Tabla periódica mural sobre la fachada de la facultad de Químicas de la Universidad de Murcia.
En el año en el que se cumplen 150 años de la Tabla Periódica Sánchez Ron recuerda la peripecia de Mendeléiev a la hora de componerla. "Los nombres de sus elementos esconden una geografía, científica pero también política, de la química", explica sobre el hito del investigador ruso.
Desentrañar la génesis de un descubrimiento científico suele ser tarea incierta, tantos son los factores que pueden intervenir en la mente del creador. Mendeléiev no es una excepción, pero en el caso de la Tabla Periódica es posible identificar algunas circunstancias que influyeron en el proceso que le condujo a ella, circunstancias que tienen que ver con su biografía. Nacido en Siberia, ciertamente no el mejor de los lugares entonces para estudiar una carrera científica, Mendeléiev estudió en el Instituto de Pedagogía de San Petersburgo (la Universidad de esa ciudad no lo aceptó; por su origen, como tampoco lo había hecho antes la de Moscú), destacando lo suficiente como para que el gobierno le concediese una beca para ampliar sus estudios de química en Heidelberg (Alemania). Allí, en 1859, consiguió un puesto en el laboratorio del famoso químico Robert Bunsen, pero lo importante es que tuvo la oportunidad de participar en un congreso -el primero de carácter internacional en la historia de la Química- que se celebró en septiembre de 1860 en Karlsruhe, al que asistieron 140 químicos de todo el mundo, entre ellos los más destacados, para tratar de clarificar nociones básicas de la química pero que, sin embargo, estaban sumidas en la confusión.
EN 1861, regresó a San Petersburgo donde en octubre de 1867 obtuvo una cátedra de Química en la Universidad. Y este es el, o uno de los puntos clave, para comprender cómo llegó a la Tabla Periódica. Uno de los cursos cuya enseñanza tuvo que asumir fue el de Química Inorgánica, que seguía una gran cantidad de alumnos pues era obligatorio para todos los estudiantes de la Facultad de Ciencias Naturales. Para facilitar su tarea, Mendeléiev buscó algún libro que pudieran utilizar los alumnos, pero no encontró ninguno en ruso: todos eran anticuados, y desde luego ninguno incorporaba desarrollos recientes como los que habían provocado la reunión de Karlsruhe, y tampoco contaba con capítulos sobre apartados como las técnicas de espectroscopia, o los nuevos elementos químicos descubiertos. Se puso entonces a escribir él mismo un libro de texto. Inmerso en este trabajo, en enero de 1869 se dio cuenta de que tenía un serio problema: había enviado a la imprenta el primer volumen de lo que sería su libro Osnov khimii (Principios de Química), estaba contento con cómo lo estaba desarrollando, pero aquel tomo únicamente trataba de ocho elementos químicos; quedaban, por consiguiente, cincuenta y cinco por presentar en el segundo volumen previsto. Claramente, necesitaba algún principio organizador de los elementos químicos que le permitiera simplificar la discusión. Esto es lo que le llevó a la Tabla Periódica de los elementos.
La necesidad de disponer de semejante organización la habían sentido otros antes que él: en 1864, el químico inglés John Alexander Newlands descubrió que cuando se colocaban los elementos siguiendo el orden de sus pesos atómicos, a partir del octavo elemento los ocho siguientes mostraban propiedades muy similares a los ocho anteriores (“ley de las octavas”). Esto representó el primer reconocimiento del principio de periodicidad en la serie de los pesos atómicos, pero la comunidad química no apreció el resultado y Newlands no intentó desarrollarlo más. En el curso de sus esfuerzos por encontrar un principio unificador para su tratado químico, Mendeléiev se dio cuenta también de este hecho y, con la decisión de un revolucionario, resolvió algunos problemas que aparecían inmediatamente: el orden en cuestión se rompía en ocasiones y para evitarlo incluyó cuatro “huecos” (con el símbolo “?”) para restaurarlo. La idea que subyacía era que debían existir algunos elementos aún desconocidos. En 1871, predijo la existencia de tres de esos elementos, llegando a señalar sus propiedades más destacadas (incluyendo el peso atómico aproximado). Estas predicciones se vieron confirmadas pronto: en 1875, el francés Paul de Boisbaudran anunciaba el descubrimiento del galio (ekaboro para Mendeléiev); en 1879, el sueco Lars Nilson hacía lo propio con el escandio (ekaluminio), y en 1886 el alemán Clemens Winkler descubría el germanio (ekasilicio).
Los nombres que acabo de mencionar ya revelan algo de lo mucho que esconde la Tabla Periódica. Ésta es, por supuesto, expresión de una ley general de la naturaleza, la del orden que existe en los elementos químicos (se conocen en la actualidad 118, como expliqué en otro de mis artículos en estas páginas, aunque se está trabajando para “fabricar” los números 119 y 120), una ley que Mendeléiev descubrió a partir del conocimiento empírico de las propiedades de esos elementos y que en la década de 1920 Niels Bohr explicó en términos de su composición atómica, pero esta Tabla maravillosa aporta también otras cosas. Los nombres de sus elementos esconden una geografía, científica pero también política, de la química. Lo diré una vez más, imitando a Pasteur: “la ciencia no tiene patria, pero los científicos sí”. Consecuentemente, detrás de cada cuadrado de esa Tabla -el “hogar” de cada uno de los elementos- se pueden encontrar historias magníficas. Encontrarlas o imaginarlas. Como hizo el inolvidable Primo Levi en su El sistema periódico.
Por cierto, la Academia Sueca de Ciencias no consideró a Mendeléiev digno de recibir el Premio Nobel de Química, que se concedió por primera vez en 1901. O si lo consideró (fueron muchas las propuestas en su favor), esperó demasiado. ¡Qué cosas!