Christian Berkel interpreta a Fritz Haber en la película Haber, de Daniel Ragussis
Además de la habitual cita con Sánchez Ron -que esta semana aborda el legado del químico Fritz Haber-, entrevistamos al también químico Omar Yaghi, que ha sido reconocido con el Premio Fronteras del Conocimiento en Ciencias Básica por sus avances en la llamada Química Reticular.
Pero nada en este mundo nuestro es ajeno a lo que sucede en él, y si no nos dejamos ofuscar por situaciones particulares y consideramos el conjunto, eso que denominamos "historia", comprobaremos que no existen compartimentos estancos, aislados de cosas como la política mundial, o lo que se suele denominar "espíritu del tiempo".
No es difícil encontrar ejemplos notorios en este sentido. Ahora que acaba de fallecer Philip Roth, el autor de, entre otras obras, la Trilogía americana, no son pocos los que cuestionan que Bob Dylan recibiese el Premio Nobel de Literatura mientras que Roth no.
Y si pensamos en el Premio de la Paz, en su nómina encontramos nombres admirables (Martin Luther King, Albert Schweitzer, Nelson Mandela, Rigoberta Menchú, el Comité Internacional de la Cruz Roja o Amnistía Internacional) junto a otros más cuestionables (Henry Kissinger, Yasser Arafat, Isaac Rabin), así como un hombre al que admiro, Barack Obama, quien lo recibió en 2009, cuando apenas llevaba ocho meses ocupando la presidencia de Estados Unidos. Se premió, imagino, lo que éste prometía, no tanto lo que había hecho. Pero, por muy grande que sea mi comprensión y admiración, no puedo olvidar la fotografía, tomada el 1 de mayo de 2011, en la que Obama asistía en directo, junto a miembros de su equipo (Hillary Clinton entre ellos), al ataque que condujo a la muerte de Osama bin Laden.
Y es que aunque sé que se trata de casos muy diferentes -¿cómo comparar a Miguel Servet con Bin Laden, a ellos y a "sus circunstancias"?-, me viene a la mente aquello que escribió Sébastien Castellio después de la ejecución de Servet por los calvinistas en Ginebra el 27 de octubre de 1553 y que recordó maravillosamente el gran (en todos los sentidos) Stefan Zweig en Castellio contra Calvino (Acantilado), apropiadamente subtitulado Conciencia contra violencia: "Matar a un hombre no es defender una doctrina, es matar a un hombre".
Sin prentender establecer un patrón común en ejemplos como los de Dylan y Obama, y los muy diferentes a estos de Kissinger, Arafat o Rabin, es fácil encontrar en todos ellos razones (circunstancias políticas, ambientes culturales, expectativas de futuro) por las que la Fundación Nobel les premió. La pureza, esa virtud tan elusiva, suele compartir protagonismo con otros atributos menos ejemplares.
En ciencia, uno de los ejemplos más notorios de lo complicado que es establecer fronteras se encuentra en el químico alemán Fritz Haber (1868-1934), a quien se le otorgó el Premio Nobel de Química correspondiente a 1918, esto es, hace ahora 100 años (en realidad, se le concedió en 1919, ya que el del año anterior no había sido otorgado por la situación política: la Primera Guerra Mundial terminó aquel año). Lo recibió, según se decía en la comunicación oficial "por la síntesis del amoniaco a partir de sus elementos" (nitrógeno e hidrógeno).
Ante la pregunta de si ese logro era puramente científico o tenía implicaciones de otra índole, hay que señalar que los vegetales necesitan grandes cantidades de nitrógeno, que es su principal materia nutritiva, y que aunque el aire contiene cantidades de nitrógeno, en principio ilimitadas, no puede ser directamente aprovechado por las plantas, obteniéndolo de manera directa únicamente aquellos vegetales (principalmente leguminosas) que conviven simbióticamente con ciertas bacterias capaces de convertir el nitrógeno atmosférico en amoníaco. Es por esto por lo que en agricultura se necesita recurrir a abonos nitrogenados.
Antes de la aportación de Haber -que necesitó ser desarrollada en lo que se conoce como "proceso de Haber-Bosch- se utilizaban abonos naturales, como los famosos nitratos de Chile, pero la posibilidad de disponer de nitratos producidos artificialmente daba una nueva dimensión a la agricultura. Y Alemania se benefició particularmente de ello, ya que durante la Primera Guerra Mundial se vio imposibilitada de acceder a los nitratos naturales.
Hasta aquí, no hay nada que implique que la concesión del Premio Nobel a Haber pudiese ser criticada con demasiados argumentos, más aun teniendo en cuenta que él era uno de los líderes reconocidos de la químico-física mundial. El problema es que Fritz Haber ha pasado también a la historia como el principal responsable de la introducción de la guerra química durante la que, antes de que hubiese que numerarlas, se conoció como Gran Guerra. Utilizó sus conocimientos químicos para fabricar en su laboratorio gases irritantes que el ejército alemán utilizó por primera vez el 22 de mayo de 1915. Aquel día una gran nube de cloro, procedente de más de cinco mil cilindros de acero, se dirigió hacia las posiciones francesas en el saliente de Ypres.
En su comunicado, la Academia Sueca de Ciencias había calificado a la síntesis del amoníaco como "un medio extraordinariamente importante para el desarrollo de la agricultura y el bienestar de la humanidad", y felicitaba al profesor alemán por este "triunfo en el servicio de su país y de la humanidad". Una misma persona, sirviendo a su profesión y a su nación, esencialmente con los mismos mecanismos, producía resultados que podían servir para calificarle tanto de benefactor de la humanidad como de criminal de guerra: el 7 de febrero de 1920, los aliados presentaban una lista de "criminales de guerra" con 895 nombres, que incluía, entre príncipes, militares y comandantes de submarinos, al capitán y Consejero Privado del Estado, el profesor Fritz Haber.