James Mason en La caída del imperio romano, de Anthony Mann

Sánchez Ron relaciona historia, civilización y cambio climático a través de los trabajos de Kyle Harper, Luca Cavalli-Sforza, Edward Gibbon o Geoffrey Parker. "La Tierra ha sido y sigue siendo una atestada plataforma para los asuntos humanos, tan inestable como la cubierta de un barco", señala Harper.

En su último libro, Las personas de la historia (Turner, 2017) la distinguida historiadora canadiense Margaret MacMillan escribía: "El material a partir del que se construye el pasado por parte de los historiadores se ha vuelto cada vez más ecléctico: ahora usamos los hallazgos de la arqueología, la biología o la antropología. Leemos las inscripciones y las efigies de las tumbas, las monedas o los cuadros. Analizamos las actas de los tribunales, de la hacienda o del gobierno. Y para los episodios históricos más recientes nos servimos de todo tipo de fuentes, desde los periódicos hasta las películas pasando por Twitter". También añadía que es preciso recurrir a "las voces individuales, que nos den el sentimiento y la textura del pasado, y la descripción y las historias de su gente". Ciertamente, los pilares en los que se asienta la reconstrucción histórica más que eclécticos son abrumadoramente numerosos, como, por otra parte, cabe esperar puesto que ¿qué es la historia sino el deseo de producir un vasto marco en el que nada de lo relevante que sucedió en el pasado quede marginado? Son muchos, muchísimos, los elementos que hay que tomar en cuenta. Y aunque antropología y arqueología necesitan de una base científica, la lista que, sin duda a modo de ejemplo ofrecía MacMillan, no da a las otras ciencias la importancia que tienen para la historia, salvo por la referencia a la biología, algo, por supuesto, justificado. Pensemos, sin ir más lejos, que los huesos por su tamaño, forma y cicatrices dejan un registro accesible de salud y enfermedades pretéritas, o lo mucho que nos dicen las muestras ancestrales -o más recientes- de ADN, como mostró en algunos libros el no hace mucho fallecido Luca Cavalli-Sforza. De hecho, cada vez es mayor la penetración de la ciencia en la historia. Sabemos, por ejemplo, que no es posible comprender un periodo tan decisivo en la historia de la humanidad como el de la Revolución Industrial sin prestar atención a la máquina de vapor, en sus inicios un producto tecnológico fruto de los esfuerzos -básicamente de "prueba y error"- de artesanos o mecánicos, como Denis Papin (1647-1712?), Thomas Savery (1650?-1715), Thomas Newcomen (1663-1729) o James Watt (1736-1819), pero que para poder progresar terminó necesitando la base científica de los intercambios de calor-energía, cuya búsqueda inició un joven francés: Sadi Carnot (1796-1832). Consciente de las consecuencias económicas y políticas de la industrialización, en 1819 Carnot se planteó el problema de optimizar el rendimiento de las máquinas de vapor, produciendo finalmente una pequeña, pero seminal, memoria titulada Reflexiones sobre la potencia motriz del fuego y sobre las máquinas adecuadas para desarrollar esta potencia (1824). Con ella comenzó realmente lo que finalmente cristalizaría en una rama de la física, la termodinámica, que se ocupa de los intercambios de energía. Y si se trata de ofrecer ejemplos de cómo los avances científicos condicionan a la humanidad, ninguno más cercano y evidente que la física cuántica, uno de cuyos "hijos", el transistor (inventado en 1947), constituye el pilar en el que se basa la globalizada civilización actual.



No resulta difícil entender el fuerte componente científico-tecnológica de épocas como las que acabo de mencionar, pero ¿y si nos alejamos más en el tiempo, a, por ejemplo, el Imperio romano? Se acaba de publicar un libro, El fatal destino de Roma (Crítica), de Kyle Harper, significativamente subtitulado ‘Cambio climático en el fin de un imperio', que incide en este punto. "La mayoría de las crónicas sobre la caída de Roma", escribe Harper, "se han cimentado en la gigantesca y tácita suposición de que el medio ambiente constituía un telón de fondo estable e inerte para la historia. Como subproducto de nuestra necesidad urgente de comprender la historia de los sistemas terrestres y gracias a los vertiginosos avances en nuestra capacidad para obtener datos sobre el paleoclima y la historia genómica, sabemos que esta historia es errónea". Y, en una declaración con obvias implicaciones para el momento presente, el del cambio climático, añade: "No solo es errónea, es inmodesta e inquietamente errónea. La Tierra ha sido y sigue siendo una atestada plataforma para los asuntos humanos, tan inestable como la cubierta de un barco en una borrasca violenta". De hecho, el clima -relacionado con la situación geográfica del Imperio- no influyó solo en la caída romana, también lo hizo en su expansión inicial, que coincidió con un periodo climático, templado, húmedo y estable, conocido como Óptimo Climático Romano. Por cierto, un dato apenas estudiado, que refuerza este tipo de relaciones históricas, es el que entonces se produjo un "despegue" parecido en China, durante la dinastía Han.



No pretende este libro, no podría pretender, reducir la historia imperial romana a la del clima. Es imposible obviar otros elementos (políticos, militares, económicos), pero sí es importante resaltar que la historia no es ajena al marco geográfico y climático en el que tienen lugar los sucesos que estudia. Tampoco se le debe asignar prioridad en introducir la influencia del clima en las reconstrucciones históricas, ya que fue considerado en obras anteriores al libro de Harper, como La pequeña Edad de Hielo: cómo el clima afectó a la historia de Europa, 1300-1850 (Gedisa, 2009) de Brian Fagan, o El siglo maldito. Clima, guerras y catástrofes en el siglo XVII (Planeta, 2013) del gran hispanista Geoffrey Parker. Y lo mismo cabría decir de otro de los asuntos que trata, el de las implicaciones que el clima tuvo en la aparición y propagación de enfermedades, cuestión para la que todavía se puede aprender mucho del pequeño gran libro de William McNeill, Plagas y pueblos (Siglo XXI, 1976), aunque sí que hay que adjudicar a Harper el mérito de haberse alejado mucho más en el tiempo que otros estudios, así como la mayor riqueza en los datos y consideraciones científicas que maneja.



Tratar del Imperio romano sin recordar la maravillosa Historia de la decadencia y caída del Imperio romano (1776-1789) de Edward Gibbon es casi imposible. La calidad literaria, riqueza de datos y detalles, pasión y respeto por el legado de aquel imperio que transmite Gibbon permanecerán, espero (aunque desgraciadamente ya no con tanta convicción), en el futuro, pero para comprender realmente cómo llegó a existir y a desaparecer semejante imperio hace falta mucho más de lo que aquel sabio y sensible historiador británico nos dejó.