Prométeme
Director: Emir Kusturica
10 julio, 2008 02:00Una imagen de la película de Emir Kusturica 'Prométeme'
Hay creadores que se pasan toda su vida "pintando la misma manzana" (Picasso dixit) mientras producen obras de apariencia completamente distinta, pero siempre fieles a un universo poético común. Hay otros que, llegado un momento de su trayectoria, empiezan a "pintar siempre la misma manzana" por dentro y por fuera, a base de realizar obras que se quieren idénticas entre sí, pero que no hacen sino traicionar la sustancia de su mundo personal. Desde hace ya algunos años, Emir Kusturica ha ingresado con todos los honores en la nómina de los segundos.Para entendernos: el cineasta de Papá está en viaje de negocios (1985), El tiempo de los gitanos (1988), Arizona Dream (1993) y Underground (1995) ha dejado paso al realizador de La vida es un milagro (2004) y Prométeme (2007). Sus primeras películas lo convirtieron en un cineasta de referencia, figura de cabecera en el festival de Cannes (donde ganó dos veces la Palma de Oro) y admirado creador de aliento barroco cuya obra expresaba la tragedia y el pathos de la península balcánica en su acelerado y traumático proceso de desagregación política. Su cine poseía una rara capacidad para hibridar influencias culturales, encontrar lo poético en el fondo del estruendo, capturar lo patético oculto tras el exceso y engendrar la metáfora en el interior de la imagen.
Sus nuevos trabajos han invertido los términos. A base de repetir lo que él mismo parece haber constituido como "imagen de marca", el folclore ha desplazado al mestizaje cultural, el ruido y la vorágine han sofocado todo rastro de poesía, el exceso y la hipérbole apenas dejan espacio para la sinceridad y la metáfora se impone con tosquedad por encima de una imagen que parece prisionera de sí misma. Ha sido un camino progresivo que ahora culmina en esta anfetamínica verberna balcánica que constituye Prométeme, en la que el afán por parecerse a sí mismo convierte al cine de su autor en una triste caricatura de sí mismo.
Es como si Kusturica se empeñara en recordar al espectador, dentro de todos y cada uno de los planos del filme, que está viendo una película de Kusturica. El cliché y la fórmula se imponen así por encima de toda coherencia. La historia y los personajes desaparecen, incluso, bajo las trampas mecánicas, la cacharrería de juguete y los perfiles de cartoon que invaden y caracterizan la puesta en escena de un relato que pone en juego algunos temas de envergadura (el crimen organizado, el tráfico de mujeres), pero que se pierde, por completo, en la condescendencia autocontemplativa de lo que enseguida se desvela como una mera cáscara exterior, un simple molde apriorístico sin apenas nada dentro. El resultado final es un auténtico sofoco: uno sale realmente agotado de la proyección, pero no porque las imágenes nos arrollen con esa supuesta vitalidad desbordante que Kusturica se empeña en imponer y fabricar a toda costa, casi a machamartillo, sino porque cansa mucho contemplar el esfuerzo tan aparatoso -pero tan vacío- por hacer ruido y por imitar el slapstick. Es una pena.