Recordamos a los científicos más eminentes por lo que aportaron a la ciencia, como si fueran seres ajenos al mundo que les rodeó y en el que vivieron. Cierto es que en algunos casos emergen de esas historias puramente científicas detalles personales de las vidas que llevaron. Así sucedió con uno de los grandes físicos de la primera mitad del siglo XX, Max Planck (1858-1947), de quien me he acordado por la reciente publicación de la traducción al castellano de una conferencia que pronunció en 1929, La visión del mundo de la nueva física (Guillermo Escolar Editor). No siempre de lectura y comprensión fácil, en ella Planck intentaba entender el complejo trasfondo científico-filosófico de la física cuántica, teoría que él había puesto en marcha en 1900 cuando pretendía explicar, a partir de la aparentemente bien establecida física de entonces, un fenómeno del dominio del electromagnetismo, la radiación de un cuerpo negro. Logró finalmente explicarlo, pero a costa de introducir un elemento de discontinuidad en las ondas electromagnéticas, que hasta entonces nadie dudaba eran continuas. Aunque es correcto decir que “puso en marcha” aquella revolución, durante mucho tiempo Planck no aceptó que tales “discontinuidades” –los “cuantos de energía”– fuesen reales, un hecho que nos muestra que a menudo la ciencia procede depurando ideas prometedoras que nacen para resolver algún problema.
Planck intentó convencer a Hitler de que la emigración forzada de judíos podía matar la ciencia alemana
Pero no es de su ciencia de lo que deseo tratar, sino de su “otra vida”, la más íntima. Hombre con un profundo sentido de lealtad a su patria, Alemania, Planck nunca se rebeló contra el Estado, por mucho que éste pudiese comportarse de manera que él considerase indigna. Y su dramática vida personal muestra algunas de las contradicciones que ello le ocasionó. El 31 de marzo de 1887, Planck se casó con Marie Merck. Tuvieron cuatro hijos: dos varones y dos gemelas. El primer golpe que sufrió fue la muerte de Marie en octubre de 1909. El 26 de mayo de 1916 llegó el segundo, cuando su hijo mayor murió en Verdún, por las heridas sufridas luchando en las filas del ejército alemán en la Primera Guerra Mundial. El 15 de mayo de 1917, su hija Grete falleció una semana después de dar a luz a su primer hijo. Emma, la hermana gemela, se ocupó entonces del niño, y terminó casándose en enero de 1919 con el viudo. Antes de que acabase el año, el 21 de noviembre, tuvo exactamente el mismo final que su hermana.
La tragedia casi destruyó a Planck. El 21 de diciembre de 1919, escribía al físico holandés Hendrik Lorentz: “Ahora lloro amargamente a mis dos queridas hijas, y me siento robado y empobrecido. ¡Ha habido momentos en los que he dudado del valor de la propia vida!”
Tampoco le sobrevivió, aunque tuvo una vida más larga, su otro hijo, Erwin, con quien estaba particularmente unido. Fue ejecutado el 23 de enero de 1945, acusado de haber participado en el famoso intento de acabar con la vida de Hitler. Parece que él no participó, aunque conocía a muchos de los conspiradores y simpatizaba con su causa. Planck movió cielo y tierra para intentar que la pena de muerte fuera conmutada, y creyó haberlo logrado: el 18 de febrero le dijeron que el perdón llegaría pronto. Pero cinco días después lo que llegó fue la noticia del ajusticiamiento. El 2 de febrero escribía a unos sobrinos: “Él era una parte preciosa de mi ser. Era mi luz del sol, mi orgullo, mi esperanza. Ninguna palabra puede describir lo que he perdido”.
Probablemente entonces se plantearía con especial crudeza para qué había servido la entrevista que había mantenido con Hitler en mayo de 1933, en la que Planck había intentado convencerle que la emigración forzada de judíos podía matar la ciencia alemana, y que los judíos podían ser buenos alemanes. La entrevista, que muchos de sus colegas que habían abandonado Alemania criticaron duramente, terminó con el Führer manifestando que no tenía nada en contra de los judíos, sólo en contra de los comunistas, momento en el que, vociferando, dio rienda suelta a su rabia y daba por finalizado el encuentro.
Aun así, Planck, al que en modo alguno se puede calificar de nazi, no se rebeló. ¿Se lo impidió su mencionada lealtad a la patria, o fue, simplemente, debilidad? Pero en al menos una ocasión, su sentido del honor se impuso. Fue cuando otro de los grandes físicos alemanes de entonces, el más valiente de todos, Max von Laue, organizó una sesión pública para honrar la memoria de Fritz Haber, el “padre de la guerra química” en la Primera Guerra Mundial, quien por su condición de judío había renunciado a sus puestos y abandonado Alemania en 1933, falleciendo pocos meses después. El Gobierno intentó impedir aquella sesión, prohibiendo a los funcionarios públicos que asistieran a ella. No obstante, el acto se celebró en una sala abarrotada. Al final de la ceremonia, Planck declaró: “Haber fue leal con nosotros; nosotros seremos leales con él”, una manifestación pública que en aquellos tiempos exigía coraje. Claro que se trataba de un colega, no de alguno de esos pobres seres humanos que pronto irían camino de lugares como Auschwitz.
La desgracia lo acosó también durante la Segunda Guerra Mundial. La noche del 15 de febrero de 1944, un ataque aéreo de los aliados destruyó su casa de Berlín, con su espléndida biblioteca y papeles personales. Y particularmente dramáticos fueron los últimos momentos de la guerra. Para escapar de los bombardeos de Berlín, Max y su segunda esposa, Marga, se trasladaron a Rogätz, en la orilla oeste del Elba. Cuando Rogätz se convirtió también en un campo de batalla, los Planck –Max era entonces un anciano de 87 años, con dificultades para caminar– tuvieron que vagar, escondiéndose por los bosques y durmiendo donde podían. Allí fueron encontrados por militares estadounidenses.
Nadie escapa a la realidad de la vida. Los científicos, por supuesto, tampoco.