El Tesla Roaster forma parte de la misión del Falcon Heavy
La investigación científica no se detiene nunca. Los resultados que consigue pueden ser grandes o pequeños, trascendentales o prescindibles, pero es como una escalera por la que se va avanzando peldaño a peldaño, un ascenso que normalmente no permite nuevas vistas, esas asociadas a lo que se denomina "revoluciones científicas". En este aspecto, el año que ahora acaba ha sido como la mayoría: se ha progresado, se han obtenidos resultados sólidos, interesantes, pero no sorprendentes. Pensemos, por ejemplo, en lo que el equipo dirigido por Juan Carlos Izpisúa consiguió: reprogramar células de una herida en ratones, de manera que la piel se regeneró. La trascendencia de esto es grande, ya que abre la puerta a la posibilidad no solo de curar heridas de gran extensión - como quemaduras- sin tener que recurrir a trasplantes, evitando así el peligro de rechazos, sino también a la de regeneración de órganos. Se trata, sin duda, de un gran logro, de uno de los hitos de la ciencia de 2018, que permanecerá en la memoria científica, pero ¿no era esperable que se consiguiera? Y, ¿duda alguien de que no se tardará demasiado en extender esta técnica a los humanos?También reseñable, pero no sorprendente, es que el equipo encabezado por Viviane Slon y Svante Päabo haya conseguido desentrañar el genoma de una joven (tendría unos 13 años cuando murió) que vivió hace más de 50.000 años, concluyendo que la madre pertenecía a la especie de los neandertales mientras que el padre era denisovano (como los neandertales, otra de las especies Homo). Maravilla que se haya conseguido realizar una secuenciación genética a partir de un fragmento de hueso obviamente muy deteriorado, pero sabemos desde hace tiempo de los cruzamientos fértiles entre especies no demasiado diferentes a la nuestra: nuestro propio genoma, el de los homo sapiens, contiene entre el 2 y el 4 por ciento de genes de neandertales.
Tampoco me sorprende algo que también era de esperar. Me refiero a la entrada de la iniciativa privada en la exploración del espacio. El 6 de febrero, Space X, la compañía privada fundada en 2002 por el magnate de Silicon Valley Elon Musk, lanzó al espacio, desde el Centro Espacial Kennedy de Cabo Cañaveral, un coche descapotable rojo-cereza -el modelo Roadster- de la marca Tesla (fabricante de vehículos eléctricos), utilizando para ello un cohete Falcon Heavy, actualmente el más potente del mundo. Uno de los fines del lanzamiento era publicitar el coche (sentado al volante, iba un maniquí vestido de astronauta), pero mucho más importante fue que de los tres lanzadores del cohete se recuperaron enseguida dos, que cayeron verticalmente en el mismo Centro Kennedy del que partieron. Esto significa un ahorro extraordinario en los gastos, que favorecerá enormemente la exploración espacial. Que el primer paso haya llegado de un "particular", me recuerda lo que sucedió con el Proyecto Genoma Humano, que recibió un gran impulso cuando un innovador biólogo molecular, Craig Venter, que había fundado en 1998 una compañía comercial denominada Celera Genomics, entró en competencia con quienes desde "lo público" habían creado el proyecto. Las técnicas que introdujo Venter acortaron radicalmente la duración temporal prevista para descifrar el primer mapa genómico humano. La celeridad es una necesidad para quienes no disponen de la posibilidad de obtener fondos públicos. Y una de las consecuencias de la celeridad es, o puede ser, la innovación.
Hasta hace no mucho tiempo, si hubiera habido que apostar por cuál será la organización responsable de la primera misión que transportará humanos a Marte, la mayoría lo habríamos hecho en favor de la estadounidense NASA, de una agencia estatal China o, acaso aunque menos probable, de la europea ESA. Ahora esa apuesta ha perdido mucho valor. ¿Es bueno que así sea? No lo sé; la empresa privada busca sobre todo beneficios materiales, algo que con frecuencia lleva consigo una explotación desorganizada y desenfrenada. El tiempo dirá.