No he olvidado que en estas mismas páginas ya he tratado de los insectos, pero la reciente publicación de un libro que considero extraordinario, El mosquito. La historia de la lucha de la humanidad contra su depredador más letal (Ediciones B), de Timothy C. Winegard, me anima a volver sobre ellos, estrictamente sobre uno de sus grupos, el de los mosquitos. Son varias las familias a las que se llama mosquitos, pero la más común, a la que popularmente nos referimos como “mosquitos”, es la de los culícidos, de la que forman parte, entre otros, el género de los anófeles, bien conocidos porque varias de sus especies transmiten el parásito Plasmodium, que produce la malaria en los humanos.
Como bien conocen mis lectores –a veces pienso que, disfrazado bajo diferentes ropajes, no hablo nunca de otra cosa– sostengo que no se puede entender bien la historia de la humanidad si no se incluye a la ciencia y a su hermana, la tecnología. Pero cuando se repasa la bibliografía relativa a la historia universal, se observa que está dominada por estudios de personajes (entre los que destacan políticos y gobernantes), por trasuntos económicos, o por guerras, civiles (¿) o religiosas. Es cierto que en los últimos tiempos han hecho su aparición estudios que tratan de explicar cambios sociales que tuvieron lugar en el pasado en base a los cambios del clima que condicionaron los modos de subsistencia de las sociedades, obligándolas a modificar sus hábitos. Tal vez la aparición de historias de este tipo no sea sino una consecuencia ante la, en realidad, constancia de que por una causa análoga, pero esta vez producida por nuestra acción, la humanidad se verá pronto obligada a cambiar sus modos de vida, en algunos casos también sus domicilios (el aumento del nivel del mar, las
sequías…). Me refiero, claro está, al cambio climático. Porque eso que llamamos “cultura”, sus manifestaciones y orientaciones, los temas a los que se da preferencia, dependen fuertemente del zeitgeist, del “espíritu del tiempo”. Lo que significa, al menos en parte, que no existen demasiados patrones –¿valores?– independientes del tiempo y del espacio (lugar y comunidad a la que se pertenece).
"Estamos en guerra con el mosquito. Un ejército de 110 billones patrulla cada centrímeto del globo". T. C. Winegard
Me gustan los libros que desde la primera línea atrapan la atención. Y el arranque de El mosquito pertenece a esta clase: “Estamos en guerra con el mosquito. Un revoloteador e incontenible ejército de 110 billones de mosquitos enemigos patrulla cada centímetro del globo excepto la Antártida, Islandia, las Seychelles y un puñado de islas de la polinesia Francesa”. Sí, y es una guerra que resulta muy difícil de ganar, aunque a veces parezca que se está logrando. Y digo “parezca” porque la capacidad de los mosquitos para evolucionar, desarrollando resistencia a los productos químicos que creamos para combatirlos, es grande. Existen evidencias de que evolucionan más rápidamente que los humanos. Y el caso del DDT (dicloro-difenil tricloroetano), que se utilizó profusamente en agricultura y para matar insectos transmisores de enfermedades como la malaria o la fiebre amarilla, constituye un buen ejemplo: en 2014 un estudio internacional, con participación española, detectó una mutación en el mosquito anopheles funestus que le hacía resistente al DDT.
El DDT constituye un ejemplo magnífico de la ambivalencia de la ciencia. Por razones más que justificadas, su uso indiscriminado sufrió el ataque de Rachel Carson en su libro de 1962, Primavera silenciosa, en el que lo denominaba “elixir de la muerte”, porque al ser tan utilizado se había introducido en prácticamente todos los recovecos de la vida, humana y animal. Un ataque que finalmente condujo a que, alrededor de 1972, se introdujeran prohibiciones drásticas a su uso agrícola, aunque no se eliminó como agente controlador de mosquitos: ha salvado muchos millones de vidas.
Los mosquitos, por consiguiente, evolucionan biológicamente, y lo hacen más rápidamente que los humanos. Pero nosotros también lo hacemos, a pesar de que nos cueste más tiempo. Y este hecho ha tenido consecuencias en la historia, específicamente en lo que podría denominarse “biogeografía”. Debido a que África es un continente en el que existen ancestralmente mosquitos capaces de transmitir enfermedades, muchos africanos disponen de resistencia genética a la malaria y a la fiebre amarilla. Son los descendientes de los que, por los mecanismos aleatorios de las mutaciones genéticas, se hicieron inmunes a esos males y al hacerlo sobrevivían y terminaron siendo la proporción más abundante de la población africana. Fue esta característica lo que impulsó que cientos de miles de africanos fueran secuestrados y vendidos como esclavos en América, para sustituir bien a los genéticamente indefensos europeos que se establecían allí, o a los trabajadores indígenas que, además de sufrir de semejante indefensión, estaban siendo diezmados por la acción de los colonizadores. La actual población americana del norte y de las islas del Caribe, especial pero no únicamente, sería muy diferente sin aquel trasiego étnico.
El caso anterior constituye un ejemplo temprano de las consecuencias biológicas de los movimientos poblacionales intensos, pero la magnitud de aquéllos movimientos resulta insignificante si se compara con lo que sucede en la actualidad. En 2018, por ejemplo, pasaron por los aeropuertos del mundo 4.300 millones de pasajeros. Y con ellos, al igual que con los que utilizaron otros medios de transporte, circularon por todo el mundo una amplia variedad de enfermedades, algunas relativamente nuevas, como el zika, producto de la sempiterna evolución biológica que experimentan las estructuras vivas más sencillas (virus, bacterias), y para las que la especie humana no está preparada.
No faltan quienes piensan que en el fondo los mosquitos son un instrumento para controlar el aparentemente imparable aumento de la población mundial: como explicó Thomas Malthus a finales del siglo XVIII, si las especies animales crecen exponencialmente y los recursos alimenticios lo hacen linealmente, el resultado es confrontación. La lucha por la supervivencia. ¡Ay!