Si mis cuentas son correctas, este artículo hace el número doscientos de los que he escrito desde comencé mi aventura en El Cultural. Y digo aventura porque cuando la inicié –el 2 de octubre de 2015– no imaginaba, lo confieso, que la mantendría tanto tiempo. Y no por dudas acerca de esta revista, sino porque no estaba nada seguro de que fuese capaz de abordar asuntos relacionados con la ciencia durante muchas semanas. De la calidad, habilidad o interés de lo que he escrito en estos años, ustedes, amables lectores, dirán, pero lo que sí deseo señalar en esta pequeña recapitulación, es que temas no me han faltado. Y no me quiero adjudicar el mérito, que corresponde al abrumador dinamismo en el mundo actual de la ciencia y de su hermana la tecnología.
Aprovecho para recordar que no siempre es posible diferenciar ciencia y tecnología, mundos cognitivos y operativos que pueden interaccionar mutuamente de manera tan estrecha que ha dado origen a una nueva disciplina, la “tecnociencia”, de la que la biotecnología constituye un ejemplo canónico: aporta a la biología, entendida como ciencia, la tecnología-industria. En cualquier caso, ya sea bajo el ropaje nominal de ciencia, tecnología o tecnociencia, lo que es innegable es que ellas condicionan, y a menudo configuran, nuestras vidas y sociedades. El móvil y sus crecientes “habilidades” (potencia, funciones y aplicaciones) no es sino un sencillo ejemplo de ello, seguramente el más aparente para la mayoría de las personas, pero esconde detrás, en sus alambicados interiores y redes por las que circulan sus señales, deslumbrantes universos científicos (física de los materiales, mecánica cuántica, matemáticas…) y tecnológicos. En realidad, nos encontramos en el umbral de un mundo en el que ciencia y tecnología estarán mucho más presentes, un mundo al que me he referido a menudo en estas páginas, el de la Inteligencia Artificial y la Robótica que, aliadas, se introducirán en nuestras vidas en formas que podemos imaginar, puesto que ya lo han hecho en la manufactura industrial, en la medicina o a través de nuestros móviles, a los que no solo preguntamos constantemente, sino que también se constituyen en una especie de gurús que tratan –con bastante éxito– de guiar nuestros gustos en todos los campos. Ahora que tanto se habla de influencers, los robots “inteligentes”, aunque ocultos a nuestra vista, son probablemente mejores que esas personas que utilizan las redes sociales apoyándose en espectaculares fotografías.
Cuando repaso los temas sobre los que he ido escribiendo durante estos ya más de cuatro años, encuentro algunos logros particularmente importantes, de los que en mi opinión constituyen momentos “de ruptura” con el pasado. El que más impresión me ha causado (tal vez por mi formación de físico) ha sido la detección el 11 de febrero de 2016 de radiación gravitacional en el sistema LIGO (Observatorios de Interferometría Láser para Ondas Gravitacionales). Las ondas detectadas procedían de un acontecimiento cósmico nunca antes observado, la colisión de dos agujeros negros, con lo que, además, la existencia de estos misteriosos objetos cósmicos recibía una importante confirmación. El comienzo de la astrofísica de ondas gravitacionales ha abierto una nueva ventana para el estudio del Universo, una situación comparable a la que tuvo lugar en la década de 1930, cuando a partir de los experimentos pioneros de Karl Jansky nació la radioastronomía. Si con ésta se descubrieron cuerpos como cuásares o púlsares, ¡quién sabe lo que se hallará con esa nueva tecnociencia!
Nos encontramos en el umbral de un mundo en el que ciencia y tecnología estarán mucho más presentes
Quiero destacar, asimismo, el avance que han experimentado las técnicas para detectar exoplanetas, cuya “población” ha incrementado sustancialmente. Acaso durante lo que me queda de vida pueda ser testigo de una noticia que espero desde hace tiempo: la detección de vida en nuestra galaxia. No digo vida “inteligente”, entre otras razones porque ¿qué queremos decir con ese adjetivo?, ¿es nuestro tipo de “inteligencia” el único que puede existir? Y si hay otros tipos, ¿cómo reconocerlos?
Las ciencias biomédicas han sido también fuente de constantes y abundantes logros. Son tantos que no sabría destacar uno en particular, únicamente señalaré que entre sus principales polos figura el desarrollo de técnicas que permitan “intervenir”, modificándolo (con buenas intenciones, como erradicar males), el cuerpo humano. Especialmente notable ha sido la técnica CRISPR, un sistema de edición genética que permite modificar, cortar y pegar en genomas con una precisión sin precedentes y con poco coste económico.
No pocas veces he tratado de la física cuántica, una de las principales “manos que mecen la cuna” de nuestra civilización, en la que el transistor y los diversos dispositivos electrónicos y ópticos que le siguieron constituyen elementos imprescindibles en el funcionamiento de infinidad de instrumentos con los que nos relacionamos cada día. Pero la aplicación de una de las propiedades de la física cuántica se resistía: la computación cuántica. Mientras que en la computación clásica, la que ahora utilizamos, la información se almacena en bits (0,1), en la cuántica la base son los qubits (quantum bits; cúbits en castellano), con los que se tiene un número mucho mayor de unidades para procesar-almacenar en una computadora. La idea ha estado presente desde hace tiempo y son varios los equipos que pretenden conseguir su aplicación práctica, una tarea extremadamente compleja. El pasado octubre Google anunció que había dado un paso importante en su desarrollo, al construir una computadora cuántica, o mejor un prototipo, que es capaz de realizar en 200 segundos tareas que a la computadora actual más poderosa llevaría, según ellos, 10.000 años realizar. Aunque han surgido críticos que cuestionan el logro de Google, de lo que no hay duda es de que se avanza en un dominio cuya culminación tendrá enormes consecuencias, económicas, tecnológicas, científicas y sociales.
Y no he mencionado una cuestión de la que he tratado muchas veces: el calentamiento global, sus causas y posibles soluciones. Pero es que no me apetece finalizar esta ocasión celebratoria con una nota triste, o mejor frustrante.