Los idiomas, sean los que sean, son patrimonio de todos sus hablantes y de todas las profesiones. Son los hablantes quienes finalmente imponen nombres, expresiones y modos de hablar, y es así, al hilo de los cambios sociales e históricos, como se han ido transformando las lenguas. Entre esos “cambios sociales” se encuentran, por supuesto, los que provienen del desarrollo científico y tecnológico, fuente continua e intensa de introducción de neologismos, pues ¿qué son ciencia y tecnología sino manantiales constantes de novedades? Novedades que hay que nombrar.
A lo largo de sus ya 309 años de vida, de la Real Academia Española han formado parte profesionales de campos muy diferentes: novelistas, poetas, dramaturgos, juristas, políticos, historiadores, religiosos, militares, latinistas, helenistas, arabistas, filósofos, periodistas, directores de cine y, por supuesto, filólogos, gramáticos y lexicógrafos.
Y también científicos e ingenieros. Entre este último grupo (no demasiado numeroso) recordaré a los matemáticos Benito Bails y Julio Rey Pastor; a los físicos Blas Cabrera y Julio Palacios; a los médicos Amalio Gimeno, Carlos María Cortezo, Gregorio Marañón, Juan Rof Carballo, al polifacético Pedro Laín Entralgo y al psiquiatra Carlos Castilla del Pino; a la bióloga molecular Margarita Salas; al químico y farmacéutico José Rodríguez Carracido y al bioquímico Ángel Martín Municio; al botánico Miguel Colmeiro, al entomólogo Ignacio Bolívar y al zoólogo Rafael Alvarado; a los ingenieros, de Minas, Daniel de Cortázar, Industriales, Antonio Colino, y de Caminos, Canales y Puertos, Eduardo Saavedra, José Echegaray, más celebrado y recordado como dramaturgo, Melchor de Palau, Leonardo Torres Quevedo y Esteban Terradas.
La candidatura de Cajal a la RAE fue presentada el 4 de mayo de 1905. Elegido “por unanimidad” el 21 de junio de 1905, nunca llegó a tomar posesión
Pero en esta lista falta un nombre, el más ilustre de todos: Santiago Ramón y Cajal (1852-1934), quien no podía faltar en la Real Academia Española. Su candidatura, para cubrir la vacante producida por el fallecimiento de Juan Valera (silla I), fue presentada el 4 de mayo de 1905 por el político Francisco Silvela, José Echegaray y el abogado, editor y ensayista Mariano Catalina. Fue elegido, “por unanimidad”, el 21 de junio de 1905. Sin embargo, nunca llegó a tomar posesión de su silla al no leer el preceptivo discurso de entrada.
Con anterioridad había cumplido con parecida obligación al ser elegido, en diciembre de 1895, miembro de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales; dos años después leyó su discurso, posteriormente un clásico con el título de 'Reglas y consejos sobre investigación científica'. Y en noviembre de 1897, la Real Academia Nacional de Medicina le nombró académico; leyó su discurso de entrada, 'Mecanismo de la regeneración de los nervios', diez años después, en junio de 1907.
A la vista de lo anterior sorprende que Cajal nunca escribiera un discurso para dejar de ser “electo” y pasar a académico de pleno derecho en la Real Academia Española, él que no carecía de intereses literarios (recuérdese sus Cuentos de vacaciones, publicado en 1905, y también su espléndida autobiografía, Recuerdos de mi vida, o
El mundo visto a los ochenta años).
Se sabe de algunos intentos para que Cajal escribiera su discurso. Cuando Antonio Maura era director de la RAE encargó al académico José Ortega Munilla que convenciera a Cajal, quien respondió el 12 de julio de 1921 a la carta de aquél justificando su retraso: “Padezco una arteriosclerosis muy avanzada. La hemorragia cerebral me ronda. Únicamente puedo trabajar por las mañanas, y eso cuando he dormido, fortuna que puedo conseguir a fuerza de ‘veronal’ y de ‘adalina’. Desconozco ya casi del todo el sueño natural, con sus saludables restauraciones energéticas y morales. Solo instigado por el imperativo del deber y por mi decisión de morir en el surco recién abierto, explico mi cátedra diariamente, trabajo en el laboratorio, guío a varios discípulos escogidos en sus labores de inquisición científica y redacto tal o cual monografía técnica para mi revista. Y únicamente el deseo de dejar a mi familia algunos libros de pan llevar me ha obligado, durante este último semestre, a publicar la séptima edición de mi Tratado de Histología y la segunda de Charlas (convenientemente expurgada, saneada y aumentada)”.
Cinco años después, en 1926, y como el reglamento establecía que el elegido decayera en su derecho de ocupar el correspondiente sillón si no había leído su discurso en un período razonable, el médico Carlos María Cortezo, entonces presidente del Consejo de Estado, comunicó a Cajal lo anómalo de su situación, y éste contestó que lo entendía y que renunciaba a su condición de académico electo.
Pero la RAE no estaba dispuesta a prescindir de Cajal, y en el Pleno del 14 de enero de 1926, en el que se leyó la carta de Cajal a Cortezo, los académicos respondieron “a una voz y por aclamación”, se lee así en el Libro de Actas, que la Academia acordaba no admitir “la renuncia del Sr. Cajal y que el Director y el Secretario, en nombre de todo el Cuerpo, le escribiesen en el mismo sentido”, señalando que “la Academia se consideraba harto honrada y servida con que el nombre del Sr. Cajal continuase figurando en la lista de Académicos” y que “la moción del Sr. Cortezo fue cosa particular suya”.
Cajal agradeció este gesto en una carta (conservada en la Fundación Ramón Menéndez Pidal) a Menéndez Pidal, director de la Academia, datada el 29 de enero de 1926. En ella se encuentran detalles del discurso que tenía en mente: “Si las tareas abrumadoras que pesan sobre mí –trabajos de traducción y perfeccionamiento de libros y monografías españolas harto poco conocidas en el Extranjero– me dejan algún vagar escribiré; aunque solo sea por fórmula, mi discurso de ingreso que versará probablemente ‘Sobre el estilo didáctico o científico’. En mi oración, aparte de algunos consejos sugeridos por mi ya larga experiencia de publicista, haré hincapié sobre el crecimiento actual de galicismos, anglicanismos y aun germanismos con que los malos traductores deslustran, empobrecen y bastardean el tesoro de nuestro idioma, adecuado como el que más para exponer con precisión, claridad y elegancia desde los conceptos más abstrusos de la filosofía hasta las nociones más sencillas de las ciencias médicas y naturales”.
Sin embargo, Cajal, gloria de las neurociencias, nunca halló esas “horas libres”. Una lástima.