A veces algunos libros nos hacen revivir una de esas cuestiones que no es infrecuente plantearse, aunque para ello haya que tener una cierta cultura, un cierto, diría, “recuerdo y apreciación del pasado”, lo que, me temo, suele estar asociado en general a la edad. Me refiero a en qué época y lugar del pasado nos habría gustado estar, o al menos pasar un tiempo. El libro que me ha hecho volver a pensar en esta cuestión es uno fascinante, El club de los desayunos filosóficos (Acantilado, 2021), de Laura J. Snyder. Los protagonistas centrales de ese “club” fueron cuatro británicos, William Whewell (1794-1866), recordado hoy sobre todo como filósofo e historiador, aunque fue un buen matemático; Charles Babbage (1791-1871), avanzado diseñador de calculadoras mecánicas; el astrónomo John Herschel (1792-1871) y el economista Richard Jones (1790-1855).
Sin querer comparar, es un hecho que el término “científico” se acuñó primero en castellano y bastante más tarde en inglés
Los cuatro se conocieron mientras estudiaban en Cambridge y mantuvieron sus reuniones dominicales –“su club”– hasta la primavera de 1813, aunque continuaron relacionándose durante el resto de sus vidas. Comenzaron cuestionándose la manera en que se practicaba la ciencia en Inglaterra, esforzándose para que dejara de predominar la matemática a la manera establecida por Isaac Newton a finales del siglo XVII, una manera ya arcaica, en la que el cálculo diferencial, pivote esencial en la física y la matemática aplicada, tenía un enfoque que podría denominarse “geométrico” o “sintético”. Querían, y lo lograron, introducir el estilo de cálculo diferencial que enraizado en la versión de Leibniz había culminado el matemático francés Augustin Cauchy (1798-1857), a quien se debe, básicamente, la definición de derivada como un límite, algo que deben, o deberían, estudiar todos los alumnos de bachillerato… si se concediese a la matemática el papel que debería tener, el de asignatura básica para cualquier estudiante, sea cual sea su futuro.
Podría decir mucho de los tres primeros miembros de aquel club, y tal vez algo más de Whewell, cuyas ideas sobre qué es la ciencia “resucitó” Karl Popper en la segunda mitad del siglo XX, pero aparte de señalar que me habría gustado conocer a aquellos personajes, esa época y lugar –no obstante reconocer que la mayoría pertenecían a una clase social privilegiada que podía estudiar en las universidades de Cambridge o de Oxford–, en lo que quiero detenerme es en un detalle que aparece repetidas veces no sólo en el libro al que estoy haciendo referencia, sino también en muchos otros: el hecho de que la palabra “científico” se acuñó en Inglaterra.
Refiriéndose a la reunión de la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia que se celebró en Cambridge en 1833, Snyder escribe: “En esa reunión se formuló en público por primera vez la palabra científico, y sigue siendo aún hoy el nombre utilizado para hombres (y ahora mujeres) dedicados a una actividad muy parecida a la que Whewell y sus amigos imaginaban”. En letra impresa, el término apareció en la “Introducción” del volumen primero (1840) del imponente tratado de Whewell, The Philosophy of the Inductive Sciences. Sin embargo, creo haber mencionado ya alguna vez en estas páginas que mucho antes, en el tomo II –publicado en 1729– del primer diccionario que preparó la Real Academia Española, el denominado Diccionario de Autoridades (las “autoridades” eran las citas de autores distinguidos que ilustraban las diferentes entradas) ya aparecía la voz “científico”, definida como “Cosa perteneciente a la ciencia. También se llama así la persona consumada en alguna, o en muchas ciencias”.
No es irrelevante señalar también que los académicos que compusieron el Diccionario de Autoridades tenían en mente profundizar en otra obra las voces procedentes de la ciencia y de la técnica. En el “Prólogo” que se incluyó en el primer tomo (que contenía las voces que comenzaban con A o en B), publicado en 1726, se lee: “De las voces propias pertenecientes a Artes liberales y mecánicas ha discurrido la Academia hacer un Diccionario separado”. No se llevó a cabo, acaso debido a la aparición del Diccionario castellano con las voces de Ciencias y Artes que preparó el jesuita vasco Esteban de Terreros y Pando (1707-1782), publicado póstumamente en cuatro tomos entre 1786 y 1793.
Sin querer –sería ridículo hacerlo– comparar la ciencia que se hizo en España en tiempos de Whewell, o después, lo que es un hecho es que el término “científico” se acuñó primero en castellano y bastante más tarde en inglés. El que se repita una y otra vez la historia que lo adjudica a la lengua anglosajona constituye un ejemplo más de algo bien conocido: que la historia se suele escribir –hasta que algún esforzado historiador la corrige– desde la perspectiva de los poderosos, de los vencedores. “Imperialismo cultural” se puede denominar a esto. Otro ejemplo, más importante que el anterior, es que se suela asociar la Revolución Científica, el periodo de los siglos XVI y XVII en los que se sentaron las bases de la ciencia moderna, casi exclusivamente a los nombre de Copérnico, Vesalio, Galileo, Boyle o Newton, olvidando lo mucho que aportó la colonización española en América, que abrió nuevos apartados a la realidad biológica, geográfica, física, mineralógico-química y antropológica, introduciendo situaciones e ideas nunca antes contempladas.
A punto de concluir este artículo, me encuentro con otra manifestación del mito que vincula la palabra “científico” al inglés. Y lo encuentro en uno de los autores que más admiro: el neurocientífico Oliver Sacks (1933-2015). En una nota a pie de página de Todo en su sitio, una nueva colección de sus maravillosos artículos, que Anagrama ha publicado hace poco (2020), se lee: “El término ‘científico’ no existía en 1812. El gran historiador de la ciencia William Whewell lo inventó en 1834 [sic]”. Pero se lo perdono. Nada puede oscurecer la luz que nos legó, adornada con una elegante, a la vez que conmovedora escritura. ¡Qué oportunidad perdió la Fundación Nobel de otorgar el de Literatura, a él, a Carl Sagan o a Stephen Jay Gould! Que la buena literatura se asocie casi exclusivamente a la narrativa o a la poesía es otra forma de imperialismo cultural, basado, como tantos otros, en los intereses creados o, lo que acaso es peor, en la ignorancia.