El verano cuenta con un notable historial de inicio de guerras. Es como si el calor, el ferragosto, despertase o exacerbase nuestros peores instintos. El siglo XX fue testigo especial de esa letal relación. La Gran Guerra, como se denominó inicialmente a la Primera Guerra Mundial hasta que fue necesario numerar esas contiendas cuasi universales, tuvo sus raíces en el 28 de junio de 1914, cuando el archiduque Francisco Fernando, heredero del trono de Austria-Hungría, fue asesinado en Sarajevo junto a su esposa, por los disparos de un terrorista serbio.
Cascada de sucesos
Aquel magnicidio generó una cascada de sucesos –amenazas, ultimátums, movimientos de tropas…– realizados por el Imperio austrohúngaro, Alemania, Serbia y Rusia, que culminaron el 1 de agosto cuando Alemania y Francia decretaron la movilización general, y Alemania declaraba la guerra a Rusia, lo que Francia hacía a Alemania el día 3. Por su parte, los británicos entraban en guerra con Alemania un día después, al mismo tiempo que el ejército alemán invadía Bélgica. Y pronto se unirían a la contienda Montenegro (7 de agosto), Japón (23 de agosto) y Turquía (29 de octubre). Mucho más tarde, el 6 de abril de 1917, Estados Unidos se sumaba al bando aliado.
Resultado de aquella guerra, que finalizó en 1918, fue la modificación del mapa político europeo, pero también tuvo otras consecuencias de más largo alcance. Aunque en modo alguno fue decisiva en el resultado, el papel desempeñado por la química, al fabricar gases asfixiantes, y también al desarrollar procedimientos para producir abonos artificiales, imprescindibles para la agricultura alemana, alertó de la importancia de la ciencia en la guerra.
Aunque no fue decisiva en el resultado, el papel desempeñado por la química en la IGM alertó de la importancia de la ciencia en la guerra
Y la división que se produjo entre las naciones también afectó a los científicos, que durante muchos años mantuvieron exclusiones, especialmente por parte de los vencedores a los derrotados, un hecho que socava la idea de que la ciencia no conoce fronteras: la ciencia no tiene patria, pero los científicos sí. Y no hay que olvidar que las condiciones impuestas a Alemania en el Tratado de Versalles constituyeron el caldo de cultivo del que surgiría Adolf Hitler, al que, el 19 de agosto de 1934, un 89,9 por ciento de alemanes otorgaron en un plebiscito poderes adicionales, incluyendo los que correspondían al presidente, aunque él solo era canciller.
Radar y fisión atómica
Y con Hitler llegó un nuevo enfrentamiento aún más terrible, la Segunda Guerra Mundial, larvada en otro agosto, éste de 1939, aunque formalmente se inició el 1 de septiembre con la invasión alemana de Polonia. Y en esa contienda la ciencia sí que desempeñó un papel central, destacando el desarrollo del radar y la fisión atómica.
La potencialidad dañina de ésta apareció de nuevo un agosto, como si fuera un mes maldito, portavoz de fuerzas del averno: el 2 de agosto de 1939, un mes antes de iniciarse la guerra, Albert Einstein firmó la famosa carta que dirigió al presidente Franklin D. Roosevelt en la que le alertaba del peligro que representaba el descubrimiento de la fisión del uranio realizado en Alemania para su posible empleo en la fabricación de bombas de gran poder.
Bombas en avión
Las armas atómicas en las que pensaba Einstein eran pilas atómicas en las que el uranio se fisionaría y que se instalarían en un barco que se dirigiría a algún puerto enemigo para que estallasen allí. La realidad fue mucho más cruel: bombas que, transportadas en un avión, fueron lanzadas sobre un objetivo. Y fue en otro agosto, el 6 y el 9 de 1945, cuando esa posibilidad se concretó, como bien supieron los habitantes de Hiroshima y Nagasaki.
La primera, objetivo de una bomba de uranio y la segunda de otra de plutonio. Al margen –que ironía decir “al margen”– de las, aproximadamente, 105.000 personas que murieron en Hiroshima y de las 70.000 de Nagasaki, ya nada sería igual en la política internacional, lo que quiere decir en la historia de la humanidad. Desde entonces, el armamento nuclear ha constituido una espada de Damocles que pende sobre nuestras cabezas, como Putin se está encargando actualmente de recordar.
Historias del Muro
Agosto, mes de declaraciones e inicios de guerra, pero también de divisiones, como la que se produjo el 13 de agosto de 1961, cuando el gobierno de Alemania Oriental –nación que ahora ya solo es un recuerdo en uno de los cajones de la historia– erigió, primero con alambradas, lo que pronto sería el Muro de Berlín, que cerró la comunicación entre los sectores oriental y occidental de la antigua capital germana. No fue hasta el 9 de noviembre de 1989 cuando aquella barrera fue derribada, no tanto por la fuerza de la política como por la realidad que ya irremediablemente imponía la situación social en la República Democrática alemana.
Y si se buscan más ejemplos de ‘Agosto Terrible’ no podemos olvidar el 2 de agosto de 1990, cuando el ejército iraquí de Sadam Husein invadió el emirato de Kuwait con la excusa de que amenazaba la existencia de Irak, con una sobreproducción de petróleo al mismo tiempo que bajaba los precios del barril de crudo. Se instaló un gobierno militar iraquí en Kuwait, argumentando también que históricamente este país era parte de Irak. Pero cinco días después, el 7 de agosto, el presidente de Estados Unidos, George Bush, ordenaba la que se denominó Operación Tormenta del Desierto, para Husein la Madre de todas las batallas. Para él más que “Madre” fue el anuncio de su propia tumba.
Un agosto pacífico
Parece, por consiguiente –vuelvo al principio– como si agosto fuese un mes particularmente proclive a la violencia. Seguramente se trata de una casualidad, o mejor, que siempre es posible seleccionar ejemplos, buenos o malos, pacíficos o violentos, en cualquier mes, tan extenso y abundante es el pasado. En cualquier caso, si el calor aprieta y no disponen de medios para aliviarlo –no todo el mundo estará de vacaciones– y por ello el ánimo se les excita, mejor lean un libro. Y que el agosto de este año de 2022 (por ahora de no demasiado buen recuerdo) les sea propicio y, sobre todo, pacífico.