Uno de los múltiples dardos envenenados que lanzó Berlanga contra España se titula Patrimonio nacional (1980). Por desgracia, ese mismo patrimonio ha intentado apropiarse del gran director. Berlanga, siempre inconformista, nunca encajó muy bien en eso de 'lo nacional'. A veces, lo veían como demasiado español y por lo tanto intraducible (esto explicaría su fracaso en el extranjero), y otras veces le denunciaban como “un mal español”, según una perla antológica del mismísimo Franco.
Desentonar es el registro de Berlanga. Mientras cineastas como Fellini o Kurosawa aparecen como figuras universales, aunque identificadas con sus países de origen, a Berlanga, cuyo vínculo con España es íntimo pero incómodo, se le conoce poco fuera. De Berlanga se ha dicho que no es exportable por dos razones. Una de ellas es el caos, la magnífica cacofonía coral y la verbosidad disonante, que reinan en sus extraordinarios planos-secuencia, dificultando el subtitulado o el doblaje. La otra es el hecho de ser él uno de los exponentes más corrosivos de una tradición humorística autóctona. O sea, que no hay extranjero que lo entienda. En mi opinión, ninguna de estas razones se sostiene, aun cuando las dos son síntomas de una característica fundamental de la obra de Berlanga: su exceso o su desmesura que exceden lo canónico. Eso sí es berlanguiano.
Dos palabras encapsulan el problema de la relación de Berlanga con lo nacional y su recepción en el extranjero: origen e identidad. Los dos son términos-fetiche de un discurso que busca incorporar a Berlanga dentro del ámbito de 'la patria' de forma exclusiva, disminuyendo así el carácter cosmopolita de su obra. A fin de cuentas, por muy español que fuese, el mundo exterior interviene y está continuamente presente en sus filmes, bien sea por la influencia de Frank Capra (aunque mucho más cruel Berlanga), por la misma temática de su película más celebre, Bienvenido míster Marshall, o por las huellas inconfundibles de René Clair o Cesare Zavattini a lo largo de su obra. Nada de esto niega la tradición de una comedia hiriente que va desde el Arcipreste de Hita, Quevedo y Cervantes hasta Valle-Inclán o Arniches y que se ve enriquecida por influencias moriscas y sefardíes (aun cuando no falta quien se refiera a éstas como “contaminación”, sin ironía aparente). Tomemos el magistral ejemplo de El verdugo (1963). En esta película lo más español resulta ser todo menos español. Sus actores principales proporcionan la clave: Pepe Isbert que, con boina y voz ronca, es un castizo de lo más rancio, y Nino Manfredi, que es un italiano que hace del “españolito” de la época, de estos que van a la playa tras las suecas. Por medio de este juego de estereotipos Berlanga teje un filme de feroz denuncia, una insólita parodia de la España del momento. Son estereotipos que, gracias a estos actores, desenmascaran “lo auténticamente” español. Es una especie de performance, de exageración de la identidad nacional que demuestra que el mismo origen en verdad no es nada original.
Cineasta de multitudes, de la plaza pública, de la muchedumbre apátrida, Berlanga ha sido víctima de una especie de nacionalismo cultural. Hay que reconocer que los sistemas de doblaje, las redes de distribución en el extranjero, o la incomprensión de algunos comentaristas extranjeros no ayudaron a la proyección de su cine fuera de las fronteras nacionales. Aun así, por mucho que se insista en unas supuestas “esencias” nacionales del cine berlanguiano, y por mucho que se emplee machaconamente el pronombre posesivo “nuestro” para referirse al cine español, la obra de Berlanga excede y subvierte las categorías estrechas de “lo nacional”. Lo que los debates académicos ven en términos maniqueos como una división entre lo auténtico y lo foráneo, los planos pululantes del director lo transforman en desdoblamiento y fluidez liberadoras. Berlanga no es de nadie y es de todos. Berlanga es cosmopolita.