Image: El musical indomable

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Cine

El musical indomable

Chicago reinventa el género

27 febrero, 2003 01:00

Catherine Zeta-Jones en Chicago, de Rob Marshal

¿Renace el género musical? ¿Es que no llevaba medio siglo muerto? El espaldarazo de Hollywood a Chicago, otorgándole 13 candidaturas al Oscar, ha despertado de nuevo el debate. Dirigida por Rob Marshall y basada en el espectáculo de Broadway creado por Bob Fosse, Chicago se suma a la lista de obras que como Bailar en la oscuridad o Moulin Rouge reinventan el género adaptándolo a los nuevos tiempos. El Cultural repasa la historia del musical y desentraña los valores y virtudes de Chicago, que el 7 de marzo llega a nuestras salas.

El último intento por revitalizar el género musical, o al menos el más serio que se recuerda, fue el que emprendió el bailarín, coreógrafo y cineasta Bob Fosse durante los años sesenta y setenta. Muerto y enterrado el sistema hollywoodense de estudios, el musical, como el mundo y los seres humanos que lo habitaban, necesitaba una nueva forma de entendimiento, y con el ánimo y la disciplina propias del autodidacta, Fosse otorgó al género una nueva fecha de nacimiento. Eran años que cabalgaban entre el clasicismo y la heterodoxia, la elegancia y la impertinencia, lo culto y lo popular, la artificiosidad y la sensibilidad beat... y del hermanamiento de semejantes extremos alimentó Fosse sus mejores filmes Noches de la ciudad (Sweet Charity, 1969), Cabaret (1972) o Empieza el espectáculo (All That Jazz, 1977).

Transcurridas tres décadas, la impronta y frescura de su obra no ha mermado, y así lo prueban las miles de representaciones en escenarios de todo el mundo de sus espectáculos musicales. Uno de ellos, quizá el más ácido de todos, Chicago, es el que aterriza ahora en nuestras pantallas respaldado por trece candidaturas a los Oscar y precedido de un debate crítico sobre la supuesta resurección del género. Se repiten ahora los mismos argumentos que desde las páginas de periódicos y revistas especializadas esgrimió la crítica cinematográfica al son de los estrenos de Todos dicen I love you (Everyone Says I Love You, 1996), de Woody Allen; Bailar en la oscuridad (Dancer in The Dark, 2000), de Lars von Trier, o Moulin Rouge (2001), de Baz Luhrman. La cuestión a dilucidar era y sigue siendo clara: ¿Está realmente muerto el género musical?

Corta vida
Desde la postura de los puristas no hay ninguna duda al respecto. Incluso el hecho de plantear la cuestión ya puede resultar poco menos que indecente para muchos. El cine sonoro nació cantando con Al Jolson en El cantor de jazz (The Jazz Singer, 1927) y la corta vida del género musical está estrechamente ligada al alzamiento y decadencia del sistema de estudios imperante en el Hollywood de la primera mitad del siglo XX. La irrealidad inherente a las canciones y bailes como carriles por los que discurre la narración dramática se complementaba a la perfección con la artificiosidad que ofrecían los decorados manufacturados. Pero el atractivo de la comedia musical se disolvió junto al cine de estudios y la emergente popularidad de la televisión. Quizá con la película de Gene Kelly y Stanley Donen Siempre hace buen tiempo (It’s Always Fair Weather, 1955) se alcanzó el punto sin retorno de la edad de oro del género. Ese mismo año, Joseph L. Mankiewicz, en connivencia con Marlon Brando y Jean Simmons, realizó su única y sobresaliente aportación al género musical en Ellos y ellas (Guys and Dolls).

Fruto de una era y unos personajes que difícilmente volverán a repetirse, para entonces el musical se había ganado la complicidad de las grandes audiencias. El género había conocido leyendas como Fred Astaire, Ginger Rogers, Gene Kelly, Cyd Charisse, Frank Sinatra o Judy Garland; fabricado un centenar de títulos legendarios como La calle 42 (42nd Street, 1933), El mago de Oz (The Wizard of Oz, 1939), Un americano en París (An American in Paris, 1951) o Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the Rain, 1952), y su lenguaje había evolucionado hasta alcanzar sus máximas cotas de expresión en manos de cineastas como Busby Berkeley, Vincente Minnelli, Stanley Donen, y, en menor grado, Mamoulian, Fleming, Hawks o Lubitsch.

A partir de entonces, desposeído de su contexto artificial, el musical avanzó por senderos distintos y desiguales, cuyos resultados algunos consideran meras falsificaciones, acumulación de tópicos o excesos del género. De lo que no hay duda es que el musical (o lo que quedaba de él) avanzó por terrenos más realistas, y que incluso se atrevió con el drama, algo que sólo había hecho muy de vez en cuando como en la producción británica y experimental Las zapatillas rojas (The red shoes, 1948), de Powell y Pressburger o en Carmen Jones (1954), de Otto Preminger. Por el drama apostó una producción llamada a cambiar los designios del género, concebida por Robert Wise y Jerome Robbins en 1961: West Side Story. Aunque fuera de modo inconsciente, cambió las fórmulas genéricas del musical en una época en la que la propia esencia del cine también mudaba sus vestimentas, y el espectáculo musical era percibido por el público de forma bien distinta.

Abierta la veda, George Cukor realizó las caras adaptaciones de Broadway My Fair Lady (1964) y Sonrisas y lágrimas (The Sound of Music, 1965), que algunos consideran tanto cumbre como nicho del género, y en esa misma época Bob Fosse empezaba a sacar cabeza, desde los escenarios teatrales, con sus aires vanguardistas y su estética jazz-pop.

Totum revolutum
En este totum revolutum en que se había convertido el cine, los oxigenados años sesenta trajeron el azucarado colorido de Walt Disney al género, y Julie Andrews convocó a las criaturas de la animación en Mary Poppins (1964), Gene Kelly inentó sin éxito adapatarse a los tiempos con una producción a la manera de David Lean en Hello, Dolly! (1969), y la música rock y pop abrió ciertas esperanzas de recuperar el gran espectáculo musical a la gran pantalla. Pero ni las pobres y cuantiosas aportaciones de Elvis Presley, ni la irreverencia y el desenfado de Richard Lester dirigiendo a los Beatles en ¡Qué noche la de aquel día! (A Hard Day’s Night, 1964) y Help (1965) -estableciendo el claro antecedente del video-clip-, lograron otorgarle al musical la misma repercusión de antes.

Salvando las fiebres adolescentes de los años setenta y ochenta, que en algunos casos se convirtieron en auténticos fenómenos sociales -Fiebre del sábado noche (Saturday Night Fever, 1977), Grease (1978), Fama (1980), Dirty Dancing (1987)-, o las producciones a mayor gloria de grupos como The Who -Tommy (1976)- o Pink Floyd -The Wall (1983)-; el musical durante las siguientes dos décadas quedó en manos de ambiciosas adaptaciones de Broadway -Jesucristo Superstar (1973), Hair (1977)-, del ahora resucitado para unos y mancillado para otros Bob Fosse -Cabaret, All That Jazz- y, muy especialmente, de melancólicos cineastas que anhelaban la perfección del género. Así, nombres como Robert Altman (Nashville, 1975), Francis Ford Coppola (Corazonada, 1982, y Cotton Club, 1984), Martin Scorsese (New York, New York, 1977), Oliver Stone (The Doors, 1989) o Clint Eastwood (Bird, 1988) brindaron sus particulares tributos, algunos extraordinarios, a la grandeza del musical norteamericano.

Resultados desiguales
En lo que se refiere al cine europeo, el director de orquesta durante los años sesenta fue Jacques Demy, en cuyas obras Los paraguas de Cherburgo (Les parapluies de Cherbourg, 1964) y Las señoritas de Rochefort (Les demoiselles de Rochefort, 1966) ofreció un mundo muy personal e irrepetible, hundiendo sus raíces directamente en las novelas rosas y los cuentos de hadas. Mientras tanto, el cine español seguía anclado en su tradición verbenera y el musical vivía al servicio del folclore.

En los últimos diez años, cualquier musical es una rareza (obviando los de Disney), y los intentos por desenterrar el género son tan desiguales y poliédricos que resulta difícil encontrar un frente común. Woody Allen lo ha recuperado con nostalgia, los hermanos Coen desde la parodia (O Brother), Kenneth Brannagh a partir de Shakespeare (Trabajos de amor perdidos), Alain Resnais con encanto (On connait la chanson), Lars Von Trier invocando la tragedia (Bailar en la oscuridad), Baz Luhrman emulando el video-clip (Moulin Rouge), François Ozon endulzándolo con glamour (Ocho mujeres) y, por lo que nos toca, Emilio Martínez Lázaro con desenfado (El otro lado de la cama).

Chicago continúa la reinvención del musical que empezó Moulin Rouge en el sentido de que la película puede verse como se escucha un álbum musical, una y otra vez (de ahí que la película de Luhrman haya tenido más exito en DVD que en la gran pantalla). Parece que el público moderno no soporta que las historias sean interrumpidas por temas musicales, pero sí disfruta de las canciones interrumpidas por historias. Los números de música y baile se suceden con apenas las pausas justas para que Richard Gere, Renee Zellweger y Catherine Zeta-Jones tomen aire y prosigan con el espectáculo. En tiempos de confusión se recurren a viejos valores, y este Chicago de Rob Marshall es una demostración más de que el anhelado género todavía se resiste a escuchar su propio requiem.

Algo se mueve en Chicago
El debutante Rob Marshall -que como hiciera Bob Fosse llega al cine después de una larga experiencia sobre las tablas- es el último eslabón de una larga cadena de intereses en torno a Chicago. Esta obra escrita por Maurice Dallas Watkins, que abrió en 1926 toda una nueva generación de comedias cínicas sobre la prensa (en la línea de The Front Page), se ha intentado llevar al cine en varias ocasiones durante los últimos veinte años. Decenas de guiones han pasado por las manos de sendos cineastas, pero la dificultad de llevar con naturalidad una obra de vaudeville al medio cinematográfico siempre ha prevalecido sobre las buenas intenciones. "El problema con los musicales -dice el propio Marshall- es que o son brillantes o son horribles. Es necesario encontrar un camino para que el público digiera la música con naturalidad".

El camino tomado por Marshall es el mismo escogido por Lars Von Trier en Bailar en la oscuridad: los numeros musicales son proyecciones imaginarias de la protagonista. Mediante esta trampa narrativa que según se mire reinventa o revienta las bases del género, el filme se mueve de un plano realista a otro surreal, con base en el espectáculo que Fred Ebb, John Kander y Bob Fosse estrenaron como producción escénica musical en 1975. El encargado de trasladar su fuerza y funcionalidad a la pantalla ha sido el guionista y director Bill Condon (Dioses y monstruos), que con su texto arroja mayor oscuridad a la corrupción del sistema legal como metáfora del hundimiento de las instituciones norteamericanas.

La decisión de Miramax de reclutar actores que no son cantantes ni bailarines profesionales fue determinante, pues el reclamo de las grandes estrellas es imprescindible para cualquier producción de alto riesgo (Chicago ha costado 40 millones de dólares). Richard Gere, Renee Zellweger y Catherine Zeta-Jones (que comenzó su carrera como bailarina en Londres) no sólo encarnan a sus personajes con entereza, también saben defender sus roles musicales. Los secundarios Queen Latifah y John C. Reilly (con sendas nominaciones) se entregan con suma profesionalidad a esta complicada historia de traiciones, intriga, sexo, asesinatos y, sobre todo, fama. "Es una película divertida y emocionante, pero lo que dice es bastante duro -asegura Marshall-. Trata sobre la celebridad y a quién decidimos hacer famosos".