Raúl Ruiz, de pie, en el rodaje de Misterios de Lisboa.
Raúl Ruiz, el director más importante en la historia del cine chileno, fue premiado en el Festival de San Sebastián con una película de más de cuatro horas cuyo vertiginoso ritmo nunca decaía. Misterios de Lisboa, hoy en nuestras pantallas, rescata la vigencia del folletín decimonónico en el cine moderno.
-La película es como un regreso a mis primeros trabajos en telenovelas mexicanas y teatro de vanguardia. Me interesa mucho la cultura popular: los folletines, los radio-teatros, las fotonovelas... Misterios de Lisboa era como una manera de retomar los textos folletinescos pero tratando de hacer una cosa distinta. Estaba familiarizado con la novela de Castelo Branco, son tres volúmenes delirantes en los que no paran de suceder cosas. Esa prolijidad de historias me entusiasma. El hecho de que a los personajes no les va ni bien ni mal y pasan todos por el mismo proceso: el enamoramiento súbito, la traición y una especie de redención. Es intrigante que sus motivaciones no estén siempre muy claras. Algo que procede de la idiosincrasia portuguesa, que le da un gran sentido a todo. Es un texto impregnado de ese sentimiento tan portugués que es la saudade, una melancolía activa, casi se puede decir que entusiasta.
-Su cine siempre ha sido muy internacional, pero en este caso, la cultura portuguesa juega un papel esencial.
-Llevaba años luchando por rodar en portugués porque considero que es una lengua muy cinematográfica, permite pasar de la intimidad a la imprecación, del gesto mínimo al gesto máximo prácticamente sin transición, y es una lengua que concentra todo el misterio del comportamiento luso. Es esa sensación de no saber nunca en qué territorio pisas, de si la gente está ocultando cartas o no. El carácter portugués puesto en la situación de un duro melodrama como Misterios de Lisboa vuelve a los personajes muy extraños, muy turbios. De una moral dudosa. Hay que decir que la mayoría de las situaciones que viven [conspiraciones, guerrillas, duelos, robos en conventos, etc.] las vivió Castelo Branco, aunque sea de otra manera, lo que explica que sean tan verosímiles.
Un cura heterodoxo, una condesa celosa, un aristócrata camaleónico y un joven huérfano. Portugal, Francia, Italia y Brasil. El material sentimental del folletín decimonónico, todo su tormentoso caudal de pasiones y maquinaciones, se congrega sin complejos en Misterios de Lisboa. Las múltiples historias, centrífugas y superpuestas, como si fueran cajas chinas, se disparan a un ritmo vertiginoso, impidiendo así, en un ejercicio de maestría rítmica, que el interés del espectador desfallezca a lo largo de los 272 minutos de la película, extraídos a su vez de una miniserie televisiva de seis episodios de una hora. Raúl Ruiz entrega así con Misterios de Lisboa un filme tan pegado al clasicismo como a la experimentación narrativa.
Serial televisivo
"La vertiente televisiva apareció después -explica Ruiz-. Se pensó primero en una película de dos horas y media, y el guión de Carlos Saboga que me entregó [el productor] Paulo Branco aparentemente tenía esa duración, pero yo también quería introducir la temporalidad de la época, la lentitud de la vida en el siglo XIX. Al hacerlo, ocurre algo contradictorio, que la acción no se ralentiza, sino que se acelera. Esto es así porque en cuatro horas puedes instalarte en las historias y sobre todo en la atmósfera del tiempo".
-¿Suele ver las series de televisión contemporáneas?
-He estado convaleciente en el hospital durante tres meses y ahí he podido ver mucha televisión. Descubrí Lost, Bones, 24 y otras series que deben ser lo más interesante de la ficción americana de hoy día. Quedé con muchas ganas de ver Lost atentamente, me intrigó mucho. Observando todos los elementos narrativos que hacen populares estas series, la relación con el folletín es muy clara. Yo soy partidario de trabajar una televisión en que se puedan introducir el máximo de ocurrencias cinematográficas.
Continuidad espacial
-La génesis de sus películas suelen ser imágenes. En este caso, ¿también fue así?
-Partí de lo que se podría llamar la continuidad de los espacios, que son un poco intercambiables a lo largo de la película. Casi toda ella transcurre como en un solo palacio que se continúa, y abarca un periodo de cincuenta años. Algunas imágenes también han servido de lanzadera. Una de ellas es ese teatro de cartón que posee el niño, y que vuelve antigua la narración: no sabemos si la acción representada está siendo imaginada por el niño a través del teatro, o si es algo que no sucedió, o si sucede y el teatro es como el recuerdo del adulto que vuelve a ser niño.
-No es la primera vez que aúna la mirada infantil y la adaptación literaria. Ya lo ha hecho en otras películas como La isla del tesoro o El tiempo recobrado...
-Creo que la presencia del espíritu infantil es un elemento que se va perfeccionando en mí. Ya estoy llegando a esa condición de "adulto mayor", como decimos a los viejos en Chile, aunque yo insisto en que deben llamarse "adultos menores", porque uno se va infantilizando. Eso permite capitular los hechos y verlos con el asombro infantil. Así procuro ver el mundo. Todo lo que estás viendo no te lo crees, pero al mismo tiempo es muy realista. Pienso por ejemplo en lo que está pasando en Libia. Nunca imaginé que Las mil y una noches eran tan actuales, sólo que con bombas. Siempre me llamó la atención la idea de que un niño sea mediador de situaciones que serían irresolubles sólo con adultos.
-Con Misterios de Lisboa reafirma la fascinación por las historias en un tiempo en que el relato cinematográfico parece haber entrado en crisis...
-Lo que ocurre ahora es que el cine americano obliga en muchas ocasiones a ir más rápido que la historia misma. Es un problema de adecuación entre el tiempo cinematográfico y el tiempo de la historia. He visto mucho cine americano de los años 50, y la variedad de estas películas en la percepción del tiempo es asombrosa. No sé a qué atribuir la depravación actual en este sentido. Pero creo que el cine debe seguir contando historias. Wim Wenders me decía que tenía dificultades para hacerlo como los americanos porque a él nunca le había ocurrido ninguna historia con principio, desarrollo y fin. Y es que nuestras vidas son muchas historias superpuestas. Misterios de Lisboa transcurre de ese modo. El cine que me interesa más es el que te permite entrar durante un tiempo, te da tiempo para salir, mirar desde fuera la historia y volver a entrar. Esto lo ha hecho mucho Fellini.
Vértigo narrativo
-¿Procede de ahí el vértigo narrativo, el ritmo tan electrizante de la película?
-Procede quizá de la opción de rodar casi toda la película en bloques de planos-secuencia. Y esa decisión la suscita el hiperrealismo de las cámaras de alta definición, que a veces casi obliga a cambiar la manera de concebir la puesta en escena. La alta definición de las cámaras actuales vuelve algo problemático la sobreabundancia de primeros planos. Un crítico alemán me decía que no puede ver un noticiario en HD, porque las caras le parecen repugnantes, sólo se ven poros y granitos. Lo que yo he hecho ha sido situarme a cierta distancia, y focalizar la tensión de las escenas en el fondo, no en los rostros. De este modo, uno se empieza a instalar en el espacio y los elementos que lo configuran adquieren gran importancia.
-En este sentido, ¿cómo ha sido el trabajo con los actores?
-Lo primero que pasa con este tipo de filmaciones es que los actores se vuelven más importantes porque tienen que trabajar con todo el cuerpo. No se produce esa enfermedad hollywoodiana de que los actores trabajan sólo con el rostro, y el cuerpo es algo inerte. Todos los actores de la película son actores de teatro. Lo que empecé a darme cuenta es de que el trabajo en plano secuencia les da la posibilidad de gestionar sus propios tiempos. Creo que de alguna manera todos tenían la nostalgia de hacer algo como Misterios de Lisboa, es decir, algo que fuera a la vez teatro y cine, y que tuvieran que jugar con peripecias a corto y largo término, que están haciendo la escena y también previendo lo que van a hacer en escenas futuras.
Complicidades decimonónicas
Raúl Ruiz y Paulo Branco. Chileno y portugués. Director y productor radicalmente independientes y figuras imprescindibles del cine moderno. Heredero directo de las revoluciones de los nuevos cines, Ruiz se exilió a Francia tras el golpe de Pinochet, donde ha desarrollado una prolífica carrera (más de 200 películas), desde piezas experimentales a superproducciones internacionales. Paulo Branco, el promotor financiero del cine de Manoel de Oliveira, ha producido también a Wim Wenders, Olivier Assayas o Alain Tanner y ahora financia el último filme de David Cronenberg, Cosmopolis, probablemente su proyecto más ambicioso. "Nuestra complicidad dura ya treinta años -sostiene Ruiz-. Ahora estoy trabajando en otra película con él sobre la Batalla del Borodinó, el comienzo de la caída de Napoleón, cuyo bicentenario es en 2012". También tienen en desarrollo la adaptación de otra novela de Castelo Branco, El libro negro del padre Dinis, "una especie de continuidad de Misterios de Lisboa". Hay Raúl Ruiz para rato.