Vuelve a hablarse de Santiago Ramón y Cajal, ahora porque el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) ha anunciado que, ¡por fin!, va a instalar un “museo” dedicado a su memoria en uno de los edificios de su campus principal, en la calle Serrano de Madrid. Leo que las autoridades del Consejo prefieren hablar de “sala de exposición”, dada “la falta de ambición” de lo que se va a instalar, y dónde se hará: en una sala de 220 metros cuadrados. Que se hable de “falta de ambición” cuando se trata de Cajal, de lejos el científico más importante que ha dado España y uno de los grandes –bajo cualquier vara de medir– de la historia de la ciencia universal, resulta, digamos, chocante, más aún para una institución de la envergadura del CSIC, el organismo público de investigación más grande de España.
Dicho lo cual, mejor esto que mantener la situación en la que se encontraban los materiales cajalianos, depositados –por razones que aún se discuten– en el CSIC, en concreto en el Instituto Cajal, especializado en neurobiología. Ignoro cuál ha sido en los últimos (no muchos) años la situación del legado Cajal en ese Instituto, pero conozco de primera mano el sentimiento de propiedad, de exclusividad, que mostraron en el pasado algunos miembros destacados de ese centro. Y también que, por lo que yo sé, no se ha dado todavía respuesta a lo que, en mi opinión el mejor conocedor de la vida y obra de Cajal, Juan Fernández Santarén, desgraciada y prematuramente desaparecido en 2015, afirmaba en el Epistolario (Esfera de los Libros) que publicó en 2014. Allí, este profesor de la Universidad Autónoma de Madrid señalaba que “la inmensa mayoría de las cartas escritas o recibidas por Cajal y almacenadas en sus archivos [en el Instituto Cajal] están, a fecha de hoy, desaparecidas. Mi estimación del número de cartas ‘perdidas’ es de al menos 12.000”.
Entre los materiales que alberga el CSIC, se encuentran, además de la correspondencia citada, una gran cantidad de los maravillosos dibujos histológicos en los que Cajal, un magnífico dibujante, reproducía lo que observaba con su microscopio, así como placas de las numerosas fotografías que realizó (fue un pionero de esa técnica y arte) y diversos objetos, por ejemplo, algún microscopio de los que utilizó o el diploma del Premio Nobel de Medicina que recibió en 1906.
Junto a la buena noticia –por más que sea matizable– de la pronta inauguración de una sala de exposiciones dedicada a Cajal (a la que sumará un museo en el Colegio de Médicos de Madrid), he tenido conocimiento de otras que distan mucho de ser felices. Me refiero al destino que ha sufrido la casa que Cajal construyó –un palacete al lado del Museo Nacional de Antropología, en la calle Alfonso XII, 64 de Madrid–, donde vivió y también trabajó. Los herederos lo vendieron a finales de 2014 y está siendo troceado y habilitado con el fin de convertirlo en seis viviendas de lujo. Siendo esto malo, lo peor, lo dramático, la vergüenza familiar y nacional, es que un número importante de objetos y libros pertenecientes a Cajal, que, se ha anunciado, en algunos casos contienen anotaciones del propio Cajal, terminaron en el Rastro madrileño y más tarde, según se ha sabido, la mayoría revendidos por un anticuario, una de esas personas que, como Andrés Trapiello o Juan Manuel Bonet, acostumbran a ir allí temprano los domingos para ver lo que encuentran.
Lo dramático es que un número importante de objetos y libros de Cajal (en algunos casos con anotaciones) terminaron en el rastro
Imaginen, amigos lectores, que se hubiera producido una situación de algún modo análoga con, digamos, Cervantes; que se supiera que existían actualmente en algún lugar privado de España materiales relevantes que le pertenecieron, y que estos terminasen como lo han hecho los de Cajal. Impensable, ¿verdad? El Estado, el ministerio de Cultura, acaso algún mecenas o quien fuera, habría intervenido. Pues bien, en ciencia Santiago Ramón y Cajal es como Miguel de Cervantes. Y era bien sabido –para quienes querían saber, y dudo mucho que aquellos que tenían obligación de saberlo, como el ministerio de Cultura, no estuviesen informados– la existencia de esos documentos y objetos y el peligro que corrían. Hay un punto, creo, en el que los derechos familiares deben dejar paso a los nacionales.
Otra manifestación de la “desidia” (cierto es que no pocas veces estimulada por los exasperantes problemas que planteaban algunos de los herederos de Cajal) es la ausencia de una edición completa de sus escritos, dibujos y correspondencia. Una edición que cumpla con los requisitos actuales de rigor científico e histórico, lo que incluye anotaciones rigurosas. Existen, o están aún publicándose, cuidadas ediciones de las obras y/o correspondencias de científicos como Newton, Lavoisier, Euler, Lagrange, Faraday, Maxwell, Gauss, Darwin, Poincaré, Bohr o Einstein. Y, como decía antes, Cajal pertenece a ese exclusivo club: es imposible escribir la historia de las neurociencias sin incluir, en un apartado muy destacado, su nombre y obra, la teoría neuronal, en la que identificó un tipo especial de célula, las neuronas, como la unidad discreta que transmite señales en el cerebro.
Los derechos literarios de Cajal han pasado recientemente al dominio público, con lo que ya no deberían existir problemas como los aludidos. El CSIC, que además posee un Servicio de Publicaciones que a lo largo de su historia ha editado libros magníficos (su contribución a la historia de la cultura y ciencias de la naturaleza y sociales, está todavía por escribir y reconocer), debería asumir esta tarea, o mejor, misión.
A la memoria de mi amigo Juan Fernández Santarén, que no tuvo que ver –la muerte a veces puede ser compasiva– el destino de muchos de los objetos que pertenecieron a su admirado Santiago Ramón y Cajal.