Image: Juan José  Campanella: “Me equivoqué al pensar que el cine no podía cambiar las cosas”

Image: Juan José Campanella: “Me equivoqué al pensar que el cine no podía cambiar las cosas”

Cine

Juan José Campanella: “Me equivoqué al pensar que el cine no podía cambiar las cosas”

49 Seminci

21 octubre, 2004 02:00

Juan José Campanella

La repercusión internacional de El hijo de la novia, que lógicamente no ha escapado a la voracidad de Hollywood y ya tiene a Adam Sandler trabajando en un remake del filme, colocó a Juan José Campanella (Buenos Aires, 1959) en una posición tan favorable como desconcertante.Después de un éxito de tal magnitud, pensaría Campanella, qué podía ofrecer al espectador para hacerle sentir de nuevo tan cómodo frente a la pantalla, para conmover y divertir al mismo tiempo, para hablarle con ternura de los seres humanos y con inteligencia de las enfermedades morales de la sociedad. Y todo ello sin repetirse. La respuesta, tres años después, es Luna de Avellaneda, película más coral y ambiciosa que su precedente, más decidida a abordar de frente "el problema argentino" a través de la lucha de un hombre -Ricardo Darín, por supuesto- por mantener en pie un club de barrio que se va a pique, y que tras convertirse en un auténtico fenómeno social (y político) en su país, inaugurará mañana la Seminci para aterrizar en salas españolas el próximo 5 de noviembre.

-¿Bajo qué tipo de presión se trabaja después de un éxito tan inesperado como el suyo?
-La presión es interna. Los productores no podían esperar que repitiéramos el éxito de El hijo de la novia ni nada por el estilo. Aquello no fue nuestra voluntad. Como siempre, en cualquier caso, he trabajado con presión interna, que no tiene que ver con el éxito económico, porque eso es algo tangencial. La presión se refiere más bien a la resonancia que pueda tener la película en el público. Es como una especie de droga. Cuando tanta gente te dice que tu película le ha tocado el alma, lo único que deseas es repetir esa sensación, hacer lo mismo. éramos conscientes, sin embargo, de que no podíamos forzar un tema o un guión en función de las expectativas.

-¿Dónde cree que hay que buscar las respuestas a la complicidad que despertó El hijo de la novia?
-Obviamente, la película tocó una cuerda, es de esas cosas que surgen cada tanto, que hablan con un tono y un espíritu en el que el público ya estaba inconscientemente instalado. Hemos tenido muchos años de dedicarnos a lo concreto, a lo material, y creo que ya hemos recorrido el círculo, y lo que queremos ahora es volver a lo de antes, darnos cuenta de quién nos rodea y de que solos no podemos salvarnos, y que además salvarse solo no merece la pena. Esta sensación está en todo el mundo, no sólo en Argentina.

La fórmula mágica
-Con Luna de Avellaneda ha vuelto a confirmar su talento para que el humor y el drama sean parte de lo mismo y encuentren su equilibrio perfecto. ¿Responde a una fórmula adquirida, a una planificación?
-Me alegro que me haga esa pregunta. Es obvio que no somos poseedores de una fórmula como la Coca-cola que nos garantiza el éxito, porque el cine no es una cuestión matemática y de poco sirven las fórmulas. El resultado responde a una sensibilidad que comparto con Fernando [Castets, co-guionista]. Hay una propensión en nosostros a trabajar con el humor, que es lo más complicado en el cine, y aunque hay una serie de técnicas en torno a cómo frasear, a cómo desarrollar gags cómicos, ese humor en armonía con el drama surge de nuestra visión del mundo. En cierto modo, vemos lo grotesco de toda la desgracia, y de esa visión surgen las ideas para nuestras películas. Es como nuestro sello o nuestra marca. No digo que todas nuestras películas sean lo mismo, pero como ocurre con Fellini, con Almodóvar o con tantos cineastas con los que no puedo compararme, todo responde a una cuestión de estilo. En nuestro caso, sin embargo, algunos dicen que no es estilo, sino fórmula, lo que no deja de ser algo peyorativo.

-Por encima de otras mucha cuestiones, Luna de Avellaneda habla de la dignidad, no sólo personal sino colectiva, la dignidad de todo un país, Argentina, simbolizada a través de un club social al borde de la ruina. ¿Cómo surge la idea?
-El guión surge en 2002, en plena eclosión, cuando todo el mundo pensaba que Menem iba a ganar las elecciones y el centro del debate era precisamente en torno a la dignidad. Lo que más me ‘pegaba’ de aquel discurso es que daba por supuesto que la dignidad se había perdido, puesto que había que recuperarla. Encerraba este significado tan feo, porque no hay cosa peor que decirle a una persona que ha perdido su dignidad. En parte, la película surge de esta realidad.

-¿Cree que este mensaje también es trasladable fuera de las fronteras de su país?
-Bueno, supongo que usted como español podría responder a esa cuestión mejor que yo. Creo que salvando el caso argentino, también habla de la dignidad general del momento. Es algo propio de la última década dar énfasis al individuo, tanto desde el plano gubernamental como el personal. Nos hemos concentrado todos en la adquisición de cosas y nos hemos encerrado en nosotros mismos. Ahora extrañamos cierta humanidad, las reuniones con amigos... cada vez estamos más ocupados con nuestros ‘laburitos’ y no tenemos tiempo para nada. Ocurre a nivel mundial. Argentina lo tomó todo de golpe y exageradamente y explotó, claro. Quizá eso sirve para avisar al resto del mundo, como caldo de cultuivo de un virus que amenaza a todos.

La mayor recompensa
-Luna de Avelaneda ha tenido tanta repercusión en Argentina que hasta se han aprobado leyes para evitar el cierre de más clubs...
-Yo siempre he pensado que el poder del cine es muy limitado. Que es imposible que el cine cambie la sociedad, porque funciona a nivel de individuo. Pero a tenor de los acontecimientos, la verdad es que me tengo que callar. Siempre pensé que el cine no podía cambiar las cosas, pero debo reconocer que estaba equivocado. Generalmente voy a dar charlas a escuelas de cine, pero ahora voy a más clubes que a escuelas, y la gente me escribe diciendo que tenía pensado cerrar su taller literario pero que al ver la película ha cambiado de idea. Eso es lo que más me conmueve y la mayor recompensa.

-Tiene preferencia por los supervivientes que no se dejan pisotear, pero en su lucha descuidan sus historias personales. ¿Hay un componente autobiográfico en ello?
-Bueno, hay bastante de autobiográfico. Sería odioso hacer de mi vida algo público, pero es innegable que he vivido gran parte de ella, la mayor parte, muy concentrado en mi carrera. El cine es una actividad muy absorbente, y a mí se me empezaron a dar las cosas bien a los 38 años, con El mismo amor, la misma lluvia. Antes de eso hubo dos décadas muy duras, en las que tuve permanentemente que hacer elecciones, tuve que sacrificar ciertas cosas en favor de otras.

-¿Qué hay de autobiográfico en Luna de Avellaneda?
-Lo más autobiografico de esta película, aunque sea la menos autobiográfica de las mías, está en la cuestión de haber encontrado el lugar donde, esté contento o no, pertenezco. Me fui a los 23 años a Estados Unidos y volví a los 40. Viví muchos años sin historia, el problema más grande del inmigrante es que pierde su historia, sus referentes... Esta película es la reafirmación del reencuentro con mis raíces.

Influencias de los setenta
-¿Qué le aporta como cineasta su experiencia en la televisión y el cine de Estados Unidos?
-Audiovisualmente yo me he formado allá, trabajando para todo tipo de proyectos, pero la verdad es que no me identifico mucho con el cine ‘yanqui’ de ahora. Sí me identificaba con la cinematografía americana de los años setenta, y por eso fui a la Universidad de Nueva York a estudiar cine. Creo que mi cine proviene de aquél, sobre todo en su concepción del ritmo, mezclado con una fuerte influencia de la comedia a la italiana, la de Etore Scola, la de Dino Risi, Mario Monicelli...

-Usted ha dicho que en el cine nunca se siente la felicidad. ¿Podría desarrollar esta afirmación?
-No es una frase mía, es de una productora. En realidad lo que ella decía, y es absolutamente cierto, es que en el cine no existe la felicidad, sólo existe el alivio. Uno siente alivio de que no nos hayan matado después del estreno, porque uno siempre espera que va a ocurrir lo peor. Es una sensación tan fuerte que no te permite disfrutar al cien por cien de todo el proceso. En realidad uno empieza a sentir la felicidad cuando pasó todo. Con El hijo de la novia ya la siento, pero con Luna de Avellanaeda, ni siquiera siento alivio. Espero que el estreno en Valladolid me ayude.