Un fotograma de Angélica.
Una imagen: el cadáver de una joven hermosa, pálida y sonriente, levitando sobre su propio cuerpo. Manoel de Oliveira (Oporto, 1908) se topó hace muchos años con una fotografía que era en verdad un truco de la cámara Leica. El motivo era el cuerpo reclinado de una mujer que, por una cuestión de enfoque, se había convertido en una imagen doble. "De este modo, la imagen sugería la figura de una muerta en el momento en que el alma se separa del cuerpo", recordaba el legendario cineasta portugués. Esta imagen le devolvió las ganas de hacer cine. "Era una forma atractiva de representar mediante una imagen algo que es difícil de decir, porque la cámara no puede filmar sueños, sólo el presente". Corría el año 1952. Desde la proto-neorrealista Aniki Bóbó (1946) -su primer largometraje, precedido por diversos cortos documentales-, llevaba cuatro años sin colocarse detrás de la cámara, y de hecho no volvería a hacerlo hasta 1956. Diez años de silencio. El retiro más prolongado en una carrera que abarca ya ocho décadas de actividad cinematográfica (su primer filme, el corto Douro, Faina Fluvial, data de 1931) en la dilatada vida de un hombre, un poeta, centenario.La imagen dio lugar al proyecto Angélica, la historia de Isaac, un fotógrafo judío portugués que durante la Segunda Guerra Mundial es despertado a altas horas de la noche para, según la costumbre de la época, fotografiar el cadáver de una recién fallecida. Cuando encuadra a la "naturaleza muerta", el fotógrafo advierte a través del visor cómo el rostro inerte de la joven cobra vida por un instante y le sonríe. Una epifanía secular. En adelante, el fantasma de Angélica se aparecerá obsesivamente en los sueños (y la vigilia) del fotógrafo. "La historia no está muy dentro de lo que yo pienso que pueda ser el cine, pero de todos modos hice una adaptación, a la que acabé llamando El extraño caso de Angélica". La fábula nunca llegó a materializarse en película hasta que, en el Festival de Cannes del año pasado, más de medio siglo después de su concepción, el portugués presentó la versión actualizada de aquella idea. Un filme recorrido por el encanto de la magia, la inocencia, el romanticismo y la ironía, producido por el español Luis Miñarro, donde el blanco espectro de la hermosa joven fallecida lo interpreta Pilar López de Ayala, y el fotógrafo Isaac está encarnado por el actor Ricardo Trepa, nieto del cineasta. El tiempo, esa palabra que en la conciencia de Oliveira debe encerrar significados bien distintos de los que posee para el resto de los mortales, acabó haciendo justicia al cine.
Viajemos, por tanto, en el tiempo. Hagamos el esfuerzo de imaginarnos espectadores de principios del siglo XX, cuando el cine no había aprendido a hablar y la imagen se conjugaba en blanco y negro. Somos espectadores arcaicos, ingenuos, embrujados por el artefacto (divino o satánico) del cinematógrafo. Un bandido apuntando su revólver hacia el objetivo (Asalto y robo al tren, 1903) de la cámara provoca nuestra huida de la sala. Los trucos de imagen del gran prestidigitador George Méliès, capaz de dispararle al ojo de la luna, nos asombran con la fuerza de lo inconcebible y lo extraordinario. La magia existe. Pareciera que con El extraño caso de Angélica, el maestro luso (el único de los cineastas vivos que trabajó en el cine silente) quisiera replicar esos momentos de asombro en el espectador de principios del siglo XXI, cuando el cine ya cruzó su infancia, su madurez, su senectud y hasta, según algunos, su defunción. Cuando las imágenes ya perdieron todo rastro de inocencia. Es asombroso (y hermoso) cómo Oliviera, en un gesto de gran atrevimiento creativo, hace uso de la última tecnología digital para replicar efectos de levitación que nos trasladan directamente al cine mudo.
Embalsamar los instantes.
Oliveira suele apelar "a la simplicidad de los griegos, para que lo muy profundo salga a la superficie". Con una elocuencia que no admite ornamentos innecesarios, que va directo al meollo de lo que quiere contarnos, Oliviera entrega probablemente su película más directa y esencial -no llega a los cien minutos de duración-, una suerte de síntesis de lo que el cine es y significa a estas alturas para el maestro portugués. "El cineasta es como un asesino que no puede dejar de filmar", ha dicho Oliviera. Un modo poético de hacernos ver que cada imagen, cada fotograma, es la muerte de un instante. Si el cine puede embalsamar esos instantes, es para que en algún futuro cobren vida. La obsesión del fotógrafo Isaac, enamorado de su ángel, es la obsesión del cineasta frente al espíritu agazapado detrás de cada imagen. La joven Angélica, que murió esperando un niño, revive a través de las fotos de Isaac para invadir su corazón inquieto. Así, las penurias y tragedias de los amores frustrados que tantas veces ha explorado Oliveira en su obra vuelven a emerger en este filme, junto a la legendaria socarronería buñueliana del director -tan presente en su anterior filme, Singularidades de una chica rubia, también producido por Luis Miñarro- , sólo que esta vez se enfrenta a su gran tema apelando a conexiones cósmicas y a la metafísica de los ángeles.
Relato de fantasía, de tintes oníricos y atmósfera gótica, donde lo mortuorio y la pasión romántica se dan cita, la imaginería de El extraño caso de Angélica bebe directamente de Edgar Allan Poe y de Henry James. Viviendo en una pensión, Isaac entretiene sus días fotografiando a los vinicultores del pueblo, mientras que por las noches el espíritu de Angélica viene a buscarle al balcón de su dormitorio, le coge de la mano y, como si habitaran un cuadro de Chagall, emprenden un vuelo mágico en completo silencio, flotando de felicidad. En esta fábula de amor y muerte, son constantes las relaciones que el director establece entre el ángel y los trabajadores, entre lo fantástico y lo cotidiano, que sublima en un largo travelling sobre las fotografías que ha tomado el protagonista. "El montaje entre la joven muerta y los trabajadores es un montaje entre el espíritu y el cuerpo", sostiene el autor de Palabra y utopia. El espíritu y el cuerpo del cine.