Ilustración de la fusión de dos agujeros negros, un evento que puede generar ondas gravitacionales. Foto: NASA

Especial: Lo mejor del año

La ciencia no tiene patria, pero los científicos sí (la cita, no literal, es de Louis Pasteur), y a la hora de presentar los avances científicos que considero más destacados del año que ahora termina, siento una sensación extraña: celebrar lo mejor de la ciencia de 2017, pero hacerlo desde un país cuyos gobernantes continúan dando muestras de que la ciencia les importa poco. Podrán decir lo contrario, pero el hecho es que el sistema español de I+D (Investigación y Desarrollo) ha perdido en 2017 un 35% de su presupuesto comparado con el que recibió en 2009, lo que significa que cuenta con 11.000 investigadores menos que en 2010.



Estructuralmente, la Secretaría de Estado de Investigación, Desarrollo e Innovación, responsable -cito de su página web- "de las políticas de investigación científica y técnica, desarrollo e innovación, incluyendo la dirección de las relaciones internacionales en esta materia y la representación española en programas, foros y organizaciones internacionales y de la Unión Europea de su competencia", depende del Ministerio de Economía, Industria y Competitividad. Seguramente su responsable máximo, el ministro Luis de Guindos, habrá mencionado a la ciencia en alguno de sus discursos, pero no creo que muchas veces, una carencia imperdonable en la persona de quien depende la elaboración de las políticas necesarias para que España pueda disfrutar de una mejor situación económica, pero no solo ahora sino también en el futuro. Y es imperdonable porque de la excelencia científica y tecnológica de un país depende una gran parte de su economía, lo que quiere decir situación, calidad de vida y empleos de su ciudadanía. Y estamos hablando de un futuro que en realidad ya es presente. Y no olvido, por supuesto, la responsabilidad del presidente del Gobierno. Tal y como van las cosas, parece que gran parte de nuestras esperanzas están puestas en el turismo, es decir, en ser un país de servicios. Este es mi primer (triste, no novedoso) hito de 2017.



En el ámbito de los avances de la ciencia, que es seguramente lo que a ustedes, queridos lectores, les interesa, cansados tal vez de escuchar y leer tanto de política, en mi opinión lo más destacado han sido desarrollos de técnicas ya existentes, de dos en particular: CRISPR, el sistema de edición genética que permite modificar un genoma, cortar y pegar con una precisión sin precedentes; y la "astronomía gravitacional" (¿graviastronomia?), basada en la detección de ondas gravitacionales, que ya está en marcha en el observatorio LIGO. Ambas técnicas -de las que traté anteriormente en estas páginas- han abierto la puerta a descubrimientos que llenarán páginas durante muchos años. Su impacto será similar a lo que sucedió cuando se introdujeron, en torno a 1970, las técnicas de cortado y pegado de trozos de ADN, conocidas como "ADN recombinante", de las que nacieron la biotecnología y la ingeniería genética; y al desarrollo, especialmente a partir de la década de 1950, de la radioastronomía, que permitió descubrir objetos y fenómenos del Universo antes insospechados. Con CRISPR, este año se ha conseguido eliminar un tipo de enfermedad hereditaria en embriones humanos; concretamente, corregir el gen que provoca una miocardiopatía hipertrófica, dolencia del corazón que puede provocar la muerte súbita. No dudo que se conseguirá pronto lo mismo con otras enfermedades, como apuntan los muy recientes resultados sobre diabetes, distrofia muscular y enfermedad renal aguda realizados en ratones.



Si en 2016 se inauguró la astronomía gravitacional, al recibir las ondas producidas por el choque de dos agujeros negros, en agosto de este año LIGO detectó la radiación gravitacional procedente de la colisión de dos estrellas de neutrones, y 1,7 segundos después de que se recibiese la señal en LIGO, el telescopio espacial "Fermi", de la NASA, detectó rayos gamma procedentes de la misma región del espacio en la que se había producido ese choque cósmico. Hace unas semanas, Kip Thorne, uno de los tres laureados con el Premio Nobel de Física 2017 por sus trabajos en LIGO, manifestó que dentro de 30 o 40 años, si no antes, la astronomía gravitacional permitirá explorar el nacimiento del Universo.



Un resultado impresionante, algo más alejado de ese primer instante, unos 690 millones de años después del Big Bang, es el descubrimiento anunciado a primeros de este mes por un grupo de astrofísicos del Observatorio de Las Campanas, al norte de Chile: el del cuásar más lejano jamás detectado. Los cuásares (del inglés, quasar: quasi-stellar radio source) son fuentes de radiación electromagnética producidas, se cree, por la caída de materia en agujeros negros supermasivos existentes en el núcleo de galaxias muy alejadas. El agujero negro asociado al cuásar observado ahora tiene una masa 800 millones de veces superior a la de nuestro Sol.



Menos "cósmico", pero no menos interesante en tanto que concierne a los orígenes de nuestra especie, es lo que un grupo europeo-marroquí de científicos ha encontrado en la localidad de Jebel Irhoud (Marruecos): los restos más antiguos de Homo sapiens registrados hasta la fecha. Su antigüedad es de entre 300.000 y 350.000 años, lo que sitúa el origen del hombre moderno fuera del África subsahariana y antes de lo que se pensaba.



Justo es también recordar que el 15 de septiembre finalizó la misión "Cassini-Huygens", cuando, tras veinte años de vida, el orbitador "Cassini" se desintegró al entrar en la espesa atmósfera que rodea a Saturno. Mucho hemos aprendido con esta misión de Saturno, del anillo que lo rodea y de algunas de sus lunas, en especial de Titán, donde aterrizó la sonda "Huygens" en enero de 2005; y de Encélado, donde "Cassini" identificó géiseres de hielo en los que detectó la presencia de dióxido de carbono y de hidrógeno molecular, que sugiere que se producen reacciones químicas capaces de sustentar vida. Asimismo, encontró variaciones en medidas gravitacionales que se interpretan como debidas a la existencia de un gran océano de agua líquida de unos 10 kilómetros de profundidad, debajo de una enorme capa de hielo, de entre 30 y 40 kilómetros de espesor, en el que, tal vez, exista vida microbiana. El futuro dirá.