Esperma humano fotografiado con microscopio óptico. De Cielo y tierra (Phaidon)

José Manuel Sánchez Ron aborda la nueva evolución humana a la luz de los avances en las técnicas biomédicas para combatir enfermedades que, paradójicamente, podrían haber provocado cambios evolutivos para defendernos de ellas.

En la historia de la ciencia hay dos momentos que poseen un significado especial para los humanos, para las ideas que nos formamos sobre nuestra existencia, una cuestión que, en un momento u otro, de forma explícita o borrosa, prácticamente todos nos planteamos. El primero fue cuando Nicolás Copérnico defendió públicamente en su gran libro de 1543, De revolutionibus orbium coelestium, que la Tierra no se encuentra en el centro del, por entonces pequeño, Universo, sino que era el Sol quien ocupaba ese lugar (es cierto que en la Antigüedad Aristarco de Samos había propuesto la misma idea, pero ésta no prosperó). Una consecuencia de tal visión del Universo -de orden psicológico si se quiere, pero con no pocas implicaciones- era que los humanos somos un “producto” en cierto sentido periférico. El segundo de esos momentos tuvo lugar en 1859, con la publicación de El origen de las especies por medio de la selección natural, de Charles Darwin. Basándose en una miríada de datos, en él se argumentaba que la vida es como un árbol, que ha ido creciendo y diferenciándose a través de sus ramas, de las que, a su vez, brotan otras; esto es, que los seres vivos han ido evolucionando desde formas primitivas (o mejor, menos complejas) impulsados por la lucha por sobrevivir en entornos cambiantes. Pero esa evolución, la aparición de nuevas especies, fue un proceso que llevó mucho tiempo.



En la actualidad, sabemos que tampoco el Sol es el centro del Universo, y que es más que probable que existan muchos nichos de vida en otros lugares distintos a la Tierra. Pero, y la evolución de los humanos, ¿continúa produciéndose, y si lo hace tiene lugar en los mismos términos que constató Darwin? La semana pasada ya señalé que estamos en el umbral de una era en la que, mediante técnicas de ingeniería genética, será posible modificar la carga hereditaria que transmitimos a nuestra descendencia. Ahora bien, lo que no está claro actualmente, y es muy probable que tarde en saberse, es si esas “intervenciones genéticas” serán lo suficientemente importantes o numerosas como para que surjan grupos de humanos en los que tales cambios evolutivos sean visibles. Pero este tipo de evolución, diferente de la de Darwin en cuanto a su tempo y orígenes, no es la única posible. De hecho, hace ya tiempo que están en curso otros tipos de evolución humana.



Parecería que los avances biomédicos que se han producido durante el último siglo y medio en realidad han obstaculizado la evolución humana

Por un lado, parecería que los avances que se han producido durante el último siglo y medio en los conocimientos y en las técnicas biomédicas -como vacunas, antibióticos y controles prenatales- para combatir numerosas enfermedades que podrían haber dado origen a cambios evolutivos para defenderse de ellas, en realidad han obstaculizado la evolución humana. Por otro lado está la gran movilidad humana, global, que acaso diluya cualquier variación genética, uniformizando la especie humana. Seguramente, estaría pensando en esto el gran biólogo evolutivo Ernst Mayr cuando escribió en 1963: “No podemos dejar de concluir que la evolución de los humanos se ha detenido repentinamente”. Más adecuado, sin embargo, es lo que sostenía su colega Stephen Jay Gould, quien afirmaba en el 2000 que “la selección natural casi se había hecho irrelevante en la evolución humana”. La clave está en el adjetivo “natural”, porque continuamos evolucionando, sólo que ahora esta evolución es consecuencia de otros factores, no aquellos en los que hizo hincapié Darwin. Es posible, por ejemplo, que las muy extendidas técnicas anticonceptivas (a la cabeza, la “píldora”) y el hecho de que esté aumentando la proporción de hombres con un esperma de baja calidad (con menos de 40 millones de espermatozoides por mililitro, que eran el 15 por ciento de los hombres en la década de 1930, y el 40 por ciento a finales de la de 1990), estén ejerciendo una presión evolutiva en esperma y óvulos para que se desarrollen medidas que incrementen la fertilidad. Acaso una de esas medidas se manifieste en el hecho observado de que en algunas naciones desarrolladas la edad de la menopausia está aumentando, aunque es cierto que esa edad depende de varios factores, entre ellos los avances médicos. Relacionado con esto está el anuncio que acaba de realizar un equipo de investigadores de la Universidad de Columbia en el que señalan que aquellos individuos que llegan más tarde a la pubertad y a la maternidad viven más tiempo (en ellos es menor la frecuencia de una serie de genes perjudiciales, como el asociado al alzhéimer), por lo que este retraso de la fertilidad gozaría de una ventaja evolutiva.



Otro cambio evolutivo, más oculto que se está produciendo, aunque no sabemos qué efectos tendrá sobre nuestra especie, es consecuencia de la lucha en que está empeñada la humanidad desde que Pasteur descubriese en el siglo XIX la naturaleza microbiana de algunas enfermedades, una lucha que tiene como objetivo eliminar tantos microorganismos patógenos como sea posible. Además de los ya mencionados antibióticos (que han provocado que los microorganismos estén evolucionando para defenderse) y de las vacunas, disponemos de otros elementos, como jabones antimicrobianos y desinfectantes de manos, ubicuos en una buena parte de las regiones urbanas. Y también pretendemos esterilizar los entornos donde vivimos. Ahora bien, al profundizar en esta lucha parece que olvidamos los muchos ejemplos de interacciones positivas que existen entre animales y microbios. Nosotros mismos vivimos en íntima, y beneficiosa relación para ambas partes, con unas mil variedades de microbios, lo que se denomina microbioma humano que, a su vez, contiene del orden de 4 millones de genes, frente a los aproximadamente 30.000 que componen el genoma humano. Todavía existen muchas incógnitas en este novedoso campo, pero ya hay evidencias que muestran que: (1) los microbiomas, y el humano entre ellos, han evolucionado con sus huéspedes; (2) existen diferencias entre los microbiomas de especies diferentes e incluso entre poblaciones de humanos distintas; (3) el microbioma de los urbanitas occidentales es el de menor variedad de entre los conocidos hasta ahora. Si nuestro microbioma disminuye y cambia (evoluciona), ¿qué efecto tendrá sobre nuestra evolución?



Encontramos un nuevo ejemplo en la alimentación. Sabemos que en la evolución que condujo al homo sapiens intervino como un factor importante los ajustes a los alimentos disponibles. Si esto es así, habrá que considerar el efecto evolutivo que producirán los cambios globales, y culturales, de las dietas modernas, cambios que incorporan alimentos procesados o bebidas con altas calorías, estrechamente ligados a la plaga pandémica de obesidad, diabetes y enfermedades cardiovasculares. La evolución, no lo olvidemos, tiene como fin eliminar peligros para la supervivencia de la especie, y en su lucha por conseguirlo utiliza tácticas muy diversas. La legítima preocupación por cómo podrá influir la ingeniería genética en el futuro de nuestra especie está aún lejos, pero otras influencias no lo están tanto.