Enrico Fermi en una de sus clases
Sánchez Ron vuelve sobre una de las figuras esenciales de la ciencia de todos los tiempos: el físico italiano Enrico Fermi. El académico se detiene en la peripecia existencial de quien sería uno de los máximos expertos en estadística cuántica y de quien participaría en el Proyecto Manhattan.
Al regresar de Italia a Chicago en septiembre de 1954 Fermi se sometió a un análisis con rayos X. Estos sugirieron que sus males se podían deber bien a una "congestión del esófago" o a un cáncer. Había que operarle para ver de cuál de las dos posibilidades se trataba. Y resultó la peor: metástasis de un cáncer de esófago, con un pronóstico de seis meses de vida, que resultaron ser bastante menos. No es imposible, por cierto, que el cáncer se debiese a las radiaciones a las que había estado sometido a lo largo de su carrera.
Al día siguiente a la operación, el eminente astrofísico nacido en Lahore, Pakistán, futuro Premio Nobel de Física en 1983, Subrahmanyan Chandrasekhar, colega suyo en Chicago, le visitó en el hospital. "Fue, por supuesto, muy difícil para nosotros saber qué decir o cómo iniciar una conversación", recordaría años después Chandrasekhar, "cuando todos sabíamos lo que había mostrado la operación. Fermi resolvió la triste situación mirándome y diciéndome: Nada esencialmente nuevo le puede suceder a un hombre que haya pasado los cincuenta y la pérdida no es tan grande como uno pudiera pensar. Ahora dime, ¿la próxima vez seré un elefante?".
Dos detalles resaltan de lo que dijo Fermi. El primero, su serenidad y, aunque fuera agridulce, sentido del humor, adecuado a la cultura hindú ("¿la próxima vez seré un elefante?"). Semejante serenidad contrasta con la reacción, menos de tres años más tarde, de otro de los gigantes de la ciencia del siglo XX, el matemático (y muchas otras cosas más) John von Neumann, cuando se dio cuenta de que le quedaba poco tiempo de vida (como Fermi, falleció a la edad de 53 años, víctima también de un cáncer). Su viejo amigo, el físico Eugene Wigner, escribió que "cuando Von Neumann se dio cuenta de que estaba incurablemente enfermo, su lógica le forzó a concluir que él dejaría de existir y por consiguiente de tener pensamientos. Sin embargo, esta es una conclusión cuyo contenido completo es incomprensible para el intelecto humano y que, por consiguiente, le horrorizó. Rompía el corazón ver la frustración de su mente, cuando desapareció toda esperanza, en su lucha con el destino que se le aparecía como inevitable e inaceptable".
Enfrentados a la conciencia de un final inminente e inevitable, los humanos -todos los humanos, los científicos, profesionales de la lógica y el rigor, al igual que los que se dedican a otros menesteres- reaccionan de muy diferentes maneras, no importa que ese final sea por enfermedad o impuesto. El día antes de ser guillotinado, el 8 de mayo de 1794, Antoine-Laurent de Lavoisier, el hombre a quien se debe que la química dejase de tener los pies (alquímicos) de barro, escribió a un primo suyo que "había disfrutado de una vida razonablemente larga, y de bastante éxito, y creo que mi memoria será acompañada con algunos lamentos, acaso con alguna gloria. ¿Qué más podría haber deseado pedir? Los sucesos de los que me encuentro rodeado probablemente me evitarán los inconvenientes de la vejez". Era aún más joven que Fermi o Von Neumann. Tenía 50 años.
El segundo detlle de la conversación de Fermi con Chandrasekhar se refiere a su manifestación de que "nada esencialmente nuevo le puede suceder a un hombre que haya pasado los cincuenta y la pérdida no es tan grande como uno pudiera pensar". En la ciencia está muy extendida la creencia de que la creatividad científica, la verdaderamente importante y original, se da en los cerebros jóvenes -al parecer, aún lo suficientemente dúctiles y con escasas ataduras de conocimientos pasados-. En su maravillosa Apología de un matemático (1940), que publicó cuando tenía 63 años, G. H. Hardy (recuperada recientemente por Capitán Swing) escribió: "Newton abandonó las matemáticas a los cincuenta años, y había perdido su entusiasmo por ellas mucho antes […] Galois falleció a los veintiún años, Abel a los veintisiete, Ramanujan a los treinta y tres, Riemann a los cuarenta". Y aunque reconocía que Gauss -podía haber mencionado también a, por ejemplo, Euler- había realizado grandes trabajos a una edad posterior, encontraba argumentos suficientes para añadir: "No conozco ningún caso de un importante avance matemático cuyo descubrimiento haya sido empezado por un hombre que haya pasado de los cincuenta años de edad".
Galois, Abel, Ramanujan, matemáticas, juventud, resuenan en nuestros oídos y mentes con una música especial. Merece la pena que me detenga en ellos y en si es cierta esa conexión entre juventud y creatividad científica, así como si, de ser así, esto se aplica también a otras ciencias. La semana que viene trataré de ello.