Image: Siempre nos quedará Kubrick

Image: Siempre nos quedará Kubrick

Cine

Siempre nos quedará Kubrick

“Planeta rojo”, el último capítulo del cine de ciencia ficción

20 diciembre, 2000 01:00

El estreno del debut de Antony Hoffamn, Planeta rojo (el próximo viernes), pone punto final a un año especialmente boyante en películas de ciencia ficción. Pero la cantidad no casa siempre con la calidad. La moderada repercusión social de filmes como El sexto día, X-Men, Soldier, Campo de batalla o Misión a Marte son el mejor termómetro para diagnosticar la debilidad de un género que todavía busca la complicidad del espectador. El escritor Jorge Berlanga analiza para EL CULTURAL las mejores obras del género futurista desde Viaje a la luna de Méliès (1902).

En un ensayo de la escritora Susan Sontag escrito en 1965 se recoge la siguiente percepción: "Los filmes de ciencia ficción no tratan temas relativos a la ciencia. Tratan sobre el desastre... sobre la estética de la destrucción". Visitando títulos recientes como Independence Day, Deep Impact o Armageddon, da la impresión de que el género no ha evolucionado mucho desde entonces. Sontag se refería a la explosión de títulos apocalípticos que llenaron las salas norteamericanas en los años cincuenta, cuando el género conquistó a las grandes audiencias con producciones como El día que paralizaron la Tierra (1951), de Robert Wise; La guerra de los mundos (1953), de Byron Haskin; La humanidad en peligro (1954), de Gordon Douglas, o el filme de culto La invasión de los ladrones de cuerpos (1956), de Don Siegel.

Para el espectador hechizado por los resultados tecnológicos que las películas de ciencia ficción son capaces de recrear actualmente, pueden quedar lejos estas primeras aproximaciones del cinematógrafo al género (en ellas no encontrarán luminosos rayos catódicos ni una batería de sonidos amplificados), aunque argumentalmente las diferencias son más bien escasas. Pero antes de que los grandes estudios norteamericanos aterrorizaran al mundo con sus planteamientos apocalípticos de "happy end" -contagiados por la carrera espacial que el Gobierno de Estados Unidos disputaba contra los países soviéticos durante la Guerra Fría-, cineastas de corte más intelectual y origen europeo experimentaron con el medio recién nacido en obras como Viaje a la Luna (1902), de Georges Méliès -la primera película de ciencia ficción, un relato futurista a caballo entre la novela homónima de Julio Verne y El primer hombre en la luna, de H. G. Welles-, o Metrópolis (1926) y Mujer en la luna (1929), ambas del austriaco Fritz Lang. Estos filmes de estética tenebrista ya situaron sus tramas en un tiempo para ellos futuro y para nosotros pasado (la metrópolis de trabajadores deshumanizados que recreó Lang fue su visión de Nueva York en el año 2000), y ejercieron una influencia muy poderosa sobre realizadores europeos de mediados de siglo.

El cambio europeo

Es bien sabida la repercusión de Fritz Lang en la Nouvelle Vague, por lo que no es de extrañar que cuando Jean-Luc Godard y François Truffaut dirigieron Alphaville (1965) y Farenheit 451 (1967), respectivamente, ambos cineastas estuvieran más interesados en recoger la siembra del austriaco que en reproducir las lluvias de meteoritos hollywoodenses. Otro director francés hoy olvidado, Chris Marker, también dejó su huella en el escenario de la ciencia ficción con La Jette (1964), un viaje por el tiempo a través de la sucesión de imágenes congeladas acompañadas de voz en off narrativa. Los cineastas europeos, sin duda, además de adaptar las convenciones del género a sus propios criterios cinematográficos, supieron ampliar su estética y dimensiones expresivas sin demasiadas estridencias.

Pero si existe un verdadero punto de transgresión y ruptura de convencionalismos en el siglo de la ciencia ficción, hay que buscarlo en el director más denostado y admirado al tiempo de la historia cinematográfica: Stanley Kubrick. Desde que el cineasta norteamericano y el novelista Arthur G. Clarke sentaran dogma en 1968 con 2001, una odisea del espacio (se han invertido cantidades ingentes de tinta y papel para desentrañar las claves de esta misteriosa producción, sólo comparable al Blade Runner de Ridley Scott), los grandes estudios de Hollywood no pueden concebir un filme futurista sin unas determinadas dosis de metafísica y poética espacial, o acaso sin un acercamiento filosófico al nacimiento, evolución y destino del hombre, siempre y cuando quede patente la simbiosis entre el ser humano y la era cibernética. Del otro lado, en la contienda del espectáculo y continuando la tradición dramática del clásico cine de aventuras, George Lucas alimenta a la industria juguetera y de videojuegos sin descuidar la fórmula standard medieval (léase caballeros Jedi, Excaliburs luminosos y princesas) que tan buenos resultados le ha dado y presumiblemente seguirá dando.

De ambas tendencias radicales, entre lo que se ha llamado "cine de anticipación" (2001, Blade Runner, La mosca) y espectáculo de rayos láser, cataclismos y extraterrestres (Alien, Independence Day, Armageddon, La amenaza fantasma), adolece la última "scifi movie" que llega a nuestras pantallas: Planeta rojo, de Anthony Hoffman. Con un planteamiento marcadamente industrial -no es un filme de autor, sino de estudio, en el que los excelentes efectos visuales pretenden enviar a tercer plano un guión escrito con humo por tres guionistas muy distintos-, la ópera prima de Hoffman, debutante que procede del mismo mundo publicitario que David Fincher, sale a la palestra poco después de su prima hermana Misión a Marte, en la que Brian de Palma se dejó contagiar por la bonhomía extraterrestre de Steven Spielberg.

Si Stanley Kubrick quiso adelantarse a la promesa electoral de JFK de poner un ciudadano norteamericano en suelo lunar durante la década de los sesenta (finalmente lo consiguió Nixon unos meses después del estreno de 2001), Hoffman y De Palma no han querido ser menos respecto a Marte, la supuesta próxima conquista espacial del hombre.

De la Luna a Marte

Planeta Rojo narra las peripecias de la primera expedición tripulada a Marte (a efectos de rodaje son pedazos de desierto en Jordania y Australia) en el año 2050, cuando la Tierra se ha vuelto inhabitable. La comunidad científica, al amparo del proyecto Mars Terraforming, pretende asegurar el futuro de la raza humana sembrando en el planeta rojo algas productoras de oxígeno. Es obvio que no todo va a salir como estaba escrito en la escaleta de los científicos, sino en la de un productor, Mark Canton, que quiere lo siguiente: "Una película de ciencia ficción, pero también de aventuras y de amor. Que sea única en el sentido de tener una base sólida en la comunidad científica". La extrapolación de la sociedad queda determinada a partir de una tripulación compuesta por el ingeniero de vuelo Gallagher (Val Kilmer); la comandante Bowman -no por azar el mismo apellido del astronauta protagonista de 2001-, interpretada por Carrie-Anne Moss; el científico Burchenal (Tom Sizemore); el copiloto Santen (Benjamin Bratt); el agrónomo Pettengil (Simon Baker) y el filósofo Chantilas (Terence Stamp). Un excelente reparto para cuyas interpretaciones ni los guionistas ni los actores estaban precisamente pensando en el Oscar, sobre todo después de escuchar en boca del místico del grupo su carta de presentación: "Cuando me di cuenta de que la ciencia no responde a todas las preguntas, me pasé a la filosofía. Desde entonces estoy buscando a Dios".

Lo que el espectador encuentra, por tanto, son los más de 900 efectos visuales supervisados por Jeffrey A. Okun (mago de la pirotecnia en Stargate y Esfera), y una base científica que al igual que en otras producciones como la fallida Contact, de Robert Zemeckis o la notable Desafío total, de Paul Verhoeven (filme que sitúa la acción en un Marte habitado), evoluciona del pulcro rigor al insostenible disparate, como si los guionistas encontraran los postulados científicos demasiado limitados para dar cabida a sus fantasías aeroespaciales. Durante el desfile de los créditos finales de Planeta rojo resulta difícil encontrar una pizca de atractivo a un guión al que en el último momento han tenido que añadir prólogo y epílogo con la voz en off de Carrie-Anne Moss para cubrir lagunas argumentales.

El tiempo, el espacio y la máquina son los tres pilares sobre los que se asienta la ciencia ficción, y en el debut de Hoffman la máquina es el robot AMEE que, como si fuera un descendiente directo del HAL 9000 kubrickiano (aunque con pies y manos), pierde el control y se revela contra la tripulación después de sufrir un cortocircuito. En un mundo en el que los ex-soviéticos ya no son antagonistas, sino posiblemente hermanos, los astronautas norteamericanos se ven en la necesidad de localizar un módulo ruso para garantizar su supervivencia. Consciente de la efectividad argumental que aporta la simplificación de la trama a los avatares de un héroe enamorado, Hoffman no desaprovecha la oportunidad y otorga categoría de salvador reticente al desmotivado Val Kilmer, con quien Tom Sizemore tuvo sus más y sus menos durante el rodaje ("No volveré a trabajar con Kilmer", ha declarado).

Efectos visuales

Aunque todo en Planeta rojo es más intención que realidad, más ruido que nueces, en su favor cabe decir que no desmerece junto a las otras producciones del género estrenadas este año: el pastiche cienciológico Campo de batalla: la Tierra, de Roger Christian; X-Men, de Bryan Singer, no apta para iniciados; Soldier, de Paul Anderson, un trasunto galáctico del western Raíces profundas, o el tecnojuguete moralista El sexto día, de Roger Spottiswoode.

En el año que termina, la ciencia ficción ha demostrado ser uno de los géneros más resistentes del cine. Y si el público todavía no ha perdido la fe en él, es porque aún están pendientes de producción y estreno dos entregas más de Matrix (rara avis por su calidad, imaginación y camuflado clasicismo), cinco de La guerra de las Galaxias (la tri-trilogía estará completa, según Lucas Entertainment, en 2011) y varias secuelas más del inmortal Alien. Y para los incomprendidos, en pocos meses podrán revisitar en pantalla gigante la imperecedera 2001 (mal que les pese a sus numerosos antagonistas), así como el estreno en primavera de Inteligencia Artificial, un guión de Stanley Kubrick en manos de Steven Spielberg, alquimista de los ya clásicos del género Encuentros en la tercera fase y ET, el extraterrestre. Sin olvidarnos del ¿replicante? Deckard, siempre nos quedará Kubrick.

MUNDO FANTáSTICO

Por supuesto que hay otros mundos, pero los mejores están en el cine, que nos hace tan fácilmente accesible lo desconocido. Desde que George Méliès metió un cohete en las legañas de la luna, la pantalla se abrió a la fantasía cosmogónica, a la ciencia convertida en maravillosa ficción, a las posibilidades ilimitadas.

De Julio Verne pasamos a las revistas "pulp" de los años treinta, las aventuras marcianas, los superhéroes del cómic, pero tuvo que llegar una guerra y una bomba, o dos, atómicas, para que los mundos extraños acabasen ocupando un espacio cotidiano en el patio de butacas.

¿Qué hemos visto, como algo más allá de las reglas del tiempo y de la razón? Hemos visto a hombres y a mujeres sometidos a radiaciones convertirse en gigantes, asomando sus narices en las cristaleras de los rascacielos, o a increíbles seres menguantes combatiendo con insectos, hasta minimizarse en una metafísica sensación del infinito. Hemos visto a extraterrestres plantando su nave delante de las narices del poder dando un ultimátum a la Tierra, alienígenas de todos los colores en blanco y negro, a hormigas descomunales merendándose tanques, a dinosuarios aplastando ciudades, a Orson Welles provocando el pánico con la guerra de los mundos y a Ed Wood recreando invasiones de platillos volantes con la vajilla de la cocina de su novia. Hemos tenido magníficas truculencias con efectos de sala, con butacas móviles, con calambres y sonidos desconcertantes. Nos hemos puesto gafas plásticas para ver lo imposible en tres dimensiones. Hemos viajado mucho, sin salir lejos de casa.

Tenemos a Flash Gordon con diferentes rizos rubicundos y su pijamilla espacial ceñido luchando contra el emperador Ming y rescatando a Dale Arden. A Robby el robot rebelándose en el planeta perdido, al doctor Spock afilándose las orejas delante del triponcio del capitán Kirk en Star Trek, a Jane Fonda mostrando su anatomía sublime e ingrávida en Barbarella, a Harrison Ford sorteando asteroides con el Halcón Milenario o a Carrie Fisher pareciendo por una vez "sexy" encadenada bajo la mole del monstruoso Jabba the Yubba.

George Lucas abrió la puerta de las galaxias a los prodigios, para que las nuevas tecnologías pusieran toda lejanía al alcance de la mano. Con el dedo luminoso de E.T. marcando el rumbo. Ya todo es posible entre la ciencia y la conciencia. Estamos en pleno desafío total, sin saber lo que es el sueño o lo que es la realidad, como el mismo Schwarzennegger con sus dudas existenciales entre la musculatura terrenal y las aventuras en Marte. La Luna se nos ha quedado pequeña, salvo para "cowboys" del espacio como Clint Eastwood, pero ya que las ciencias adelantan más que una barbaridad, la ficción seguirá superando, aunque sea por corta medida, a nuestra realidad, para que, al fin y al cabo, sigamos sin límites.