Jean-Pierre y Luc Dardenne

Definitivamente, los maltratos de la infancia es un tema central en la competición de este Festival de Cannes. Si ha mostrado ya en su sección a concurso dos acercamientos bien distintos a los terrores de la pedofilia -el notable filme francés Poliss, de Maïwenn, y ahora el flemático largometraje austríaco Michael, de Marcus Schleinzer-, los hermanos Dardenne han regresado al Palais con la intensa y emocional El niño con la bicicleta, hermosa y extrañamente optimista crónica de la educación moral de un niño abandonado, sin duda el mejor filme visto hasta ahora en competición por la Palma de Oro.



El niño con la bicicleta

Jean-Pierre y Luc Dardenne

Sección Oficial



La tozudez que caracteriza a los personajes de los hermanos belgas, doblemente ganadores de la Palma de Oro -con Rosetta (1999) y El niño (2005)-, empieza a ser legendaria. En su nuevo filme, filmado en Francia y no en la ciudad industrial de Searing donde acostumbran a hacerlo, la criatura obstinada, en permanente movimiento, es un niño de once años que se llama Cyril (Thomas Doret). Su padre le abandonó temporalmente en un orfanato y no se detendrá ante nada ni nadie hasta dar con él y con la bicicleta que le regaló. En su búsqueda se encuentra con Samantha (Cecil de France), una peluquera que accede a cuidar de él durante los fines de semana, y que con no menos tenacidad se propone ofrecer una educación moral (a través del cariño y el ejemplo social) a Cyril, una criatura problemática, enfebrecida de rabia, que arrastra un extremado déficit de afecto.



El poder de la simplicidad siempre ha definido el trabajo de los cineastas belgas. Y con este filme, su minimalismo narrativo es probablemente más elocuente que nunca. No hay una sola concesión al ornamento, a la derivación o a la complacencia dramática de las escenas. La acción y el conflicto arrancan en el primer minuto, sin tiempo para presentaciones. Con El silencio de Lorna, que se llevó el premio al mejor guión, ya mostraron una tendencia a la estilización narrativa, caminando tímidamente por el cine de género. En el desarrollo dramático de El niño con la bicicleta también hay algo de eso, como si los Dardenne se alejaran conscientemente de la inmediatez y la suciedad documental para poder distanciarse de lo que cuentan, si acaso poetizarlo, y justificar así algunos giros de guión o recursos dramáticos discutibles. Que hayan empleado por primera vez en toda su filmografía fragmentos de música extradiegética (Beethoven), por muy fugaces que sean, ya dice mucho de su deseo por ensamblar artefactos cinematográficos, con todo su cálculo dramático. Es como si la pulsión neorrealista de sus obras más emblemáticas hubiera ido dando paso a una cierta estilización de la realidad. Es la primera vez que podemos hablar de un personaje novelesco en un filme de los Dardenne -un pequeño traficante con el que Cyril se "asocia"-, o al menos todo lo novelesco que puede llegar a ser un personaje bajo la mirada de los Dardenne.



En todo caso, los autores de El niño no han perdido un ápice de talento para que el espectador experimente el relato con sobrada implicación emocional, con la misma clase de compromiso moral que sienten hacia sus personajes. Los conflictos éticos sobre los que han edificado su reconocible obra aparecen y reaparecen incesantemente, de escena en escena, y alcanzan su clímax en un final tan impactante como inesperado. El niño con la bicicleta es una película realizada con encomiable convicción, dosificando tensiones y esperanzas. La energía que transmite su protagonista, en su odisea en busca de un hogar, rebosa solidez dramática y complejidad psicológica. Es tanto el compromiso de los sociólogos belgas con los desposeídos de la urbe que ni siquiera corren el riesgo de que su estilo se convierta en un sello o una impostura. Sus imitadores siempre van muy por detrás. Si en algo parecen haber cambiado los belgas con este filme ejemplar -quizá porque es la primera vez que han rodado en verano- es que su visión implacablemente pesimista y oscura del futuro que aguarda a sus criaturas da en esta ocasión un vuelco luminoso y esperanzador. Hoy hemos visto, por tanto, su película más esperanzadora. Todo lo esperanzadora, claro, que pueda ser una película de los Dardenne.



Michael

Markus Schleinzer

Sección Oficial



El sobrecogedor caso de Josef Fritzl sin duda ha hecho mella en la psicología colectiva de los cineastas austriacos. Pero antes de que se abriera el sótano del "monstruo de Armstetten" , las contadas películas que desde hace varios años nos llegan de Austria vienen formando en sí mismas un género o una forma cinematográfica con sus propias reglas: atmósferas de la opresión y de lo escabroso, gélidos análisis del comportamiento humano más abyecto. Los talentos de Michael Haneke y Ulrich Siedl vendrían a ser los epítomes de esta clase de cine. El debutante Markus Schleinzer, que no en vano ha ejercido de director de casting en películas de Haneke, quiere sin duda seguir la misma senda que ellos, pero por muy correcta y formal que sea su ópera prima, por muy efectivo que haya sido su aprendizaje, lo cierto es que llega unos cuantos años tarde. No puede contar con el determinante factor del impacto. Sin duda su retrato distanciado de la rutina de Michael, un pedófilo desalmado, es ciertamente escalofriante, pero lo es más por lo que cuenta que por cómo lo hace. No haya nada en la película que no hayamos visto anteriormente con mayor capacidad de devastación y dejando un poso mucho más desolado.



Michael sigue la rutina de un solitario agente de seguros de 35 años que mantiene encerrado en su casa a un niño de diez años. Un niño que un día secuestró y que ha convertido en su juguete sexual. En el sótano de su casa, Michael ha instalado toda una cámara acorazada de la que el niño de aspecto angelical nunca puede salir. El niño ve la tele, hace puzzles, come yogures y juega solo. A veces le dan desesperados arrebatos de histeria. A veces intenta escaparse. Michael le hace creer que sus padres no quieren verle, que le han abandonado. Michael es atropellado por un coche y pasa unos días en el hospital. Michael instala unas literas en el búnker y sale a la caza de otro niño. Michael ve la televisión y hace la cena. A Michael no le importa dejar a su presa sola durante varios días (tiene víveres de sobra en su zulo) para irse a esquiar con unos amigos. Incluso practica el sexo rudo con una camarera. Debe ser un buen profesional, porque en el trabajo le ascienden de puesto. Y su familia le quiere. Fuera de su casa, dentro de lo que cabe, es un tipo de lo más normal. Dentro de ella, emerge el monstruo.



Por más que la película se pliegue con corrección a las convenciones del cine de terror social, la sensación de déja vu es permanente y no se puede huir de ella. Es admirable la depuración de la estructura y el estilo, la precisión de las escenas, la elocuencia expresiva que otorga al fuera de campo -el (no) plano final es modélico- ; es admirable su neutralidad, su gelidez analítica, su poética del silencio. Es difícil ponerle objeciones al modo en que aborda un asunto tan áspero, sin embargo la fijación de Schleinzer a la fórmula instalada por los que le han precedido (y en quienes se mira una y otra vez) le lleva a complacerse en el laconismo y a introducir ciertos notas de excentricidad. En determinado momento, por ejemplo, el director siente la necesidad de imprimir algo más de escabrosidad a lo que cuenta (porque lo hace de una forma muy fría y muy geométrica), y entonces filma a un gato muerto en el jardín. Porque sí. Porque a la película le falta algo. Un filme como este nunca debería dejarnos fríos. Y el caso es que lo hace.