Escribo estas líneas nada más conocer que Roger Penrose ha obtenido el Premio Nobel de Física, compartido con Reinhard Genzel y Andrea Ghez (cuarta mujer en recibir este galardón, después de Marie Curie, María Goepper Mayer y Donna Strickland; se va rompiendo el “techo de cristal” en una de las disciplinas donde la desigualdad es más presente). En el caso de Penrose, la Academia sueca lo ha justificado por “el descubrimiento de que la formación de agujeros negros es una predicción robusta de la teoría general de la relatividad”, mientras que a Genzel y Ghez se lo han otorgado “por el descubrimiento de un objeto compacto supermasivo en el centro de nuestra galaxia”.
Me alegro por Penrose, cuya trayectoria he seguido de cerca desde hace mucho tiempo. En los años en que viví en Oxford, asistía con frecuencia a los seminarios de relatividad general que se daban en el Mathematical Institute, donde Penrose era professor, y en una visita que realizó a Madrid, para dar una conferencia en la Residencia de Estudiantes, mantuve una conversación con él que se publicó posteriormente en Claves de razón práctica (1993).
Pero no es posible referirse a Penrose sin mencionar a Stephen Hawking, el gran ausente de este premio Nobel, para el que, en lo que a la concesión a Penrose se refiere, podría utilizarse una variante del título de una novela de Italo Calvino, El vizconde demediado, porque Hawking debería haber compartido con Penrose ese premio cuando todavía vivía (falleció en 2018). Las evidencias de que los agujeros negros existen realmente han aumentado significativamente en los últimos tiempos, gracias a la detección de la radiación gravitacional, pero ya se conocían pruebas de su existencia desde hacía mucho tiempo (la primera data de 1971), aunque eran indirectas: se detectaba su presencia por el movimiento de una estrella compañera visible.
Hubiese estado justificado que Stephen Hawking hubiese acompañado en el galardón a Roger Penrose
Penrose y Hawking fueron los grandes pioneros en defender que, si la teoría de la relatividad general era correcta (continuamos creyendo que lo es), había que tomar muy en serio la posibilidad de que existieran zonas donde el espacio-tiempo “se rompe” (singularidades), agujeros negros que engullen la materia que cae en ellos. Lo hicieron en una serie de trabajos, por separado y conjuntamente, que publicaron en 1965 y 1966. Un aspecto esencial de esos estudios, que marcaron una nueva dirección en la investigación de esas singularidades, fue la introducción de novedosas técnicas matemáticas, de las que el principal responsable, cierto es, fue Penrose, prioridad que reconoció el propio Hawking: “La técnica crucial – escribió en 2011– para investigar singularidades y agujeros negros, que fue introducida por Penrose, y que yo ayudé a desarrollar, era el estudio de la estructura causal global del espacio-tiempo”.
Que fuese Penrose quien pusiera en marcha esa “revolución” es consistente con su biografía, ya que antes de dedicarse a la física teórica –en el ámbito de la relatividad general, especialmente– fue un brillante matemático puro. Se graduó en Matemáticas en el University College de Londres, tras lo cual se dedicó a la matemática pura en la Universidad de Cambridge, especializándose en geometría algebraica, rama de la matemática que influyó poderosamente en los enfoques que adoptó cuando centró su investigación en la teoría de la relatividad general. Una vez obtenido su doctorado en 1957, continuó su carrera en Cambridge, donde además de seguir investigando en matemática pura comenzó a publicar artículos sobre cosmología. Entre 1959 y 1961 estuvo en las universidades estadounidenses de Princeton y Siracusa. Cuando regresó a Inglaterra, lo hizo a un centro con una importante presencia de especialistas en relatividad general, el King’s College de Londres. Finalmente, y tras pasar dos años en otro importante enclave relativista, la Universidad de Texas (Austin), en 1964 entró en el Birkbeck College de Londres, lugar que abandonó en 1973 para convertirse en Rouse Ball Professor de Matemáticas en la Universidad de Oxford, donde se jubiló en 1998.
Establecido que los agujeros negros eran consecuencia de la relatividad general, Hawking y Penrose continuaron explorando el mundo astrofísico-cosmológico que tanto habían hecho por abrir. Era imperioso hacerlo: “Deseo hacer una llamada de atención –escribió Penrose en un artículo que publicó en 1969– para que los ‘agujeros negros’ sean tomados seriamente y que sus consecuencias sean exploradas muy detalladamente, dado que ¿quién es capaz de decir, sin un estudio cuidadoso, que no pueden desempeñar un papel importante en el origen de los fenómenos observados?”. Ambos científicos dedicaron especial cuidado al problema –aún por resolver– de introducir los requisitos de la física cuántica en la relatividad general. Hawking adoptó enfoques menos innovadores pero menos especulativos que los de Penrose, con contribuciones tan notables como las condiciones en las que los agujeros negros no son tan negros, pudiéndose evaporar. Penrose fue, digamos, más heterodoxo, introduciendo conceptos matemáticos (como los twistores) de los que esperaba una gran fecundidad física; además, avanzó ideas tan sugerentes como sostener que el pensamiento humano nunca podrá ser emulado por una computadora, ideas que presentó en un libro que alcanzó gran difusión, La nueva mente del emperador (1989). Otro ejemplo de su heterodoxia es el más reciente Moda, fe y fantasías (Debate 2017).
No hay nada que Roger Penrose haya propuesto o desarrollado en, al menos, las últimas dos décadas que justifique el Premio Nobel que ahora, con justicia, ha recibido por todo lo que hizo anteriormente. Por idénticas razones, habría estado justificado –incluso, probablemente, más– que Stephen Hawking le hubiera acompañado en el galardón. La seguridad que busca la Academia Nobel a la hora de conceder sus premios tiene estos peligros.