He asistido recientemente a una de las representaciones que se están realizando en el Teatro de la Abadía de la obra de Michael Frayn, Copenhague. He disfrutado con ella. Las actuaciones de Malena Gutiérrez, en el papel de Margrethe, la esposa de Niels Bohr, Emilio Gutiérrez Caba (Bohr) y Carlos Hipólito (Werner Heisenberg) son espléndidas. Para aquellos que lo desconocen, la obra está basada en un asunto sobre el que los historiadores de la física del siglo XX han escrito repetidas veces, y sobre el que no existe un acuerdo generalizado: la visita que Heisenberg (alemán) hizo a Bohr (danés) en septiembre de 1941, aprovechando una serie de conferencias sobre astrofísica que aquél pronunció en el recientemente establecido Instituto Alemán de Cultura de Copenhague, ciudad de residencia de Bohr. Las conferencias formaban parte, evidentemente, del deseo de promover la cultura alemana. Ambos científicos habían mantenido una estrecha y afectuosa amistad desde hacía casi dos décadas, pero en 1941 Heisenberg ya no era el joven físico que había pasado tiempo en el Instituto de Física dirigido por Bohr en la capital danesa; ahora, lo quisiera o no, visitaba a su antiguo mentor como ciudadano prominente de Alemania, la nación que había invadido Dinamarca. Y no era un ciudadano a secas, sino un físico que estaba trabajando en Alemania en un proyecto para explorar las posibilidades de la fisión del uranio, entre ellas su utilización para la fabricación de bombas de poder nunca antes alcanzado. La obra de Frayn se centra en lo que Heisenberg y Bohr pudieron hablar durante esa visita. ¿Intentó aquél obtener información sobre lo que Bohr podía saber de los trabajos aliados en aquel campo, o conocer su opinión técnica sobre la fisión? O, la cuestión más delicada, ¿le transmitió Heisenberg sus dudas morales –si es que las tenía– acerca de dotar a Hitler de semejante arma?
La sombra de lo que Heisenberg pudo haber querido obtener de Bohr para favorecer los intereses de Alemania, un país que amaba profundamente, le persiguió el resto de su vida. Él se esforzó por argumentar que su liderazgo fue instrumental en retrasar el proyecto nuclear germano, que él no quería que Hitler dispusiera de una bomba atómica. Pero como todo aquello que entra en el resbaladizo dominio de las interpretaciones, difícilmente pueden extraerse conclusiones firmes. Y no se debe olvidar que los científicos no son seres inmunes a los sentimientos patrióticos.
En Copenhague, y como si fuera un viaje de ida y vuelta en el tiempo y en el espacio, Frayn juega con todas las posibilidades, con todas las argumentaciones. Después de todos esos argumentos y contraargumentos, y aunque comprendamos a las dos partes, yo creo que en la obra Heisenberg sale bastante bien parado, que la duda de lo no demostrado, de que una persona es inocente mientras no se pruebe lo contrario, le beneficia. Me llevaría un espacio del que no dispongo articular mi opinión –en la que Heisenberg no sale tan bien parado–, únicamente quiero señalar aquí, para los que deseen explorar con mayor profundidad este fascinante episodio, que en febrero de 2002 el Archivo Niels Bohr difundió once documentos que arrojan alguna luz sobre el asunto, y que se pueden consultar en la página web del Archivo (también aparecen en un libro publicado en 2005: Michael Frayn’s Copenhagen in Debate. Historical Essays and Documents on the 1941 Meeting Between Niels Bohr and Werner Heisenberg.
Entre esos documentos figuran cartas que Bohr y Heisenberg se intercambiaron posteriormente, algunas nunca enviadas, testigos mudos, pienso, del dolor que el recuerdo avivaba entre dos antiguos amigos íntimos. Una de esas cartas no enviadas (parece que data de 1957) la escribió Bohr. Estaba pensada como respuesta a una carta de Heisenberg que apareció en la primera edición en danés (1957) del libro de Robert Jungk (publicado originalmente en alemán en 1956 bajo el título Heller als Tausend Sonnen, y más conocido por su traducción al inglés, Brigther than a Thousand Suns) en la que aquél intentaba, como en otras ocasiones, exonerarse. Merece la pena recordar su contenido. “Personalmente”, escribió allí Bohr, “recuerdo cada palabra de nuestras conversaciones, que tuvieron lugar en un trasfondo de extrema tensión y tristeza para nosotros aquí en Dinamarca. En particular, produjo una fuerte impresión tanto en Margrethe como en mí, y en todos los del Instituto con los que los dos hablasteis, que tú y [Carl von] Weizsäcker [colaborador de Heisenberg, que había estado antes en Copenhague] expresaseis vuestra firme convicción de que Alemania ganaría la guerra, y que por tanto no tenía sentido que mantuviésemos la esperanza de que se produjese un resultado diferente en la guerra y que nos mantuviésemos reticentes con relación a todas las ofertas alemanas de cooperación. También recuerdo con bastante claridad nuestra conversación en mi despacho del Instituto, en la que en términos vagos hablaste de una manera que solamente me podría producir la firme impresión de que, bajo tu liderazgo, se estaba haciendo en Alemania todo lo necesario para desarrollar armas atómicas, y que dijiste que no era necesario hablar sobre los detalles ya que estabas completamente familiarizado con ellos y habías pasado los dos últimos años trabajando de forma más o menos exclusiva en tales preparaciones. Escuché esto sin decir nada ya que todo esto implicaba tanto para la humanidad que, a pesar de nuestra amistad personal, teníamos que ser considerados como representantes de bandos enfrentados en un combate mortal. Que mi silencio y gravedad, como escribes en la carta, pudiese ser tomado como una expresión de sorpresa ante tus informes de que era posible fabricar una bomba atómica es un mal entendimiento, bastante peculiar, del que debe ser responsable la gran tensión de tu mente”. Y añadía: “Desde el día, tres años antes, en que me di cuenta de que neutrones lentos podían producir la fisión del uranio 235 y no del 238, se me hizo evidente que se podría fabricar una bomba con determinados efectos separando estos dos uranios”.
No envió la carta, y es que, como escribió Ludwig Wittgenstein al final de su Tractatus Logico.-Philosophicus, “De lo que no se puede hablar hay que callar”.