La anatomía de la jirafa, ese animal tan singular, plantea serias dificultades: ¿cómo explicar los problemas asociados a un cuello tan largo? Hay que tener en cuenta que el corazón de la jirafa está obligado a bombear sangre a una cabeza situada a dos metros de altura, algo que requiere un gran esfuerzo, una presión arterial muy alta, con el riesgo de infarto que ello acarrea. De manera que ninguna teoría que sostenga que las especies evolucionan puede evitar enfrentarse a esta cuestión.
La pregunta, por consiguiente, es: ¿cómo pudo llegar a desarrollarse un cuello tan largo? Inmediatamente, se piensa en Charles Darwin y en su teoría de la evolución de las especies, aunque él no fuese el primero que sostuvo que las especies cambian a lo largo del tiempo. Su abuelo paterno, Erasmus Darwin (1731-1802), un próspero médico, defendió la existencia de tales cambios en un libro titulado Zoonomía o las leyes de la vida orgánica, pero se trataba de meras conjeturas, desprovistas de evidencias, y no se ocupó de las jirafas.
Diferente es el caso del francés Jean-Baptiste-Pierre-Antoine de Monet, caballero de Lamarck (1744-1829). En un libro publicado el mismo año en que nació Charles Darwin, esto es, en 1809, Philosophie Zoologique (Filosofía zoológica), formuló dos leyes evolucionistas, de la que citaré únicamente la segunda: ‘Todo lo que la Naturaleza hizo adquirir o perder a los individuos por la influencia de las circunstancias en que su raza se ha encontrado colocada durante largo tiempo, y consecuentemente por la influencia del empleo predominante del tal órgano, o por la de su desuso, la Naturaleza lo conserva por la generación en los nuevos individuos, con tal de que los cambios adquiridos sean comunes a los dos sexos, o a los que han producido estos nuevos individuos’.
Las jirafas tienden a comer las hojas situadas a menor altura, y por consiguiente las más altas no están necesariamente en mejores condiciones para sobrevivir
Entre los ejemplos que Lamarck empleaba para sustentar su tesis se encontraba el de las jirafas: “Se sabe que este animal, el más alto de los mamíferos, vive en el interior de África, donde la región árida y sin praderas le obliga a ramonear los árboles. De este hábito, sostenido después de mucho tiempo, en todos los individuos de su raza, resultó que sus patas delanteras se han vuelto más largas que las de atrás, y que su cuello se ha alargado de tal manera que el animal, sin alzarse sobre las patas traseras, levanta su cabeza y alcanza con ella a seis metros de altura”.
Para Lamarck, por consiguiente, las variaciones se producían en el individuo por causas debidas a las circunstancias en que vivía, y que luego se transmitían a su progenie. Darwin no aceptó tal mecanismo, introduciendo en su lugar el que, por razones que desconocía (hay sabemos que se trata de mutaciones en el genoma), algunos miembros de la especie en cuestión sufren variaciones, y cuando éstas facilitan el que sus “portadores” se adapten mejor al medio, sobreviven en mejores condiciones imponiéndose así al resto de los “inadaptados”.
A lo que hay que añadir que esas características –que no son producto del uso de un órgano como creía Lamarck– se transmiten a la descendencia (Darwin tampoco sabía cómo). Y a la larga, cambios sucesivos terminan dando lugar a nuevas especies.
Darwin rechazó el mecanismo de Lamarck. En una carta al botánico Joseph Dalton Hooker, fechada el 11 de enero de 1844, escribía: “Por fin han surgido destellos de luz, y estoy casi convencido (completamente en contra de la opinión con la que comencé) de que las especies no son inmutables (es como confesar un crimen). El Cielo me libre del disparate de Lamarck de ‘una tendencia al progreso’, pero las conclusiones a las que he llegado no son muy diferentes de las suyas, aunque sí lo son por completo los instrumentos del cambio”. “Es como confesar un crimen”, decía. Emociona leer esta frase.
No obstante las diferencias entre ambos, en su gran libro, El origen de las especies (1859), Darwin utilizó el caso de las jirafas de forma similar a Lamarck: “La jirafa, por su elevada estatura, y por su cuello, miembros anteriores, cabeza y lengua muy alargados, tiene toda su conformación admirablemente adaptada para ramonear en las ramas más altas de los árboles. La jirafa puede así obtener comida que está fuera del alcance de los otros ungulados que viven en el mismo país, y esto tiene que serle de gran ventaja en tiempos de escasez”. El ejemplo se ajustaba muy bien a su teoría, en la que la supervivencia de los mejor adaptados (“la lucha por la vida”) desempeñaba un papel central.
Cualquiera puede entender el ejemplo y sumarse a su explicación, aunque existe un problema. Resulta que las jirafas tienden a comer las hojas situadas a menor altura, y por consiguiente las jirafas más altas no están necesariamente en mejores condiciones para sobrevivir. El 3 de junio se ha publicado en la revista Science un artículo firmado por trece científicos chinos y suizos en el que sostienen que la teoría de “ramonear” no es correcta.
Basándose en el estudio de la morfología del cuello de un fósil encontrado en el norte de China, bautizado con el nombre Discokeryx xiezhi (“xiezhi” es el nombre de un unicornio mítico en China) y perteneciente a la familia de los jiráfidos, a su vez un subgrupo de Giraffoidea (que incluye también al okapi), y al que se ha situado en el Mioceno temprano (hace alrededor de 16,9 millones de años), estos investigadores concluyen que el cuello de la jirafa evolucionó hasta tomar la longitud que posee actualmente a causa de los cabezazos que las jirafas macho se daban en las luchas que entablaban con sus competidores durante el periodo de cortejo.
Pero también esta teoría posee puntos débiles; por ejemplo, los machos no tienen el cuello más largo que las hembras, mientras que en otros casos de “evolución por razones sexuales”, como en los pavos reales o en las palomas, sí existen diferencias pronunciadas entre los dos sexos.
La ciencia, en definitiva, continúa sorprendiéndonos. O mejor, ilustrándonos y cuestionando ideas establecidas. Es como intentar reconstruir un puzle al que le faltan algunas piezas.