Imagen del Disco de Oro incluido en las Voyager 1 y 2

José Manuel Sánchez Ron recuerda el ambicioso proyecto de los Discos de Oros de las sondas Voyager, nuestro "mensaje en una botella" espacial. En ellos intervienen los púlsares, revolucionario descubrimiento de la investigadora Jocelyn Bell, pionera hoy reconocida, pero olvidada en su día por el Premio Nobel.

Acabo de saber que a finales de año Ozma Records pondrá a la venta una edición especial del Disco de Oro que la NASA envió al espacio en las sondas Voyager 1 y 2, lanzadas, respectivamente, en septiembre y agosto de 1977. Pese a que la Voyager 1 partió después de que lo hiciera su hermana, llegó antes a Júpiter, en marzo de 1979, mientras que la 2 lo hizo en julio. Desde Júpiter, ambas se dirigieron a Saturno, el destino final de la Voyager 1 en el Sistema Solar, no así de la Voyager 2, que continuó su viaje transitando por las cercanías de Urano y Neptuno. En 2012, la NASA anunció que la Voyager 1 había abandonado los confines del Sistema Solar.



De la selección del contenido de los discos se encargó un equipo dirigido por el astrofísico y divulgador Carl Sagan. Son de cobre e incluyen -todo expresado en términos gráfico-científicos que puedan ser comprendidos por otros tipos de inteligencias- información sobre nuestros genes y cerebro, saludos en 55 idiomas, sonidos de orígenes muy diversos (entre ellos los emitidos por elefantes), fotografías de personas de todas las partes del mundo y una hora y media de música procedente de muchas culturas. Sagan reconoció que “una gran parte de nuestro mensaje, quizá la mayoría, será indescifrable. Pero lo hemos enviado porque era importante intentarlo”. Tenía razón, por supuesto, más aún teniendo en cuenta que hasta dentro de 40.000 años no pasará la Voyager 1 por las “cercanías” - ¡1,6 millones de años-luz!- de una estrella, la Gliese 445.



Pero de lo que quiero ocuparme ahora es de uno de los dibujos que aparecen en el disco, en el que se presenta la posición de nuestro Sol con respecto a 14 púlsares. Y lo hago por la utilización de púlsares, un cuerpo celeste totalmente inesperado que descubrió hace 50 años una joven física norirlandesa, Jocelyn Bell (ahora Jocelyn Bell Burnell), mientras utilizaba para su tesis doctoral un radiotelescopio de centelleo que se acababa de montar en Cambridge (Inglaterra); estaba formado por cables suspendidos de un conjunto de postes, dispuestos con geometría rectangular en dieciséis filas de 128 elementos, ocupando un terreno equivalente a 57 pistas de tenis. Bell comenzó sus observaciones en noviembre de 1967 y pronto detectó señales consistentes en pulsos de 0,3 segundos de duración, con un periodo de repetición de unos 1,337 segundos, que se mantenía con extrema precisión.



El radiotelescopio había sido diseñado por el director de tesis de Bell, Anthony Hewish, quien apareció en primer lugar en el artículo en el que se anunció el descubrimiento (Bell le seguía, junto a otros tres miembros del grupo de investigación que habían participado en la construcción del radiotelescopio). La regularidad de las señales era tal que en ese artículo escribieron: "La sorprendente naturaleza de estas señales sugirió inicialmente un origen en términos de transmisión debida a humanos, que podía proceder de sondas del espacio profundo, radares planetarios o de la reflexión de señales terrestres procedentes de la Luna”. La explicación de que eran estos púlsares la proporcionó en 1968 el astrofísico austriaco, afincado desde 1958 en Estados Unidos, Thomas Gold, quien se dio cuenta de que los periodos de las señales eran tan pequeños que exigían una fuente de tamaño muy reducido, como son las estrellas de neutrones -estrellas tan densas que con una masa como la del Sol sólo tienen unos 10 kilómetros de radio-, y que la radiación observada tenía que deberse a su rotación.



A pesar del papel que desempeñó Jocelyn Bell en el descubrimiento de los púlsares, cuando la Academia Sueca decidió, en 1974, otorgar el Premio Nobel de Física a este hallazgo, el galardonado fue Hewish, "por su decisivo papel en el descubrimiento de los púlsares", compartiendo el premio con Martin Ryle, "por sus investigaciones pioneras en radioastronomía". Pocos científicos manifestaron su disconformidad ante el olvido de Bell. Uno de ellos fue mi admirado Fred Hoyle, quien también sufrió -aunque por otras razones- un injustificable “olvido Nobel” cuando en 1983 se le concedió a William Fowler, por sus estudios de nucleosíntesis estelar, campo del que Hoyle había sido pionero, junto al propio Fowler. (Admiro a Hoyle no sólo por la magnífica ciencia que hizo, también por sus libros de divulgación y sus novelas de ciencia-ficción: lean La nube negra).



Pese a este episodio, Bell Burnell ha desarrollado una notable carrera. En julio de este año, para conmemorar el medio siglo de su descubrimiento, el Instituto de Física del Reino Unido otorgó a dame Jocelyn (título honorífico británico para mujeres, equivalente al sir para hombres) la prestigiosa Medalla Presidencial del Instituto, “por sus sobresalientes contribuciones a la Física, a través de sus pioneras investigaciones en astronomía, notablemente el descubrimiento del primer púlsar, y el conjunto de su inigualable liderazgo dentro de la comunidad”. Fue apropiado que la medalla se le entregase durante la Conferencia Internacional de Mujeres en la Física, que se celebró en la Universidad de Birmingham. Allí, Bell Burnell habló de su carrera y de algunos de los obstáculos a los que tuvo que enfrentarse por ser mujer, aunque el hecho de que no compartiese el Premio Nobel, que sin duda merecía, parece que se debió, sobre todo, a su por entonces condición de doctoranda.



Y mientras tanto, por ahí siguen navegando dos naves con un mensaje que seguramente nadie leerá... salvo nosotros, que ya lo conocemos.