Célula del cerebro humano dibujada por Santiago Ramón y Cajal

Los humanos somos seres con una especial habilidad para articular sonidos, que terminamos ordenando formando lenguajes, que a su vez se codifican y conservan mediante lo que acaso sea el mayor invento de la historia de la humanidad, la escritura. Escudriñar - en el idioma que sea- la historia de las palabras, cómo surgieron y cambiaron constituye un ejercicio extraordinariamente atractivo. No soy filólogo, ni lingüista, de manera que me es imposible explorar semejante selva, ejercicio para el que recomiendo algunos buenos libros recientes como el de Pedro Álvarez de Miranda, Más que palabras (Galaxia Gutenberg), o el dirigido por Juan Gil, 300 historias de palabras (Espasa), pero aun así me voy a atrever a realizar unos pequeños comentarios sobre voces que tienen que ver con la ciencia, una buena forma de honrar el título de esta sección: Entre dos aguas, la de la ciencia y la de las llamadas "humanidades" (vocablo que suelo poner entrecomillado porque me resulta difícil aceptar esta manera de distinguir entre "ciencia" y disciplinas como historia, literatura, filosofía, etc.; ¿es que la ciencia no es producto de la humanidad?).



Desde hace tiempo, uno de los grandes problemas del español es la invasión de extranjerismos que lo afectan, la mayor parte de las veces acuñados dentro de la lingua franca hoy dominante, el inglés. Anglicismos como chatear, hacker (¿jaker?, ¿jaquer?), marketing, software, chip, espín, Big Bang, por no hablar de los acrónimos, como radar (radio detection and ranging), láser (light amplification by stimulated emision of radiation), bit (binary digit) o CD-ROM (Compact Disc-Read Only Memory). Pocas veces han surgido dentro de nuestro idioma términos científicos o técnicos antes de que lo hubiesen hecho en otras lenguas. Por eso, me gusta recordar alguna de esas excepciones, como es, precisamente, la voz "científico".



Es casi un lugar común en la bibliografía de historia de la ciencia leer que ese término apareció por primera vez en inglés, acuñado por William Whewell (1794-1866), quien ocupó cátedras de Mineralogía y de Filosofía Moral en la Universidad de Cambridge. En la "Introducción" del volumen primero de su imponente tratado The Philosophy of the Inductive Sciences (1840), Whewell escribió: "Necesitamos urgentemente un nombre para describir a un cultivador de la ciencia en general. Me inclino por llamarle un Científico [Scientist]". Sin embargo, y a pesar de las limitaciones históricas que el ejercicio de la ciencia ha sufrido en España, el término "científico" ya aparecía en el Diccionario de Autoridades, el primero de los diccionarios publicados por la Real Academia Española; lo hizo en 1726; esto es, más de cien años antes que el libro de Whewell. Se define allí de la siguiente forma: "CIENTIFICO, CA. adj. Cosa perteneciente à ciencia. Tambien se llama assi la persóna consumada en algúna, ó en muchas ciencias". En otra entrada anterior se había definido "CIENCIA" como "Conocimiento cierto de algúna cosa por sus cáusas, y principios". En el CORDE (Corpus Diacrónico del Español), el archivo digital de la Real Academia Española que recoge documentos de todas las épocas y lugares en que se habló español, desde los inicios del idioma hasta el año 1974, y que cuenta en la actualidad con unos 250 millones de registros, se halla un texto de 1452 en el que se utiliza el término "científico", aunque es cierto que no en el sentido de "hombre de ciencia" (habría sido difícil que fuera así, habida cuenta de que en el siglo XV la idea de lo que es la ciencia y de quienes la practicaban apenas estaba desarrollada). Pero la cuestión es que, en este caso, la lengua inglesa no puede presumir de prioridad.



Si el inglés se ha impuesto actualmente en la nomenclatura científica es debido a la potencia de la ciencia producida en las naciones de habla inglesa, sobre todo, desde hace tiempo, en Estados Unidos, aunque es cierto que también influye la hegemonía política y económica. Acaso si en España tuviésemos o hubiésemos tenido más científicos de la talla de Santiago Ramón y Cajal la situación sería diferente. Sabido es que la entrada de don Santiago en el mundo de la ciencia internacional tuvo lugar a raíz de su participación en el Congreso de la Sociedad Anatómica Alemana, celebrado en Berlín en octubre de 1889, donde presentó sus ideas y preparaciones sobre lo que se denominaría más tarde "neurona".



Albert Kölliker, el principal histólogo de su época, fue quien mostró más interés por los resultados que expuso Cajal en Berlín, y quien más hizo por difundir sus ideas entre la comunidad internacional de histólogos y de, como ahora se denominan, neurocientíficos. Un ejemplo en este sentido es la carta que escribió a Cajal el 29 de mayo de 1893 (francés en el original): "Mi querido amigo, en primer lugar, le expreso mi más vivo agradecimiento por el envío de su grande y bella obra sobre la retina, que hace innecesarias otras observaciones. Le quedaré muy agradecido si me envía algunas de sus preparaciones, en las que se muestren los aspectos principales. En cuanto al trabajo sobre el asta de Ammon que me anuncia, estoy dispuesto a traducirlo del español al alemán, ya que he aprendido bastante bien su idioma, por la necesidad de estudiar sus trabajos. Solamente le ruego que encargue copiar su manuscrito a una persona que tenga una letra clara, porque me resulta bastante difícil leer la suya". Kölliker cumplió su promesa de ejercer de traductor. Así, el 8 de agosto (1893) escribía a Cajal: "Le he enviado unas pruebas de imprenta de su trabajo sobre el asta de Ammon, con la única finalidad de que pueda ver que no haya errores de traducción. Se trata, sobre todo, de la palabra ‘arcasas', que no he encontrado en mi diccionario". La dificultad de Kolliker se debía a un error de transcripción: no se trataba de "arcasa", sino de "escasa".



Un ejemplo más reciente, y divertido, de la presencia temprana en español de expresiones que luego se han enquistado en nuestra lengua (y en otras) a partir de términos nacidos posteriormente en la ciencia - ¿o fue al revés?-, como es el caso de "agujero negro", que fue acuñado en 1967 por el físico estadounidense John Wheeler, para caracterizar objetos astronómicos que absorben todo lo que les llega y que no emiten nada. Con el tiempo, a esta expresión se le añadió una nueva acepción: "deuda, falta o perdida injustificada de dinero en la administración de una entidad". Pues bien, en 1891, Clarín escribía en Su único hijo: "Porque lo primero que pensó hacer de aquel dinero que le venía llovido del... infierno, fue llevárselo a D. Benito el Mayor, para tapar aquel antro horrible de la deuda, aquel agujero negro, por donde se escapaban las furias del Averno".



A veces parece que nada es nuevo en este mundo. No es, por supuesto, así.