Boceto de la investigación del asesinato de Kennedy. De 'El arte del bisturí' (Salamandra).

Boceto de la investigación del asesinato de Kennedy. De 'El arte del bisturí' (Salamandra).

Entre dos aguas

Cara a cara con la medicina científica

Recorrido por los avances que combatieron el dolor y las infecciones como la anestesia, las técnicas de asepsia, la teoría microbiana de la enfermedad y la vacunación moderna

19 mayo, 2023 02:54

De entre las diversas disciplinas en que dividimos nuestro conocimiento, la medicina es muy especial. Requiere de la ciencia y de la técnica, pero sólo con ellas no cumpliría la función que le es propia, una humanitaria unción que la sitúa en una posición privilegiada en nuestros intereses y necesidades: la de cuidar de nuestra salud, previniendo males posibles y tratando de curar los que ya se han manifestado. La física y la química nos sirven para comprender el universo, sus contenidos y leyes que lo rigen, la geología explica la composición y dinámicas del planeta Tierra, y las diferentes ramas tecnológicas logran que trascendamos las parcas posibilidades que permite el cuerpo humano.

Todo esto es importante, hace que podamos considerarnos “pequeños dioses” (no sin exageración pues hay mucho que no conocemos y mucho que, seguramente, nunca conoceremos: por ejemplo, por qué existe el Universo), pero la medicina, las ciencias biomédicas, nos resultan más cercanas e importantes para nuestras necesidades cotidianas.

Desde semejante perspectiva es posible entender algunos hechos concernientes a la historia de la ciencia. Tal es el caso del Supercolisionador Superconductor (SCS), el gigantesco acelerador de partículas que los físicos de altas energías estadounidenses consideraban indispensable para proseguir con el desarrollo de la estructura del denominado modelo estándar, y que iba a estar formado por un túnel de 84 kilómetros de longitud en cuyo interior miles de bobinas magnéticas superconductoras guiarían dos haces de protones que, después de millones de vueltas, alcanzarían una energía veinte veces más elevada que la conseguida en los aceleradores existentes. El coste del proyecto, cuyo diseño empezó a debatirse en 1983, se estimó inicialmente en 6.000 millones de dólares. Después de una azarosa trayectoria, y con la excavación del túnel ya realizada, el 19 de octubre de 1993 el Congreso de Estados Unidos canceló el proyecto.

La medicina científica del siglo XIX aportó conocimientos indispensables sobre los procesos físicos y químicos del cuerpo humano

De haberse completado su construcción, el famoso bosón de Higgs muy probablemente se hubiese descubierto allí y no en 2012 en el LHC del CERN, en Ginebra. Las principales razones que explican que no se continuara con la construcción de ese gigantesco acelerador de partículas tienen que ver con el final de la Guerra Fría –a la postre, como se está comprobando, final temporal–, un enfrentamiento que exigía constantes mejoras en las tecnologías de defensa y ataque, tecnologías nutridas en buen medida por aquella física; y, por otro lado, con la irrupción en escena de las ciencias biomédicas, un campo científico enormemente fecundo y mucho más próximo a la ciudadanía, que estaban experimentando un desarrollo extraordinario. Los grandes beneficiarios de semejante cambio de paradigma en la política científica estadounidense fueron los Institutos Nacionales de la Salud de Estados Unidos.

Gran parte de las reconstrucciones de la historia de la ciencia están organizadas haciendo hincapié en desarrollos que tuvieron lugar en la física, la química o la matemática: los Elementos de Euclides, la Revolución Científica de los siglos XVI y XVII, la nueva química introducida por Lavoisier, el electromagnetismo de Faraday y Maxwell, la evolución de las especies de Darwin, las teorías especial y general de la relatividad o la física cuántica constituyen hitos de esa historia que nunca se olvidan.

Menos frecuente, sin embargo, es resaltar la medicina científica que alumbró el siglo XIX, una medicina que aportó conocimientos indispensables sobre los procesos físicos y químicos –de eso trata la fisiología, que floreció entonces– del cuerpo humano, pero también avances que combatieron el dolor y las infecciones como la anestesia, las técnicas de asepsia (Lister), la teoría microbiana de la enfermedad (Pasteur y Koch) y la vacunación moderna (Jenner, Pasteur). Desde esta perspectiva, el siglo XIX representa un punto de ruptura con un pasado oscuro para la salud. Una ruptura expuesta de manera magnífica en el libro de Ronald Gerste, apropiadamente titulado Sanar el mundo. La edad dorada de la medicina, 1840-1914 (Taurus, 2023).

La medicina es ciencia, sí, pero como ya he señalado también precisa de la técnica. Y esta se manifiesta en la medicina actual en instrumentos, tal vez tan abundantes que resquebrajan uno de los aspectos más necesarios de esta disciplina, la relación médico-enfermo. De uno de esos instrumentos trata otro buen libro: El arte del bisturí (Salamandra, 2022). El bisturí, la “otra mano” del cirujano.

Especialmente quienes son ya más pasado que futuro tienden a veces a pensar que “el ayer” fue mejor que el presente, creencia que sólo ellos pueden atesorar porque únicamente ellos conocieron esos ayeres. Y sí, existieron pasados que fueron mejores que el hoy, como los que atañen a la contaminación de nuestro planeta, la biodiversidad y el clima, pero más allá de estos apartados, el paso del tiempo suele mejorar muchas cosas.

Y las posibilidades de sanar de la medicina es una de ellas. Aun así, sabemos perfectamente que no es todopoderosa, que nos acechan enfermedades de muy diversos tipos o senilidades incapacitantes. Y al hilo de los dolores o desmembramientos emocionales o identitarios que ello acarrea, llega la conciencia de nuestra finitud, consecuencia de la más inevitable de las “enfermedades”, el envejecimiento, y su conclusión, la muerte, de la que trata, en su dimensión más general, no limitada a los humanos, otra obra, Todas las muertes (Crítica, 2023), de Ricard Solé.

De uno de los caminos por los que transita la enfermedad trata un nuevo libro, Al final, asuntos de vida o muerte (Salamandra 2023), del neurocirujano británico Henry Marsh. Antes de que un cáncer de próstata le invadiera, él era el médico que en sus libros anteriores recordaba y explicaba casos – ciertamente con gran empatía– con los que se había enfrentado.

Hoy es el paciente al que no se le puede engañar porque sabe. “Ahora –escribe –, cuando pienso en cómo la incertidumbre sobre mi futuro y la proximidad de la muerte me atormentaban, cómo daba bandazos entre la esperanza y la desesperación, me asombra lo poco que reflexionaba sobre el efecto que mis palabras producían en mis pacientes”. Sincero reconocimiento, pero tardío, que me lleva de nuevo a recordar lo necesario que es la relación médico-enfermo. Ya sé que el tiempo apremia, que son muchos los pacientes a tratar, que hay muchas máquinas en las que es fácil, y seguramente necesario, delegar, pero ¿puede una máquina consolar?

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