El 25 de julio de este año, Rosalind Franklin (1920-1958) hubiese cumplido 100 años, una edad no imposible de alcanzar aunque no sea frecuente. Hace algunos días, por ejemplo, falleció con 101 años Katherine Johnson, la matemática afroamericana que trabajó para la NASA, destacando en el cálculo de las trayectorias de los vehículos espaciales y las órbitas terrestres (uno de esos trabajos fue en la misión Apolo 11, que en 1969 llevó a los primeros humanos a la Luna), y a la que el presidente Obama otorgó en 2015 la Medalla de la Libertad. Franklin se ha convertido en uno de los modelos principales en que se basan quienes defienden, con toda justicia y oportunidad, los derechos de las mujeres.
Resumiré los principales hechos, algo que considero muy necesario, ya que no es infrecuente que los pilares sobre los que se asientan heroínas o héroes estén contaminados, de manera innecesaria, por ignorancias o demagogias que deforman lo sucedido. De Marie Curie se ha llegado a decir –lo escribió en un conocido periódico nacional una investigadora del Consejo Superior de Investigaciones Científicas– que descubrió la radiactividad, cuando lo que hizo, y no fue poco, es identificar en 1898 dos nuevos elementos químicos radiactivos: el polonio y el radio. La radiactividad fue descubierta por Henri Becquerel en 1896.
Rosalind Franklin estudió química y física en la Universidad de Cambridge, en donde se graduó en 1941. Tras unos años en los que aplicó sus conocimientos químico-físicos a la industria, en 1947 se trasladó a París, al Laboratorio Central de Servicios Químicos del Estado, donde aprendió las técnicas de difracción de rayos X. Estas técnicas –que fueron esenciales para el descubrimiento de la estructura del ácido desoxirribonucleico (ADN), la “molécula de la herencia”– permiten dirigir rayos X sobre cristales (en su caso moléculas orgánicas cristalizadas) y, como se trata de una radiación cuya longitud de onda es del orden de las distancias entre los átomos que forman los cristales, se producen fenómenos de interferencia que, recogidos (en su época) en placas fotográficas, facilitan la determinación de la estructura cristalina en cuestión. Física y biología, unidas en este caso en un magnífico ejemplo de la interdisciplinaridad que cada vez abunda más en la ciencia actual.
En 1962 Watson, Crick y Wilkins recibieron el Nobel de Medicina. No es posible asegurar qué habría pasado de no haber fallecido Rosalind Franklin en 1958
En enero de 1951 Franklin abandonó París por el King’s College de Londres, donde el físico Maurice Wilkins dirigía la Unidad de Investigaciones Biofísicas que se dedicaba desde hacía tiempo al estudio de la estructura de la molécula del ADN, un problema en el que trabajaban algunos científicos tanto en Europa como en Estados Unidos (en este último país sobresalía nada menos que el químico Linus Pauling). Fue en Londres donde Franklin obtuvo, en mayo de 1952, las primeras fotografías (diagramas) de difracción de fibras cristalizadas de ADN. Una de esas fotografías, particularmente nítida, fue la que Wilkins enseñó, sin el permiso de Franklin, a James Watson, y la que disparó la imaginación de éste y de James Crick, con quien colaboraba en el Laboratorio Cavendish de Cambridge. Este es uno de los (incontestables) hechos que siempre se esgrimen en el “caso Rosalind Franklin”. No se sabe si Franklin habría sido capaz de imaginar la estructura en doble hélice del ADN si hubiese proseguido su camino sin interferencias. Lo que sí es cierto es que esa imaginación no les faltó a Watson y Crick, que dieron con la ya famosa estructura.
Dicho todo esto, debo añadir también que si el carácter de Franklin no hubiese sido tan difícil, y no se hubiese opuesto –además de tratar despectivamente– a colaborar con Wilkins, no es en modo alguno imposible que el grupo del King’s se hubiese adelantado a Crick y Watson. En 1962, Watson, Crick y Wilkins recibieron el premio Nobel de Medicina. De nuevo, no es posible asegurar lo que habría sucedido si Rosalind Franklin no hubiese fallecido de un cáncer de ovario en abril de 1958. Pero yo no dudo que el Nobel lo habría merecido más que Wilkins.
Desgraciadamente esta triste historia no se limita a los hechos anteriores, sino que se vio emponzoñada por lo que Watson –el único de los protagonistas que aún vive; nació en 1928– escribió en un libro célebre, La doble hélice (1968). La fama de esta obra se debe a que en ella comentó con sinceridad (su sinceridad) las circunstancias que rodearon al descubrimiento de la estructura del ADN. La suya no fue una reconstrucción de la secuencia de hechos científicos, sino la del trasfondo personal de la carrera por llegar el primero a aquella trascendental meta científica. Y al hilo de semejante reconstrucción, Watson incluyó comentarios que reflejaban desprecio por Franklin, revestido con frecuencia con comentarios machistas. Ejemplo en este sentido son los siguientes pasajes: “Por elección, [Rosalind Franklin] no resaltaba sus cualidades femeninas. Aunque sus rasgos eran fuertes, era atractiva y podía haber sido magnífica si hubiese tenido el mínimo interés por cómo vestir. No lo tenía. Nunca hubo carmín en sus labios que contrastase con su liso pelo negro, mientras que a la edad de treinta y un años sus vestidos mostraban toda la imaginación de las adolescentes inglesas que llevaban calcetines azules. Era, en consecuencia, bastante fácil imaginarla como el producto de una madre insatisfecha que indebidamente insistía en lo deseable de carreras profesionales que pudiesen salvar a brillantes muchachas de matrimonios con hombres vulgares. Aunque ese no fue su caso. Su dedicada, austera vida, no puede explicarse de esa manera: fue la hija de una erudita familia muy acomodada de banqueros”.
Algunos dicen que el pasado fue mejor. Yo no pienso así. Y la anterior es una buena muestra. Dudo mucho que algún científico se atreviese hoy a realizar declaraciones de esta calaña. O al menos eso espero.