Imagen que ilustra la portada de Historia de las abejas (Siruela)

Sánchez Ron analiza la importancia de los insectos en nuestro planeta recorriendo algunas filias y fobias personales en torno a estos animales. También las preferencias de algunos de los grandes científicos de la historia, como Darwin con los escarabajos o William D. Hamilton con los Coprophanaeus.

Detesto a la mayoría de los insectos (las mariposas son una de las pocas excepciones, pero no sus parientes lepidópteros, las polillas). No ignoro que aparecieron -hace entre 425 y 385 millones de años- mucho antes que los mamíferos, clase a la que los humanos pertenecemos y que comenzaron su propio camino hace unos 280 millones de años. Sé lo abundantes que son esos invertebrados: sus diferentes especies (se han descrito alrededor de un millón, y puede que queden aún entre 10 y 30 millones por descubrir) acaso constituyan en torno al 90 % de las formas de vida existentes en la Tierra. No ignoro las funciones beneficiosas que cumplen en el mantenimiento de los ecosistemas; es bien sabido, por ejemplo, el papel que las abejas desempeñan en la polinización de innumerables plantas, y que la creciente desaparición que se está detectando de ellas a nivel mundial -consecuencia de la pérdida de hábitats, uso de pesticidas, contaminación y calentamiento global- constituye una inmensa tragedia. No es difícil encontrar datos acerca de la desaparición de las abejas, pero yo recomiendo que se lea una novela magnífica, en la que imaginación y realidad se combinan produciendo un escenario, o mejor un panorama futuro, estremecedoramente plausible: Historia de las abejas (Siruela, 2016), de la noruega Maja Lunde.



En un estudio reciente, publicado en la revista Biological Conservation, firmado por Francisco Sánchez-Bayo -un español que se doctoró en la Universidad Autónoma de Madrid y que ahora trabaja en la Universidad de Sídney- y Kris Wyckhuys, de la también australiana Universidad de Queensland, se estima que el 40 % de las especies de insectos se encuentra en riesgo de desaparición. El número de especies de lepidópteros ya ha disminuido en un 53 %, y los ortópteros, entre los que se incluyen los saltamontes y los grillos, en un 50 %. Como se concluye en este artículo: "Es urgente repensar las prácticas agrícolas que se emplean actualmente, en particular reducir mucho la utilización de pesticidas con prácticas más sostenibles y ecológicas, para ralentizar o revertir las tendencias presentes, permitiendo que se recuperen las poblaciones de insectos ahora en declive y salvaguardar los vitales servicios que prestan a los ecosistemas".



Todo esto es verdad, pero aun así, insisto, no me gustan los insectos, ni siquiera esas moscas de las que con añoranza escribió el buen don Antonio Machado: "Moscas de todas las horas, / de infancia y adolescencia, / de mi juventud dorada / de esta segunda inocencia, / que da no creer en nada". En mi lista de odios se encuentran las cucarachas, uno de los insectos que sin duda sobrevivirían en caso de que se produjese un "invierno nuclear", como explicaron Carl Sagan y Richard Turco en un libro cuyo recuerdo todavía me produce escalofríos: Un efecto imprevisto. El invierno nuclear (1990). Sí, si el futuro se tornase inhóspito para los humanos las cucarachas figurarían entre los sobrevivientes.



Sé que el rechazo a los insectos no es universal -sí lo es hacia las serpientes-, y que tiene mucho de cultural, como demuestran los usos alimentarios en algunos países asiáticos, africanos e iberoamericanos que para la mayoría de los europeos resultan repugnantes. Para la mayoría, pero no para todos. En la autobiografía que Charles Darwin escribió en torno a 1876, "por si pudiera interesar a mis hijos o a los hijos de éstos", recordaba, refiriéndose a sus años de (mal) estudiante en la Universidad de Cambridge: "Durante el tiempo que pasé en Cambridge no me dediqué a ninguna actividad con tanta ilusión, ni ninguna me procuró tanto placer como la de coleccionar escarabajos". Y como prueba de su entusiasmo recolector recordaba: "un día, mientras arrancaba cortezas viejas de árboles, vi dos raros escarabajos y cogí uno en cada mano; entonces vi a un tercero de otra clase, que no me podía permitir perder, así que metí en la boca el que sostenía en la mano derecha. Pero, ¡ay!, expulsó un fluido intensamente ácido que me quemó la lengua, por lo que me vi forzado a escupirlo, perdiendo este escarabajo, y también el tercero".



La palabras de Darwin me admiran, y veo en ellas al obseso perseguidor de datos en los que finalmente basó su Teoría de la Evolución de las Especies, pero no me emocionan tanto como las que escribió el británico William D. Hamilton (1936-2000), uno de los más importantes biólogos evolutivos del siglo XX ("el oráculo de la naturaleza" se le llamó), en un autobiográfico y conmovedor artículo, publicado en el año 2000 en la revista Ethology, Ecology & Evolution. En ese escrito, significativamente titulado "El entierro que deseo y por qué", después de recordar una de sus estancias en los bosques de Brasil, cuando encontró debajo de las plumas de una gallina muerta un raro tipo de escarabajo, del género Coprophanaeus, Hamilton abría su corazón manifestando: "En mi testamento dejaré una suma para que lleven mi cuerpo a Brasil, a estos bosques. Se dejará allí, de manera segura contra las zarigüellas y los buitres, y este gran escarabajo Coprophanaeus me enterrará. Entrará, enterrará, vivirá en mi carne; y en la conformación de sus hijos y los míos escaparé de la muerte. No quiero gusanos ni sórdidas moscas, zumbaré en la oscuridad como un gran abejorro".



Más cercanas en el tiempo, y más radicales, aunque no relativas a insectos, son las experiencias que un polifacético inglés, Charles Foster, ha plasmado en un libro que la editorial Capitán Swing acaba de publicar: Ser animal. "Este libro", explica el autor justo al comienzo, "es una tentativa de ver el mundo desde la altura de los tejones de Gales, de los zorros londinenses, de las nutrias del Parque Nacional de Exmoor, de los vencejos de Oxford y de los ciervos escoceses y del suroeste de Inglaterra; un intento de aprender qué supone arrastrarse o descender en picado por un paisaje que es fundamentalmente olfativo o auditivo más que visual". Para ello, Foster nadó, se arrastró, se enterró o, como relata cuando quiso ser como un tejón, se abrió "camino a fuerza de mordiscos, lametones, náuseas, olfateos y paseos a cuatro patas".



Como vemos, existen muchas formas de entender, de unirse a la vida existente en la naturaleza. De todas aprendemos. Y ojalá que nos ayuden a comprender que debemos preservarlas.