Image: La mala educación

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Cine

La mala educación

Director: Pedro Almodóvar

18 marzo, 2004 01:00

Escena de La mala educación, de Pedro Almodóvar

Intérpretes: Gael García Bernal, Fele Martínez, Javier Cámara. Guionista: Pedro Almodóvar. Estreno: 18 de marzo. 120 minutos

érase una vez el Madrid de los años ochenta, donde vivía un director de cine identificado con la "movida", sujeto de una intensa pasión homosexual con un amante esquivo llamado Juan. En aquella historia había también otro amante (un joven arribista, de personalidad tortuosa y asesino de su rival), dos hermanos (uno de ellos convertido en mujer y con vocación por el espectáculo), el recuerdo de un niño que cantaba en el coro de los salesianos y que, ya de mayor, le canta de nuevo al mismo sacerdote que le dejó un "recuerdo imborrable", y un viaje a provincias en busca del amante perdido, a quien primero se descubre muerto y después víctima de un asesinato.

Algún malpensado podría creer que estamos contando el argumento de La mala educación, pero aquellos no son otros que los ingredientes utilizados por Pedro Almodóvar para narrar La ley del deseo (1987). Resulta evidente, por lo tanto, que ahora -diecisiete años después- el cineasta vuelve a jugar con las mismas cartas, sólo que barajadas esta vez de otra manera y aliñadas con diferentes especias. Si todos los creadores se pasan la vida pintando una y otra vez la misma manzana (Picasso dixit), Almodóvar cumple con el rito, invoca de nuevo su fértil imaginario bioficcional y regresa al mismo territorio poético, a su particular Arcadia narrativa.

Un director de cine de la movida madrileña (año 1980), un amante llamado Juan (titular aquí de una personalidad engañosa y, finalmente, asesino de quien realmente ocupa los recuerdos amorosos del cineasta), dos hermanos (uno de los cuales, convertido en travesti, actúa sobre los escenarios), un niño que le canta a un cura mientras éste le escucha embelesado (el mismo sacerdote que dejará también un estigma imperecedero en el infante), un viaje a provincias en busca de la verdad sobre el amor de infancia, el hallazgo de su muerte, la revelación de un asesinato cuyo móvil no es otro que la suplantación... Los paralelismos argumentales están a la vista.

Resulta coherente, en consecuencia, que La mala educación ofrezca un retorno explícito al universo masculino y homosexual de La ley del deseo. Sólo que Eusebio Poncela ha dejado su sitio a Fele Martínez (el nuevo cineasta es más joven: la acción del presente narrativo transcurre en 1980), mientras que Gael García Bernal asume, en solitario, los roles que allí jugaban, por separado, Antonio Banderas y Carmen Maura. Allí el director de cine escribía él mismo las cartas que le hubiera gustado recibir; aquí filma la historia que ha escrito otro: los dos parecen condenados a recrear ficcionalmente la pasión que no pueden vivir.

La profanación de la infancia acaba generando el mismo transfer sexual: allí la víctima cambiaba de sexo, aquí se hace travesti; allí era actriz y ensayaba un monólogo de Cocteau, aquí es cantante y hace imitaciones de Sara Montiel. Los dos vuelven a la iglesia cuando se hacen mayores (uno como mujer y el otro como travesti) para visitar a su "director espiritual" y refrescarle la memoria. Los móviles del crimen permanecen idénticos y el marco genérico de referencia resulta familiar: de la investigación policíaca propia del thriller criminal se pasa a los códigos pasionales, la fatalidad y la manipulación emocional propios del film noir.

Con todo, los desafíos que plantea el sofisticado mecano arquitectónico propuesto por La mala educación (verdadera novedad sustancial del film) son muy diferentes y bastante más complejos. Una estructura narrativa "en abismo" -como dirá la crítica francesa- despliega un relato (la evocación de la infancia -año 1964- enunciada por la lectura que el padre Manolo hace del cuento escrito por Ignacio) dentro de otro relato (sobre las andanzas de éste convertido en travesti, en 1977: una historia leída por el director Enrique Goded, titulada La visita) y acaba por convertir a ésta segunda narración en materia de una puesta en escena que transforma los personajes literarios en figuras de ficción fílmica, lo que a su vez desvela a los protagonistas de La visita como meros actores de un rodaje cinematográfico (la vuelta de tuerca es reforzada por un significativo cambio del actor que interpreta al sacerdote: Daniel Giménez Cacho deja paso a Lluís Homar), antes de que un nuevo relato (la cuarta ficción), narrado por este último, acabe por desvelar el enigma final de la intriga.

En esta particularísima estructura, que filtra una y otra vez las emociones por el cedazo de sucesivas ficciones narrativas, y que enfría la puesta en escena (desvelada como producto de lecturas o interpretaciones subjetivas que los personajes hacen de relatos ajenos), residen, al mismo tiempo, las más sugerentes aportaciones de La mala educación, pero también sus limitaciones más evidentes. Por una parte, la naturaleza metanarrativa del andamiaje construido por Almodóvar interpone una honesta y saludable distancia reflexiva entre los hechos narrados y su puesta en escena: el poso autobiográfico de lo narrado se transfigura, mediante el puzzle estructural, en la puesta en escena de un relato literario leído (dentro del cual otro personaje lee, a su vez, un fragmento diferente) y posteriormente filmado por ese mismo lector que escucha, a continuación, cómo otro personaje le narra la verdad oculta tras la ficción.

La sobriedad de la puesta en escena, desprovista aquí de las exhibicionistas coartadas "artísticas" que salpicaban Hable con ella, coloca a la película en la senda de una madurez estilística capaz de afrontar -con indudable pericia- un desafío narrativo de tanta envergadura. Por otro lado, esa frialdad de la puesta en escena (carente aquí de la fisicidad sexual y de la turbulencia pasional que destilaba La ley del deseo) desactiva hasta tal extremo la vibración emocional de la película que acaba por convertir la inteligente arquitectura narrativa -paradigma de la deconstrucción del relato y de la fragmentación narrativa propias de la posmodernidad- en un artificio sustentado sobre ficciones desprovistas de vida.

Ni Enrique Goded tiene aquí la consistencia dramática y psicológica que sí poseía Pablo Quintero en La ley del deseo (¡qué lejos queda Fele Martínez de Eusebio Poncela!), ni la interpretación afectada de Daniel Giménez Cacho (de una intensidad forzada, que no logra sugerir el doble nivel "interpretativo" en el que actúa) consigue inyectar humanidad al padre Manolo: algo que sí lograba Germán Cobos con su fugaz aparición en aquel film. Tan sólo Gael García Bernal, capaz de resultar convincente en registros muy diferentes (como el falso Ignacio, como el travesti Zahara, como el verdadero Juan) consigue hacer suyas desde dentro, sin estridencias y con la pasión necesarias en cada caso, a sus dispares criaturas.

Almodóvar se concede excesivas licencias (¿cómo es posible que los niños entren a ver, en 1964, una película de Sara Montiel -Esa mujer, de Mario Camus- rodada en 1968 y estrenada en 1969...?), desaprovecha el potencial dramático del fragmento infantil (malgastado en la púdica elipsis que sugiere la violación y en esos forzados ralentís a la orilla del río), se perdona requisitos de trascendental importancia para la encarnación del drama (la llamativa ausencia narrativa de la evolución de Ignacio desde su infancia hasta sus últimos días como travesti -la auténtica "historia real" ficcionada por los dos relatos- es el auténtico agujero negro del film) y multiplica las citas buscando para sí la referencia paternal del film noir clásico (Perdición, de Wilder; Terese Raquin, de Carné, La bestia humana, de Renoir) sin que esa evocación, que no surge desde el interior de la puesta en escena, sino que se imposta sobre ella para llamar nuestra atención, pase de ser un mero guiño hacia la parroquia cinéfila cahierista.

Como consecuencia de todas estas debilidades, si bien de una manera quizás coherente con el sentido de fondo que genera la propuesta (la ficción propia de la literatura y del cine como sucedáneo de las carencias vitales y del vacío pasional), el desafío narrativo encierra en sí mismo un grado tan evidente de autoconciencia sobre su propia condición de artefacto (ese triángulo triplicado, esos ecos en cascada de cada historia sobre la que la contiene) que termina por ofrecerse más como síntoma de una pose estética que como una expresión formal emanada de la dramaturgia. Los sinceros excesos formales y pasionales de antaño han dejado paso al cálculo estético con la vista puesta en una audiencia capaz de apreciar las pinceladas.

Cineasta poseur por excelencia, Almodóvar es capaz de dar un notable paso hacia delante en su madurez como narrador sin renunciar, en ningún momento, a esa fatal característica que el inolvidable Manny Farber (tantas veces citado por José Luis Guarner) atribuía al "arte elefante blanco": la de "tratar cada centímetro de la pantalla y de la película como un área potencial de creatividad digna de premio". En contraste, el rasgo principal del "arte termita" (decía Farber) es el de "avanzar siempre devorando sus propios confines y, tal vez sí, tal vez no, dejar únicamente a su paso las huellas de una actividad afanosa, diligente, desaliñada". Es evidente que La mala educación se acerca más al primer modelo que al segundo, pero esa es la voz personal, inequívoca y bien reconocible, de su creador.