Pääbo, en la gala de los Premios Princesa de Asturias el pasado octubre

Svante Pääbo y Arnold Sommerfeld protagonizan el artículo de Sánchez Ron, centrado en los premios y en los trabajos no reconocidos con galardones importantes, como es el caso del físico alemán, uno de los padres de la mecánica cuántica.

Premiar, recompensar por algo, "especialmente por un mérito o un servicio", como reza el diccionario de la Real Academia Española, es una actividad humana con una muy larga tradición. Premiar -y castigar- forma parte de cómo nos educan desde pequeños, casi se podría decir que en realidad constituye uno de los mecanismos que sirven a la evolución de las especies, puesto que la naturaleza también se ofrece espontáneamente, de forma natural, a premiar. En más de un sentido son "los premiados", aquellos que consiguen privilegios accesibles en la naturaleza, los que sobreviven en "la lucha por la supervivencia" de la que hablaba Charles Darwin. Sin embargo, no es de esos premios, en los que otros -y otras especies- se quedan por el camino, de los que quiero tratar ahora, sino de galardones que los humanos han creado para reconocer méritos excepcionales. Seguí por televisión el acto de entrega de los Premios Princesa de Asturias 2018. Disfruté mucho: que se reconozca el talento, esfuerzo y generosidad para con otros es un acto admirable. Me emocionó el discurso de la periodista mexicana Alma Guillermoprieto, premio de Comunicación y Humanidades. Mientras la escuchaba recordé lo que Thomas Jefferson escribió el 16 de enero de 1787 al militar y estadista de Virginia, Edward Carrington: "Como nuestro sistema político está basado en la opinión pública, si yo tuviera que decidir entre un país con gobierno y sin periódicos y un país con periódicos pero sin gobierno, no dudaría un momento en quedarme con la segunda posibilidad". Periódicos, claro, en los que las noticias y comentarios estén basados en investigaciones serias e imparciales, como las que Guillermoprieto ha realizado a lo largo de su carrera. Disfruté también con las intervenciones del filósofo Michael Sandel, premio de Ciencias Sociales, y de la oceanógrafa Sylvia Earle, premio de la Concordia. ¡Ojalá su llamamiento en defensa de la salud de los océanos no sea un canto al Sol! Y lamenté que no hablase el paleogenetista Svante Pääbo, quien tanto nos ha enseñado acerca de nuestra naturaleza con sus estudios sobre el genoma de los neandertales y demostrando la presencia de restos de esos genes en nuestro propio acerbo genético. La ciencia podría haber tenido así más protagonismo en el acto de Oviedo.



Soy consciente de que aunque los que reciben un premio, cualquier premio, se lo merezcan -también sé que no siempre es así-, otros, asimismo merecedores de reconocimiento, se quedan al margen. Al pensar en esto, recordé el caso de un físico alemán muy distinguido, que contribuyó de manera destacada a la creación de ese monumento imperecedero que es la mecánica cuántica, y de cuyo nacimiento el 5 de diciembre próximo se cumplirán 150 años: Arnold Sommerfeld (1868-1951). No creo equivocarme si supongo que a la mayoría de quienes leen estas líneas el nombre de Sommerfeld les resultará desconocido. Más familiar será sin duda el de Werner Heisenberg, a quien se debe la primera formulación de la mecánica cuántica (1925), y tal vez hayan oído hablar de otros como Wolfgang Pauli, Hans Bethe, Felix Bloch o Peter Debye, los cuatro Premios Nobel de Física o, Debye, de Química, los cuatro discípulos de Sommerfeld. Y puede que también conozcan a Linus Pauling, Isidor Rabi y Max von Laue, todos estudiantes posgraduados de Sommerfeld, que igualmente recibieron la llamada de Estocolmo. La escuela que Sommerfeld creó en Múnich fue un semillero de físicos más que notables: no es posible escribir la historia de la física cuántica sin mencionarlos; incluso un español, el espectroscopista Miguel Catalán, el único español que aparece en los libros que reconstruyen la historia de la física cuántica -por su descubrimiento en 1921 de los multipletes- se relacionó con él.



Pero Sommerfeld no fue solo un maestro excelso, también fue un científico que realizó un buen puñado de aportaciones sobresalientes a la física. De entre ellas recordaré únicamente cómo mejoró, introduciendo la teoría especial de la relatividad, el modelo atómico que Niels Bohr propuso en 1913; su teoría de la conductividad de los metales, y su libro de 1919 (actualizado en sucesivas ediciones) sobre la teoría atómica y las líneas espectrales, considerado durante largos años como la Biblia de la física atómica. Sommerfeld no recibió un Premio Nobel, aunque estuvo propuesto muchas veces. Seguramente, fue el único de las grandes figuras de la física cuántica que no alcanzó esa distinción, que sí obtuvieron otros protagonistas "menores" de la revolución cuántica. Bastantes, de hecho, porque cuando surge una nueva gran teoría científica aparecen numerosas oportunidades de desarrollarlas encontrando fenómenos o teorías sorprendentes, el caldo de cultivo para pasar a la, pequeña o grande, "posteridad" y recibir premios como el Nobel.



Arnold Sommerfeld vivió en tiempos convulsos. No fue nazi y se comportó con una precavida dignidad que le permitió sobrevivir. Vio, no obstante, como algunos de sus mejores discípulos se perdían para Alemania. Uno de estos fue Hans Bethe, el gran físico nuclear (entre sus contribuciones figura su teoría sobre la nucleosíntesis estelar), que emigró a Estados Unidos, donde se instaló en la Universidad de Cornell. En 1947, Sommerfeld, próximo a jubilarse, escribió a Bethe ofreciéndole ser su sucesor en Múnich. La respuesta de Bethe es conmovedora a la vez que aleccionadora. "Me agradó y honró mucho", escribió, "que haya pensado en mí como su sucesor. Si pudiera hacer desaparecer todo lo que ha sucedido desde 1933, me haría muy feliz aceptar esta oferta. Sería maravilloso regresar al lugar en el que aprendí física de usted, y en donde aprendí a resolver problemas cuidadosamente. Y donde después, como su ayudante y privatdozent, tuve lo que probablemente haya sido el periodo más provechoso de mi vida científica. Sería maravilloso intentar continuar su obra y enseñar a alumnos de Múnich de la misma forma en que usted lo ha hecho siempre". "Desgraciadamente", continuaba, "no es posible borrar los últimos 14 años. Para nosotros, los que fuimos expulsados de nuestros puestos en Alemania, no es posible olvidar. Los estudiantes de 1933 no querían aprender física teórica conmigo (y era un grupo numeroso de estudiantes). Aún en el caso de que los estudiantes de 1947 piensen de otra manera, no puedo fiarme de ellos". No es posible borrar el pasado. Ni olvidarlo. Sólo perdonarlo.