El cine es un templo. El asedio de las imágenes impuras ha vampirizado nuestras retinas. Y quizá olvidamos con frecuencia, porque lo hemos dejado de ver, que el cine es un lugar de ritos, perversiones y epifanías seculares. Afortunadamente, en algunos días como el de hoy, un Mesías como Terrence Malick o un sacerdote como Bertrand Bonello acuden en nuestra ayuda para recordárnoslo. Su palabra es la salvación. La plegaria existencial de Malick, El árbol de la vida, reverbera y embarga el corazón como si el cine se proyectase en una catedral y encontrara una fuga hacia el cosmos. En el extremo opuesto, la elegía de Bonello L'Apollonide es terrenal y carnal, y transcurre en un santuario de placer situado en la ciudad (París) y el período (finales del XIX) que alumbraron el cine. El cine como un templo.
El árbol de la vida
Terrence Malick (EEUU)
Sección Oficial
Brad Pitt en el Photocall de El árbol de la vida © AFP
Hay que decirlo de entrada: desde el 2001 de Kubrick o el Solaris de Tarkovsky el cine no había visto nada igual a El árbol de la vida. Hasta ahora, nadie lo intentó con un atrevimiento y una convicción de tal magnitud. Quizá Aronofosky (La fuente de la vida), pero su intento desbarró hacia la hipertrofia y el adefesio. Los talentos son mesurables. Para lo bueno y para lo malo (cualquier atisbo de indiferencia frente a esta película es improbable: o se ama o se detesta, y así lo ha certificado el duelo de abucheos y aplausos tras la proyección para la prensa), Terrence Malick ha culminado su obra magna, su particular odisea metafísica, con su quinto largometraje en cuarenta años: una oración enfebrecida, una colisión entre la gracia divina y la naturaleza humana, un viaje al origen y el final de los tiempos. Con su equipaje espiritual, su fervor abstracto, su apabullante belleza. Que la epifanía encuentre al espectador no depende tanto de los méritos de la película como de los ojos que la vean. Y de la fe con que esos ojos escrutinen la pantalla.
Muy a pesar de los ilustres antecedentes -que lo son más por sus ambiciones que por sus similitudes-, El árbol de la vida es una especie única en la historia del cine, un rara avis irrepetible por su atrevimiento y su radicalismo, tanto en el plano estético como en el ideológico. Cada plano aspira a la belleza superlativa y al éxtasis poético. Qué duda cabe, es la película de un creyente. Alguien que confía en una fuerza suprema, magma de todas las existencias (y las imágenes) posibles. Pero eso no es novedad en el autor de Días del cielo y La delgada línea roja. Uno de los grandes empeños de Malick siempre ha sido pintar un retrato de Dios. Hasta ahora lo había hecho sublimando sus prerrogativas -la naturaleza, la muerte y el amor-, pero en El árbol de la vida escribe una oración entonada por múltiples voces (y composiciones clásicas de Brahms a Schumann) para dirigirse a él sin intermediarios. "¿Quiénes somos para ti?", le pregunta una madre en duelo por su hijo, muerto a los 17 años. Los soliloquios en voice over (por tanto las plegarias) nunca suenan tan penetrantes como en el cine de Terrence Malick.
El árbol de la vida adopta la estructura de un tríptico -el origen, la vida y la desaparición-, pero aparte de que no sería muy considerado con los feligreses de Malick dar demasiada información sobre lo que acontece, lo cierto es que prácticamente no hay líneas narrativas a las que aferrarse. Digamos que en el principio fue el cosmos, la ameba acuática y los dinosaurios. Que le sigue el pulso paterno-filial de una familia americana en los años cincuenta: un padre (Brad Pitt), una madre (Jessica Chastain) y tres hijos. Y que el tramo último se aventura (nunca mejor dicho) hacia el final de los tiempos. El relato es mínimo porque la propuesta tiene un estricto carácter sensorial. No apela a la emoción o al entendimiento racional, apela directamente al espíritu. Malick declama su plegaria -íntima y épica al mismo tiempo-, como si fuera un sueño, un viaje intersideral.
Las imágenes desfilan como recuerdos enhebrados en un organismo sin tiempo ni lugar, como hojas mecidas por el viento. Es la película más etérea, más líquida y más musical que ha dirigido el autor de Malas tierras, quien en una radical operación de vaciado, depura todo lo que antes había en su cine de representación para quedarse sólo con la divagación metafísica y la interrogación filosófica. Tanta es la purificación que un actor como Sean Penn está condenado a vagar como un sonámbulo sin historia y sin una sola línea que declamar (¿con qué otro cineasta podría una estrella de su tamaño transigir de tal modo?), tanto que sólo hay tres escenas dialogadas en un filme de 148 minutos, y la primera, muy breve, se produce en el minuto 50. No hay que creer en Dios para conectar con el poético discurso (algunos dirán que el "mensaje") de la película. Más bien hay que creer en el cine.
L'Apollonide
Bertrand Bonello (Francia)
Sección Oficial
El equipo de L'Apollonide © FIF/Louis Fauquembergue
El templo que habitamos en el filme de Bertrand Bonello (cineasta francés que recordamos por obras intensas, memorables como El pornógrafo y Le Guerre) es un santuario de perversiones, un burdel parisino en el crepúsculo del siglo XIX y el amanecer del XX. L'Apollonide - Souvenirs de la maison close es mucho más que una inmersión histórica y antropológica, de detalle casi científico, en la dinámica de un prostíbulo que pudo haber visitado un pintor impresionista, Víctor Hugo, Marcel Proust o, tirando de licencia anacrónica, el poeta romántico Charles Baudelaire. Que el período histórico en el que se inscribe la película coincida exactamente con el período histórico que vio nacer el cine es una opción cargada de sentido. Como también lo es que varios de los clientes habituales de L'Apollonide estén interpretados por cineastas como Xavier Beavouis o Jacques Nolot. Podríamos recorrer la ficción cinematográfica desde el modo en que ésta ha filmado el oficio más viejo del mundo y ha caracterizado a las prostitutas. Pero muy contados cineastas (me viene a la cabeza Max Ophüls con la sublime El placer) lo han hecho desde el exclusivo punto de vista de las putas, dignificando su trabajo.
Película de ambiente, se basa en un libro de Laura Adler, que retrata los últimos días de vida en el interior del burdel L'Apollonide. Por sus pasillos, sus alcobas, sus salones y sus baños, las prostitutas comparten vida familiar, secretos, miedos, placeres y dolores, mientras que algunos clientes (todos habituales) se enamoran y otros ponen práctica sus fantasías sexuales o sus perversiones criminales. Retrato sucinto que Bonello, como un minucioso entomólogo pero también como un poeta de la carne y de la luz (la deslumbrante plasticidad de las imágenes replican a Caravaggio, a Vélazquez, a Rubens, a Degas...), expone mediante retazos de vida -tranches de vie, diría Renoir- que se repliegan sobre sí mismos, y cuya simultaneidad expresa en ocasiones el cineasta con el recurso visual de la pantalla fragmentada.
El eufemismo francés -"casa cerrada" (maison close)- para designar el burdel al que el espectador accede como un privilegiado insider no podía ser más adecuado. El prostíbulo es tanto un hogar como una prisión para sus inquilinas y toda la película transcurre dentro de sus paredes, excepto una sola escena, de espíritu renoiriano, en la que en su día libre salen al campo y se bañan desnudas en el río. Bonello filma a sus chicas con compasión y crueldad, con ternura y lujuria, con respeto y verdad. Seducido por sus encantos pero exponiendo sus fragilidades, alquilan su cuerpo para pagar deudas, para encontrar marido o para caminar sobre el lado salvaje de la vida. La descripción científica y hasta ginecológica de las actividades y enfermedades de las sacerdotisas del placer está envuelta en una atmósfera onírica, donde tienen cabida hasta imágenes tan poéticamente potentes como una prostituta llorando lágrimas de semen. No hay anacronía más expresiva que el empleo de temas clásicos del rock del siglo XX (de los Might Animals a los Moody Blues) en los dormitorios del siglo XIX, pues con este retrato tan lujurioso como humanista, Bonello quiere hablarnos de cómo las dificultades y vejaciones sociales que sufren las putas desde tiempos inmemoriales no han variado sustancialmente. La sorprendente, controvertida y brutal elipsis con que termina el filme, recorriendo en un solo plano un siglo entero (de las rameras del prostíbulo a las que hoy hacen la calle), no deja lugar a dudas sobre del compromiso histórico y social de la película. Gran cine que el jurado de esta 64 edición de Cannes no debería pasar por alto.