en las que podrían darse estas paradojas. En 1949, el lógico checo Kurt Gödel -autor de uno de los resultados más trascendentales de la historia de los fundamentos de la matemática- presentó un modelo de Universo, solución de la cosmología relativista, en el que existían líneas de universo, esto es, trayectorias posibles, que eran cerradas, que regresaban a su origen: el pasado volviendo al presente. Pero eliminamos esta solución, este modelo de Universo, porque no se ajusta a lo que creemos posible, lo mismo que sucede en otras muchas teorías científicas, cuyas leyes permiten más soluciones que las reales. Un cosa es "lo científicamente (matemáticamente) posible" y otra lo "físicamente posible".



Sea lo que sea el tiempo, lo que es indudable es que lo medimos; más aún, medirlo ha constituido y constituye una de las grandes tareas de la humanidad. Y medirlo con exactitud no es fácil. Involucra tecnologías de precisión extrema, lo que a su vez exige recurrir a la ciencia (pensemos, sin ir más lejos, en los relojes atómicos). La historia de la medida del tiempo es poliédrica donde las haya: esfuerzos por establecer calendarios (maya, juliano, gregoriano, islámico...), casi siempre asociados a creencias específicas (desde las religiosas hasta las de sistemas políticos, como la Revolución Francesa, que quiso hacer del año 1792 el año I); necesidad de disponer de relojes adecuados en los navíos para medir la longitud geográfica (recuérdese el magnífico libro de Dava Sobel, Longitud, 1995); o establecer un sistema coordinado de horarios en los transportes, en el ferroviario, especialmente. El tiempo, en definitiva, su naturaleza y medida, no sólo nos acompaña, desde la cuna a la tumba, sino que sigue dando que hablar. Pero es hora (tiempo) de terminar: ustedes y yo tenemos que emplear el tiempo en otras cosas. Recuerden lo que decía el Conejo de Alicia en el país de las maravillas: "¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Voy a llegar demasiado tarde!"