Cine

"Las vírgenes suicidas" de Sofia Coppola

Lolitas rebeldes

19 abril, 2000 02:00

Los bailes de graduación, los diplomas escolares, el primer amor, el primer beso, el primero disco, el primer cigarro. Las nuevas sensaciones que produce enfrentarse a la adolescencia afloran en cada uno de los planos de Las vírgenes suicidas, brillante adaptación de la novela de Jeffrey Eugenides con la que Sofia Coppola ha conseguido estrenarse como directora y liberarse de la etiqueta de "hija de papá".

"Toda sabiduría termina en paradoja", concluye uno de los personajes de Las vírgenes suicidas, la extraordinaria novela de Jeffrey Eugenides. Las hermanas Lisbon, que han decidido quitarse la vida en mitad de la estación de la mosca del pescado, no han podido soportar el peso de sus descubrimientos: descubrir que la vida es someterse al despotismo de unas leyes que no entiendes, las de la familia opresora (en la película los padres están interpretados por los excelentes James Woods y Kathleen Turner), o descubrir que vale mucho más la pena convertirse en el fantasma más hermoso del barrio que seguir vegetando en una zona residencial, rodeado de césped, aspersores y chicos expectantes que crecen, pier- den el pelo y ganan barriga.

La paradoja a la que llegan las hermanas Lisbon es ésta: la muerte es más grande, más legendaria que la vida. Convertirse en leyenda: eso es lo que hacen estas vírgenes suicidas, observadas desde lejos por sus admiradores -por el lector, por el espectador-, testigos mudos de su decadencia y su acto de autoinmolación, niños subidos a un árbol desde el que pueden asistir a esa ceremonia secreta que es la muerte. Ellos intentan buscar, durante toda la novela, cuáles fueron las causas que hicieron que las hermanas Lisbon se cortaran las venas, se ahorcaran, metieran la cabeza en un horno o se asfixiaran, solas, en un garaje. Siempre solas. La causa es que no hay causa: intentado reconstruir el rompecabezas de su historia, llegarán a la conclusión de que la verdad es demasiado compleja como para intentar reducirla a una montaña de relatos falseados por la memoria de unos cuantos adolescentes que han dejado de serlo.

No era tarea fácil adaptar al cine un libro tan proteico y elegíaco como Las vírgenes suicidas. Traducir el punto de vista, polifónico y a la vez íntimo, de la primera persona del plural, no es un juego de niños, y Sofia Coppola lo ha hecho con la delicadeza y la inteligencia de un orfebre ultimando su obra definitiva. Eugenides describía su novela como una historia detectivesca sin una conclusión, protagonizada por un narrador colectivo que habla de un mundo que ha desaparecido y no volverá jamás. En el libro, las hermanas Lisbon son la viva imagen de un retrato cubista: vistas desde diferentes perspectivas, se convierten en personajes angulosos, esquinados, enigmáticos. Coppola dispone de un excelente casting de lolitas -lideradas por la excelente Kirsten Dunst, la chupasangres infantil de Entrevista con el vampiro- difusas y etéreas: como las colegialas excursionistas de Picnic en Hanging Rock, parecen fundirse con la naturaleza que las rodea y flotar como pequeños ángeles pálidos, encerrados en un aura luminosa. Su apariencia irreal las viste con una sonrisa lúcida, terriblemente "superior" a la mediocridad de los adultos que las censuran. Las hermanas Lisbon son a la literatura de los noventa lo que el Holden Caulfield de El guardián entre el centeno fue a la de los cincuenta: Holden sufre por el modo en que ocurren las cosas en un mundo sin suficiente amor, que es, en el fondo, lo que les pasa a las vírgenes suicidas. Todos, él y ellas, acabarán muriendo por exceso de sensibilidad.
Que Jeffrey Eugenides fuera compañero de taller literario de Rick Moody, el autor de Tormenta de hielo, no parece una casualidad. Que el taller estuviera dirigido por el escritor John Hawkes, uno de los caudillos de la metaficción norteamericana, tampoco debe extrañarnos. De Moody podemos notar en Las vírgenes suicidas un desencanto implacable cuando mira de cerca a la sociedad yanqui de los setenta, que vivía la resaca de la guerra del Vietnam como quien despierta de la peor pesadilla de su vida. De Hawkes, Eugenides recoge la polifórmica estructura de la novela posmoderna, cuya "información" viene dosificada en entrevistas que se mezclan y se niegan a sí mismas poniendo en crisis el concepto de memoria colectiva. En el dossier de prensa, se citan más modelos literarios para la película de Coppola, modelos que no son nada gratuitos: además de Salinger, tenemos a Lolita de Nabokov, Werther de Goethe, La campana de cristal de Sylvia Plath y Escrito en el cuerpo de Jeannette Winterson.

El elegante estilo visual de Las vírgenes suicidas evoca las formas y gustos de los años setenta sin parecer antigua ni supeditada a la reconstrucción-de-una-época-pasada. Del mismo modo que hizo Todd Haynes en Safe, copiando los encuadres de las revistas de interiorismo y diseño más modernas -y más frías-, Coppola confiesa haber tomado modelo del estilo decorativo Ralph Lauren, abundante en las zonas suburbanas "donde toda la familia juega al tenis". Con amplia experiencia como fotógrafa de moda, Sofia Coppola no niega la influencia de Bill Owens y su libro Suburbia -la secuencia del baile escolar está directamente inspirada en una de su fotos-, Tina Barney y su Theaters of Manners, y el trabajo fotográfico de Takashi Homma, William Eggleston y Francis Szabo. Respecto a sus modelos cinematográficos, son más que evidentes: Malas tierras, de Terrence Malick, y sobre todo, Matar a un ruiseñor, de Robert Mulligan, una de las películas más sensibles y poéticas que se han hecho sobre la mirada infantil en toda la historia del cine. Las vírgenes suicidas se aleja, por tanto, de las películas que John Hugues realizó en los ochenta -El club de los cinco y 16 velas por encima de todas-: Hugues, que retrató a los adolescentes americanos desde un punto de vista adulto, no sabía evitar un moralismo cínico que reducía el interés de su propuesta, obstáculo que Coppola ha sorteado con madura habilidad.

La excelente banda sonora compuesta por el grupo francés Air -que une el espíritu de la música gala de los sesenta, la música electrónica de los setenta y los océanos sónicos de los noventa sin chirridos aparentes- da la clave de la sensibilidad de esta insólita ópera prima, que nos llega un año después de su exitosa presentación en la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes. Coppola no abusa de la música del período -la selección de canciones es muy amplia (de la ELO a Elton John, de Styx a James Taylor, de Todd Rundgren a Cat Stevens), pero siempre está integrada en el tiempo y el espacio de la narración- y utiliza las sinuosas melodías de lo Air para crear una atmósfera sin edad, un mundo donde presente y pretérito se confunde en un sólo tiempo verbal. Es en ese sentido que Las vírgenes suicidas se transforma en un filme hipnótico y subyugante: ofrece la posibilidad de volver a vivir nuestras neurosis adoles- centes con inusitada intensidad. La secuencia en que Lux es abandonada por Trip Fontaine (Josh Hartnett) en medio de un campo de fútbol americano, o el momento en que las hermanas Lisbon se comunican por teléfono con sus admiradores poniendo discos cuyas letras describen su estado de ánimo demuestran que hacer buen cine sobre la adolescencia no es una tarea imposible: es la tarea de todos aquellos que, como Sofia Coppola, saben que ser joven no significa ser tonto. Significa tener los ojos bien abiertos para reconocer dónde está la belleza de una imagen, de un gesto, de una muerte simbólica.

Padre no hay más que uno

A Sofia Coppola (California, 1971) su padre le hizo un flaco favor escogiéndola como sustituta de Winona Ryder en El padrino III: su interpretación la condenó al limbo de los hijos de papá. Su colaboración en el guión de Vida sin Zoe, el peor episodio de Historias de Nueva York, no hizo nada para limpiar su reputación. No obstante, cuando la hija de Francis Ford Coppola y esposa de Spike Jonze (director de la genial Cómo ser John Malkovich) presentó su cortometraje Lick the Star demostró que su nombre merecía independizarse del árbol genealógico. Dicen que presta más atención a los actores que a los técnicos, y que, en Las vírgenes suicidas, fue como jugar a regresar a la adolescencia con unos cuantos imberbes compañeros de viaje. Sofia Coppola ha sabido tatuar la mirada adolescente en