Rebeca y Vértigo, de Alfred Hitchcock.

La exposición Escenas fantasmáticas, recién inaugurada en el Centro José Guerrero de Granada, muestra, plano a plano, las afinidades cinematográficas entre Hitchcock y Buñuel, dos genios que exhibieron en la pantalla pasiones muy similares. Rebeca

¿Qué pueden tener en común el mago del suspense y el mago del surrealismo cinematográfico? ¿El hombre que llevó a la pantalla novelas de misterio de Robert Bloch o Daphne Du Maurier, con el que mejor adaptó a Galdós? ¿El genio del mejor cine comercial con el genio más autoral? Tal como muestra estos días la exposición Escenas fantasmáticas. Un diálogo secreto entre Alfred Hitchcock y Luis Buñuel, de Jesús González Requena, que tiene por escenario privilegiado el Centro José Guerrero de Granada, mucho más de lo que la mayoría podíamos imaginar.



Evidentemente, tanto Hitchcock como Buñuel conocían mutuamente sus diferentes obras y aproximaciones al lenguaje cinematográfico. Como buen surrealista, siempre desde su posición absolutamente personal, Buñuel había de mirar las retorcidas intrigas hitchcockianas con ojo de psicoanalista avezado, descubriendo en ellas los fantasmas libidinales y pesadillas arquetípicas de un imaginario digno del Marqués de Sade. Por su parte, como refinado esteta de los miedos que alientan en la psique del espectador, Hitchcock no podía ignorar el rico universo onírico, grotesco y erótico de Buñuel (el interés de ambos en colaborar con Dalí así lo demuestra...). En definitiva, tanto uno como el otro, son cirujanos del alma, que llegan hasta los rincones más secretos del deseo y el temor humanos, por estratagemas distintas, pero por un mismo medio: el cine.



Se trata de un desdoblamiento más allá de lo meramente anecdótico, que nos descubre, como aquella vieja fórmula cabalística, que lo que está arriba -el cine de la Alta Cultura: Buñuel- es como lo que está abajo -el cine de la Cultura Pop: Hitchcock-, y que los extremos, más que tocarse, se funden y confunden, cuando están en juego personalidades tan brillantes como carismáticas. Hitchcock utilizó el arsenal del género popular -el misterio, el thriller, el romance, la comedia...-, para asaltar la realidad de sus personajes (y espectadores), burgueses biempensantes. Luis Buñuel utilizó el arsenal del surrealismo y otros ismos propios (sabroso buñuelismo), para llevar a sus personajes (y espectadores) alienados y zarandeados, a la ruptura con la realidad. Ambos, Hitchcock y Buñuel, amaban la novela gótica (Rebeca y Abismos de pasión), las rubias frígidas (Marnie la ladrona y Bella de día), las psicopatologías criminales (Psicosis y Él), las pasiones necrófilas (Vértigo y Viridiana), los crímenes de la imaginación (Pero... ¿quién mató a Harry? y Ensayo de un crimen)... En definitiva, son tantas las cosas que les unen, que hasta que Jesús González Requena no nos las ha puesto delante de las narices, era casi imposible que percibiéramos su indudable parentesco.



Hay una gran diferencia: Hitchcock se movió siempre en las aguas del cine comercial, sus pesadillas paranoicas volvían también siempre al remanso del orden tranquilizador. Buñuel, por el contrario, nadaba en las procelosas aguas del cine autoral, sin ajustarse casi nunca a los márgenes de la industria, y sus pesadillas obligan al espectador a enfrentarse con el caos último de sus propios fantasmas irresueltos… Pero no siempre es así. A Buñuel quizá le hubiera gustado ser Hitchcock, rodeado de éxito y popularidad, y a éste ser Buñuel, libre para filmar sus fantasías, quizá sin darse cuenta de que ambos ya eran uno y el mismo: véanse, si no, El ángel exterminador de Buñuel y Los pájaros de Hitchcock. A buen entendedor...