Viñeta de Marie Curie, de Alice Milani, publicado por Nórdica
La sombra de Marie Curie es alargada. Y lo es no sólo porque su recuerdo y su ejemplo perduren en el tiempo, lo que además de necesario es justo, sino porque continúan apareciendo publicaciones de todo tipo dedicadas a, o relacionadas con, su biografía. Hace unos años Rosa Montero la utilizó en una de sus novelas, La ridícula idea de no volver a verte (Seix Barral), en la que la biografía de la propia autora y la de la científica corrían por senderos paralelos, hasta el punto de que surge la pregunta de si no fue Curie una excusa para que Montero lidiara con sus sentidas vivencias, algo, por otra parte, no infrecuente en la literatura, donde la personalidad del escritor no suele ser ajena a los contenidos, aunque no siempre podamos apreciarlo fácilmente.Ahora, la científica que convirtió el fenómeno de la radiactividad en una rama floreciente de la física es protagonista de un género literario actualmente en alza: el cómic. Se trata de Marie Curie (Nórdica), de Alice Milani. Es digna de reflexión esta irrupción de los cómics. ¿Ayudan realmente a comprender a la persona o asunto al que están dedicados? Desde luego algo ayudan, pero las lagunas que se producen en la reconstrucción suelen ser grandes, importantes y difícilmente evitables. En el caso del mencionado cómic sobre Marie Curie, probablemente es el lector ya informado quien puede comprender más cabalmente su contenido. Y algo muy parecido es lo que sucede con otro cómic reciente dedicado a la ciencia: Los diálogos. Conversaciones sobre la naturaleza del universo (Debate), de Clifford V. Johnson, aunque éste es mucho más completo en sus contenidos científicos. ¿Significa lo que estoy diciendo que desdeño este género? No, entiendo que tiene sus virtudes y que puede favorecer el acceso a la cultura científica. En realidad, la reaparición del cómic es consistente con el mundo actual, en el que iconos e imágenes han adquirido un protagonismo que en otros tiempos se limitaba, especialmente, a la época de la infancia y primera juventud. Es el mundo de los emoticonos. Pero no olvidemos que, aunque "una imagen vale más que mil palabras", la palabra escrita induce, poco o mucho, a reflexionar, a formar y expresar pensamientos propios; a, en definitiva, sumergirse en la senda del pensamiento simbólico y la lógica discursiva, habilidades que figuran entre las mejores facultades de los humanos. Pero hoy no quiero insistir en este punto, por mucho que lo considere de gran importancia y cuyas repercusiones futuras ignoramos, sino en un apartado de la biografía de Marie Curie cuya actualidad, lejos de disminuir con el tiempo, ha aumentado, puesto que actualmente son muchas las mujeres que, afortunadamente, se dedican -o quieren dedicarse- a la ciencia (lo mismo se puede aplicar a prácticamente cualquier profesión): la necesidad de compatibilizar su trabajo con la maternidad.
En las notas autobiográficas que compuso a petición de unos amigos norteamericanos, Marie Curie (Escritos biográficos, Edicions UAB, 2011) se refirió explícitamente a este asunto: "La cuestión de cómo cuidar a nuestra pequeña Irène y de la casa sin renunciar a la investigación científica se volvió acuciante. La posibilidad de desentenderme del trabajo habría sido una renuncia muy dolorosa para mí, que mi marido ni siquiera contempló […]. Ninguno de los dos estábamos dispuestos a abandonar algo tan precioso como la investigación compartida". La solución en su caso fue contar con la ayuda del padre de Pierre, que al enviudar se fue a vivir con ellos, y de una sirvienta, pero, añadía Marie "yo me encargaba de todo lo relacionado con la niña", salvo cuando estaba en el laboratorio. Irène nació en septiembre de 1897, en un momento complicado de su carrera científica: fue entonces cuando comenzó sus investigaciones sobre la radiactividad, que le llevaron el año siguiente a descubrir, con la ayuda de su marido, dos nuevos elementos químicos radiactivos, el polonio y el radio, por lo que recibió, compartido con Pierre y Henri Becquerel, quien había descubierto la radiactividad, el Premio Nobel de Física correspondiente a 1903."La cuestión de cómo cuidar a nuestra pequeña Irène se volvió acuciante. Ninguno estábamos dispuestos a abandonar la investigación". Marie Curie
Como bien saben todos aquellos que han tenido hijos, éstos enferman. Y el matrimonio Curie no se libró, por supuesto, de tales situaciones: "las cosas solo se complicaban en casos extraordinarios, como cuando la niña estaba enferma y las noches en vela interrumpían el curso de la vida cotidiana". Sin embargo, semejantes complicaciones no arredraron a los Curie y en diciembre de 1904 nació su otra hija, Ève. Podría continuar dando detalles de cómo Marie Curie compatibilizó su carrera científica con la vida familiar -a partir de 1906, sin la ayuda de Pierre, que falleció aquel año, víctima de un accidente-, pero sería absurdo tratar de comparar cómo lo hizo ella con cómo lo pueden hacer ahora las mujeres. Ni todas tienen la fortaleza o la disposición al sacrificio (tampoco tienen por qué tenerla) de la física polaca, o las facilidades de que pudo beneficiarse. Lo único que pretendo con estas líneas es recordar las dificultades a las que, entonces y ahora, tienen que enfrentarse en sus trabajos las mujeres, las científicas entre ellas. Y llamar la atención sobre esta dimensión de la biografía de Marie Curie, que no quiso, a pesar de los problemas que ello implicaba, renunciar a formar una familia. También fue grande por ello, una grandeza que han compartido y comparten muchas otras científicas, no importa que no hayan dejado una huella tan profunda en la ciencia como ella.
Sus esfuerzos se vieron recompensados. Irène también se dedicó a la investigación, y ganó el Premio Nobel de Química de 1935, compartido con su marido, Frédéric Joliot. Durante la Primera Guerra Mundial realizó tareas humanitarias junto con su madre, conduciendo un vehículo equipado con material radiológico para fines médicos, con el que se movieron por las cercanías de los frentes de batalla. Fue, asimismo, una mujer comprometida socialmente: a mediados de la década de 1930 desempeñó diversos cargos políticos. Ève no se dedicó a la ciencia: concertista de piano primero, después fue corresponsal de guerra para Paris-Presse y otros periódicos durante la Segunda Guerra Mundial. Después emigró a Estados Unidos. Allí se casó, en 1954, con Henri Labouisse, que fue director de UNICEF (durante su mandado esta organización recibió el Premio Nobel de la Paz), organización para la que Ève sirvió en alguna ocasión de embajadora.