Fotograma de Restless, de Gus Van Sant

La sección oficial a competición ha arrancado de forma fría con dos turbias películas dirigidas por mujeres: Sleeping Beauty, de la debutante Julia Leigh, y We Need to Talk About Kevin, de la escocesa Lynne Ramsay. Dos filmes de planteamientos interesantes, que se internan en territorios truculentos y perversos, pero que pronto revelan sus imposturas y sus debilidades. Cine de mayor calado es el que se ha podido ver en la inauguración de la prestigiosa "Un Certain Regard", de manos de Gus Van Sant, quien con Restless entrega una sencilla pero emotiva historia de amor y muerte entre adolescentes.



Sleeping Beauty

Julia Leigh

Sección oficial

La producción australiana Sleeping Beauty venía respaldada por Jane Campion. Es un filme ciertamente audaz, sobre todo tratándose de un debut, protagonizado por una joven estudiante de belleza cegadora (Emily Browning) que trabaja de camarera por los días y de prostituta por las noches. Lee una oferta en el periódico y entra a trabajar en una agencia de "bellas durmientes", esto es, hermosas mujeres que bajo el influjo de un fuerte somnífero prestan sus cuerpos a clientes de avanzada edad para que, mientras ellas duermen, ellos colmen sus fantasías sexuales. Hay un alto concepto formal en la geometría de los planos, el empleo del plano fijo y la atractiva puesta en escena. Hay una amenaza latente, cierta turbiedad en todo lo que acontece. Hay claros rastros de la pulsión sadista de Pasolini y de la pulsión erotómana de Buñuel. Hay un manifiesto deseo por despertar el morbo y la truculencia moral en el universo de fetichismos y perversiones sexuales que pone en forma. A ello apuntan diversas elipsis y desviaciones narrativas.



El fondo de la cuestión, suponemos, es cómo la decrépita senectud vampiriza y destruye la bella juventud, bajo la coartada intelectual de un relato de Ingeborg Bachmann (A los treinta años), introducido con calzador en mitad de la película. El fondo de la cuestión, también, podría ser la fascinación de la directora por filmar el cuerpo femenino en su plenitud. Pero aquello que debería invitar al misterio, o al menos a la curiosidad mórbida que se le presupone a todo espectador (quien puede estar toda la película preguntándose qué plan maestro acabará revelándose al final del camino), en verdad avanza hacia una falsa catarsis, hacia la frialdad emocional y la vacua impostura. Por momentos, el film parece que quiere seguir las huellas de una fábula perversa como Canino, y en otros lo único que parece buscar es la provocación por sí misma. Pero ni consigue ni lo uno ni lo otro. Una historia como la que nos cuenta Sleeping Beauty, en manos de Ulrich Siedl, de Yorgos Lanthimos o de Philippe Grandrieux pudiera haber dado mucho de sí, pero claramente Julian Leigh tiene un talento mucho más limitado.



We Need to Talk About Kevin

Lynne Ramsay

Sección oficial

La británica Lynne Ramsay, con We Need to Talk About Kevin, también siente el deseo de preguntarse por la naturaleza de las psicopatías. Su pregunta está formulada en términos más convencionales, como si fuera un drama familiar de sobremesa (un telefilme) pasado por la crónica negra de Elephant. Eso sí, la directora se empeña en que el rojo sangre sea la marca visual del filme, un rojo que se esfuerza por introducir prácticamente en cada plano. En otra de sus grandes interpretaciones, Tilda Swinton es Eva, una mujer que deambula por la vida como un zombi, denigrada por la sociedad y tratando de reconstruir su vida tras, sospechamos, experimentar una tragedia de grandes proporciones, un trauma familiar que poco a poco la película va desvelando mediante una estructura en puzzle de escasa justificación dramática (efectos colaterales del suspense impostado que pusieron de moda, ¡por qué!, Iñárritu y Arriaga).



El filme se centra en la conflictiva relación materno-filial que mantienen a lo largo de los años Eva y Kevin (Ezra Miller, que interpretaba un papel muy similar en la prodigiosa Afterschool), y que abarca desde el nacimiento y la formación del sociópata hasta su ingreso en la cárcel, donde en los primeros compases del filme la madre va a visitarle con una sola pregunta en la cabeza: "¿Por qué?". Perverso y manipulador, Kevin revela desde muy pequeño su satánica inteligencia, sus cualidades de psicópata y homicida en potencia. Es un personaje predeterminado. En verdad, tan predeterminado como toda la película, que trata (sin éxito) de dar respuesta a esa pregunta en la mente de una madre que en un determinado y comprensible momento dio por imposible la educación moral (y social) de su hijo. ¿Por qué?, se pregunta la directora en su recorrido intermitente por la crónica de un crimen anunciado. "El motivo es que no hay motivo", responde el monstruoso Kevin en un momento del filme.



Restless

Gus Van Sant

Un Certain Regard

No ayuda mucho a comprender qué hacen estas dos películas compitiendo por la Palma de Oro cuando la conmovedora Restless, de Gus Van Sant (quien hace unos años se llevó el premio mayor de Cannes, precisamente, con Elephant) ha quedado desplazada a la sección paralela "Un Certain Regard". Probablemente esta película producida por Ron Howard y su hija Bryce Dallas no es el mejor cine que ha dado el cineasta norteamericano. No pertenece desde luego a esa parte de su obra de carácter experimental (la trilogía formada por Last Days, Gerry y Elephant) que trajo consigo una oleada de revolución en las formas del cine contemporáneo reciente. Pero sí tiene la virtud de aunar dos tonos de su trabajo (digamos, la vanguardia poética y el clasicismo narrativo) que a veces se antojan irreconciliables, pero que en sus manos ha dado resultados tan equilibrados y poéticos como Paranoid Park. Sin alcanzar sus cumbres, a esa estirpe pertenece Restless.



La juventud y la muerte, y la belleza que encierran ambos conceptos, son de nuevo los vectores temáticos con los que trabaja Van Sant, como un músico entonando los mismos acordes o un poeta conjugando las mismas rimas. Lleva años haciéndolo. En esta ocasión es la trágica historia de amor de una chica (Mia Wasikowska) con cáncer terminal que conoce a un chico (Henry Hooper) con el extraño hábito de asistir a funerales y de invertir su soledad con un fantasma, un kamikaze japonés al que considera su mejor amigo. Algo de kamikaze tiene desde luego este filme fantasmal y mortuorio. Un filme frágil, que en cualquier momento corre peligro de romperse en mil pedazos. Un filme tan luminoso como devastador, que se define en los claroscuros de la pasión y la muerte. Su historia está despojada hasta los huesos y su emoción bordea el sentimentalismo, pero Van Sant se agarra a lo esencial, a lo mínimo, y a una clase de poesía y cualidad onírica, tan genuina y delicada, que ni la selección del pop indie tan propio de sus filmes, ni el carácter edulcorado de algunas escenas logra desactivar o llevar a los dominios de la cursilería. La excéntrica personalidad de los amantes, como si fueran dandis de otro tiempo, y la intimidad que Van Sant logra extraer de sus sentimientos, nos hace comprender (y sentir) conmovidos el valioso aprendizaje de la película: que morirse es lo más fácil, y que amar es lo más difícil.