"American beauty", de Sam Mendes
El declive del imperio americano
23 enero, 2000 01:00Seis candidaturas a los Globos de Oro ponen a American Beauty en una posición privilegiada en las quinielas de los Oscar. Puñetazo en la boca del estómago del sueño americano, el filme de Sam Mendes evita cualquier apunte políticamente correcto para analizar el declive de un imperio que nunca fue tan bonito y perfecto como nos lo pintaron.
Seattle en llamas. La ciudad que asistió al auge y caída del "grunge" vio, en vivo y en directo, cómo la guerra a golpe de pedrada boicoteaba la cumbre de la Organización Mundial de Comercio. Los que creían que mayo del 68 fue un sueño de unos cuantos yuppies nostálgicos con delirios psicotrópicos, tuvieron ante sus ojos la cruda y dura realidad: la rebelión había empezado. No era una rebelión como las demás: no se trataba tanto de una cuestión política como de una cuestión personal. Los neo-hippies del siglo XXI, que se proclaman seguidores del "anarco-primitivismo", creen que el Estado ha potenciado el crecimiento de las grandes corporaciones y el hiperdesarrollo de las nuevas tecnologías con el objetivo de abotargar la conciencia del individuo de a pie, programado para consumirlo todo en el mínimo tiempo posible: programado, pues, para consumirse a sí mismo sin apenas darse cuenta. "Marx -dice John Zerman, ideólogo de este novísimo y voluntariamente prehistórico movimiento revolucionario- se equivocó al creer que el sufrimiento económico sería la base de la revolución; quizá lo sea la angustia psíquica, el sufrimiento espiritual".En American Beauty, la historia de Lester Burnham (inconmensurable Kevin Spacey) parece darle la razón a John Zerzan. Lester es el clásico hombre sin atributos, pero cuando decide rebelarse contra los tópicos del sueño americano que coartan su libertad (familia, empresa, hilo musical, poder económico, su cuerpo), lo hace de un modo individual y primario, con las armas que tiene más a mano: el chantaje, el grito, la fantasía sexual. Cuando uno de los jefes de la revista de publicidad en la que trabaja desde hace quince años le pide un informe sobre sus funciones para valorar la necesidad de su puesto, Burnham (cuya voz en off, que evoca la del inicio de El crepúsculo de los dioses, inunda toda la película) tiene dos opciones: la sumisión o la pelea. Como el héroe de la magnífica Trabajo basura o el antihérore desdoblado de El club de la lucha, Burnham reivindica el derecho a desvincularse del capitalismo salvaje que ha alimentado al falso sueño americano. Sueño cuya base conceptual es una inquietante contradicción ideológica, puesta sobre el tapete con claridad por Robert Dahl en el libro A Preface to Economic Democracy: "Nosotros los americanos hemos vivido siempre entre dos visiones conflictivas de lo que la sociedad americana es y debe ser. Una es la visión de nuestra nación como el lugar donde se realiza el mayor proyecto de democracia, de igualdad política, de mayor libertad política a escala continental. La otra visión es la idea de una nación donde la libertad de restricciones y la protección de la propiedad privada conducen a una riqueza sin límites a cualquiera".
Espoletas humanas
Han pasado muchos años desde que Neddy Merrill decidió volver a su casa nadando a través de todas las piscinas de sus vecinos. Eran otros tiempos: el personaje creado por John Cheever en El nadador, como las criaturas de John Updike, era un fracasado víctima de las contradicciones del "american dream", incapaz de liberarse del tedio y la tristeza de una vida que pudo haber sido y no fue. Lester Burnham, que saluda cada nuevo día con una patética sesión de onanimismo en la ducha, se ha dado cuenta de que la socidad del bienestar le ha convertido en un hombre miserable, pero ha decidido desterrar la posibilidad de mostrarse indiferente. Su mujer (estupenda Annette Bening), agente inmobiliaria que llora si no consigue vender una casa al finalizar su jornada de trabajo, es una frígida hipócrita que sólo encontrará placer al acostarse con su eterno competidor (Peter Gallagher), seducida por una vulgar variante de la erótica del poder. La hija de ambos, Jane (Thora Birch), detesta la mediocridad de sus padres, y se refugia, finalmente, en la inquietante amistad que le brinda un nuevo vecino, Ricky Fitts (excelente Wes Bentley: atrévanse a mirarle a los ojos), cuyo mayor hobby es grabar con una cámara de vídeo doméstico todo lo que encuentra bello.
No es una casualidad que las dos espoletas humanas que hacen estallar la revolución interior de Lester Burnham sean adolescentes. La primera podría llamarse Lolita -Lo-li-ta- pero se llama Angela (Mena Suvari). Ella es la encarnación de la típica belleza americana: rubia, provocativa, falsamente experta en cuestiones sexuales, profundamente hortera en su exhibicionismo. Ella despertará el gusano del deseo en Lester Burnham, gusano que permanecía en estado comatoso en lo más profundo de su alma. La segunda es Ricky, hijo de un ex coronel del cuerpo de Marines (Chris Cooper) que guarda como oro en paño una vasija de porcelana estampada con el sello nazi. Ricky es, seguramente, el personaje clave de American Beauty: símbolo de la doble moral americana -vende marihuana a escondidas de su padre, simulando que obtiene sus abudantes ingresos de trabajos eventuales como camarero-, se dedica a cazar la belleza, efímera y casual, del tiempo perdido. Ricky es, inevitablemente, una criatura de su época. Su cámara es una prolongación de su memoria, un instrumento que guarda recuerdos y congela momentos de emoción inabarcable (ojo a la hermosísima secuencia en la que le enseña a Jane el vídeo de una bolsa de plástico mecida por el viento). Es con el descubrimiento del secreto de Ricky cuando American Beauty desvela, también, su secreto: la película de Sam Mendes trata sobre la necesidad de saber mirar. No por azar el padre de Ricky desnuda su mezquina, ridícula y humana naturaleza cuando confunde el carácter amistoso y comercial de la relación entre su hijo y Lester: no sabe mirar. No por azar Ricky y Lester pronuncian un monólogo idéntico cuando intentan describir la emoción que les embarga cuando asisten a un instante de belleza: ambos son la misma persona, separados por el abismo de la edad y las oportunidades perdidas. Ricky, sin embargo, aún tiene tiempo de huir.
Afirmación de la belleza
En su aspecto más superficial, American Beauty podría parecer una revisión para todos los públicos de los temas de la extraordinaria Happiness. Pero sólo en la superficie: si la película de Todd Solondz era una película sobre la negación -la negación de la felicidad, la negación de cualquier posibilidad de escape-, la película de Sam Mendes es una película sobre la afirmación, sobre la obligación moral que todos nosotros tenemos de dejarnos engañar. La falta de esperanza que respiraba Happiness -su cinismo hostil y áspero, su determinista sentido del humor- deja paso, en American Beauty, a una reivindicación de la belleza y la memoria de efectos devastadores. La protesta de Lester Burnham debería ser la de cualquiera de nosotros, seres humanos dominados por la fiebre del bienestar tecnológico, seres humanos adormecidos por la tranquilidad antidepresiva de las ondas televisivas. La protesta de Lesester Burnham es, en definitiva, tan contundente como la del ideólogo de Seattle, John Zerzan: la libertad individual consiste en dejarse llevar por la belleza de una bolsa de plástico mecida por el viento.