El Institute for Medical Research financiado en Nueva York en 1901 por el millonario John D. Rockefeller

Sánchez Ron aborda la cuestión del mecenazgo a raíz de propuesta de donación de la Fundación Amancio Ortega a la sanidad pública española. El académico realiza un recorrido por los grandes mecenas de EEUU, Alemania e Inglaterra. Entre ellos, Werner Siemens y Andrew Carnegie.

He escuchado y leído durante las últimas semanas diversas declaraciones de asociaciones y personas que han manifestado su rechazo a que la Sanidad Pública española acepte la donación de 320 millones de euros que la Fundación Amancio Ortega ha ofrecido a los hospitales públicos de todas las comunidades autónomas para la renovación de equipos de diagnóstico y tratamiento de cáncer. Los argumentos utilizados han sido literalmente del tipo: "No es necesario recurrir a, aceptar, ni agradecer la generosidad, altruismo o caridad de ninguna persona o entidad. Aspiramos a una adecuada financiación de las necesidades mediante una fiscalidad progresiva que redistribuya recursos priorizando la sanidad pública"; "Nosotros preferimos que se paguen los impuestos y no vivir de limosnas"; o "Nuestra sanidad no puede depender de cuántos pantalones o faldas venda Zara".



Por supuesto que todos debemos pagar los impuestos, y que deben aportar más los que más tienen. Y también con que sanidad y educación tienen que ser, inexcusablemente, servicios públicos atendidos con calidad y prontitud por un Estado que, como el español, presume de moderno. Recordar cosas como estas debería ser innecesario y desde luego no entra en contradicción con que se produzcan donaciones privadas que permitan mejorar los medios de que se dispone.



Al contrario de quienes ahora se oponen a esta donación, en mi opinión una de las carencias españolas ha sido y es la pobre tradición de mecenazgo existente, con la posible salvedad de la destinada a la iglesia católica. En uno de mis libros, El poder de la ciencia, estudié algunos ejemplos de mecenazgo que fueron importantes para el avance científico de naciones como Alemania, Estados Unidos o Inglaterra. A la generosidad del alemán Werner Siemens (1816-1892), industrial, científico e inventor, que había reunido su fortuna principalmente en el campo de la industria de la electricidad, se debió la construcción de un espléndidamente dotado Physikalisch-Technische Reichsanstalt (Instituto Imperial de Física y Tecnología), que abrió sus puertas en Berlín en 1887. Lo que Siemens pretendió con este laboratorio fue que Alemania dispusiese de un centro en el que se pudiesen realizar investigaciones en las que ciencia y tecnología fuesen de la mano, investigaciones que eran necesarias pero para las que no existían laboratorios adecuados. Como explicó en sus memorias: "En mi testamento yo había dejado una gran cantidad de dinero para que se emplease en el fomento de la investigación físico-natural; sin embargo, hubiera sido perder un tiempo precioso el esperar hasta mi muerte, quizá todavía bastante lejana. Sobre todo, se hubiera perdido la ocasión favorable de dar vida a una gran empresa que respondía a las necesidades de la época. Por eso me decidí a no esperar a mi muerte, e hice al Gobierno la propuesta de poner a su disposición un gran terreno completamente adecuado para ello y el capital correspondiente para un Instituto consagrado a la investigación científica, si el Estado se encargaba de los gastos de construcción y del mantenimiento futuro del Instituto. Mi propuesta fue aceptada por el Gobierno, confirmada por el Parlamento y de este modo surgió el Centro físico-técnico de Charlotemburgo que constituye hoy un hogar alemán para la investigación científica".



Algo más tarde, en 1911, se fundó, gracias a las aportaciones económicas de industriales de la química, electricidad, acero, armamento, gas y carbón la Kaiser-Wilhelm-Gesellschaft zur Förderung der Wissenschaften (Sociedad Káiser Guillermo para el Desarrollo de las Ciencias). Su fin era "hacer avanzar la ciencia, especialmente creando y manteniendo institutos de investigación en las ciencias naturales". Y ciertamente lo consiguió. Sería imposible resumir aquí los muchos logros de los numerosos centros creados en el marco de aquella institución - de la que es heredera la actual Sociedad Max Planck para la Promoción de la Ciencia-, pero mencionaré que el primer Instituto Kaiser Wilhelm inaugurado en 1912 fue el de Química, en una de cuyas secciones, la de radiactividad, Otto Hahn y Fritz Strassmann descubrieron a finales de 1938 la fisión del uranio.



El mecenazgo ha sido muy importante en el avance científico"

Más importante todavía fue la filantropía en Estados Unidos. En 1901 y 1902, respectivamente, se establecieron el Institute for Medical Research (Instituto de Investigaciones Médicas), en Nueva York, y la Carnegie Institution, en Washington, D. C., financiadas por los millonarios John D. Rockefeller y Andrew Carnegie, que más tarde se ampliaron con sendas Fundaciones. Mientras que el centro auspiciado por Rockefeller se concentró en la biomedicina, el Carnegie proporcionó ayudas a investigadores "excepcionales" en cualquier campo. Fue, sin embargo, a partir de la Primera Guerra Mundial cuando se intensificó la ayuda de las grandes fundaciones a las ciencias físico-químicas. Todavía hay quien cree que el liderazgo científico estadounidense surgió sobre todo debido a que distinguidos científicos alemanes de origen judío recalaron en Estados Unidos al tener que abandonar la Alemania gobernada por Hitler. Ignoran quienes piensan así que por entonces ya estaba en marcha el ascenso de Estados Unidos a una posición de liderazgo científico-tecnológico, gracias en buena medida a las aportaciones privadas. Hace unos días participé en una reunión que se celebró en la Universidad de Harvard. Aproveché para visitar dos de sus bibliotecas: la magnífica, universalmente célebre, Widener, y la más pequeña, pero exquisita, Houghton. Ambas se fundaron por iniciativa y con dinero privado. No conozco ejemplos comparables en España. Sin que esto signifique que deseo para mi país un modelo de educación en el que muchos de los mejores centros sean privados, admiro la tradición que existe en países como Inglaterra o Estados Unidos, de que antiguos alumnos hagan donaciones a sus alma mater. Por otra parte, no siempre las iniciativas privadas se institucionalizan finalmente en centros privados. Un buen ejemplo en este sentido es el Imperial College of Science and Technology, establecido en Londres en 1907. Las mayores donaciones que hicieron posible que se fundara esta gran universidad técnica (la primera de este tipo en existir en Gran Bretaña) procedieron del pequeño círculo de financieros y banqueros londinenses de origen sudafricano y alemán, que habían adquirido su fortuna con las minas de diamantes y de oro de Sudáfrica. Se puede entender, acaso, que este tipo de personas se involucrasen en proyectos educativos en base a que constituía una forma de adquirir prestigio social, pero aunque fuese así, ¡qué más da!



De hecho, y no obstante sus carencias en este dominio, en España también se pueden encontrar algunos ejemplos de filantropía en el campo científico. Recordaré sólo un par de casos, ya extintos, creados por la Fundación Juan March: un programa de becas en el extranjero, que fue vital para las carreras posteriores de muchos jóvenes, tanto en las ciencias naturales como en las sociales, y un Centro de Reuniones internacionales sobre Biología del que son deudores muchos biólogos españoles. Iniciativas como éstas (existen algunas, pocas, en la actualidad) no se amoldan al espíritu que anima a los que ahora se oponen a la donación de la Fundación Amancio Ortega.