La filmografía de Berlanga comienza con una amable pero punzante crítica de la esperanza idealista que se refugia en el imaginario de la ficción ante las dificultades que ofrece la realidad cotidiana del franquismo (Esa pareja feliz, 1951) y termina con una mueca de asco que es también una confesión de impotencia y de miedo, una impugnación a la totalidad de esa España racial, masturbatoria y cañí que, según el cineasta, pervivía todavía en nuestro país cuando agonizaba ya el siglo XX (París-Tombuctú, 1999). Entre una y otra película, el que fuera alumno aventajado en la primera promoción de la fundacional Escuela de Cine (IIEC) recorre cinco décadas del cine español enseñándonos el revés menos complaciente de una sociedad que -a juzgar por sus imágenes- permanece instalada en la represión sexual, la hipocresía moral, las corruptelas clientelares y el esperpento social por mucho que sus ficciones tengan sus raíces alimenticias en la larga y grisácea noche de la dictadura, en los avatares convulsos de la transición política o en los predios de una democracia que, para el creador de Todos a la cárcel (1993), nunca fue otra cosa que un engañoso simulacro de ese albedrío libertario soñado por él.
Su itinerario parte de aquel decisivo aldabonazo que supuso Esa pareja feliz (escrito y dirigido en colaboración con Juan A. Bardem), del que nacerían después algunas de las ramas más fructíferas de toda la historia del cine español. Afortunada síntesis de los referentes neorrealistas y de la tradición del sainete popular madrileño, aquella insólita opera prima ofrecía un valioso ensayo pionero de una alternativa diferenciada para el cine de la disidencia regeneracionista y de un modelo operativo de cine nacional-popular pensado y filmado desde una conciencia crítica que clama por una autenticidad ausente.
Luego llegaría el triunfo de Bienvenido, míster Marshall (1953; escrita todavía con Bardem, pero dirigida ya en solitario por Berlanga), hija inequívoca de su precedente y primer fruto de una operación que su director repetirá después, al menos, en Los jueves, milagro (1957), ¡Vivan los novios! (1969) y La vaquilla (1985): la resultante de darle la vuelta como a un calcetín, respectivamente, al cine folclórico de pandereta y al cine confesional del nacionalcatolicismo, a la comedia sexy triunfante en el desarrollismo y al cine sobre la guerra civil de la transición.
Una operación que simula la imitación de los códigos propios de cada uno de esos modelos para ponerlos, en realidad, al servicio de una lectura transgresora que genera un discurso crítico y casi siempre feroz con el ideario impuesto por el poder en cada momento: la docilidad sumisa del franquismo con el gobierno de los EEUU, la milagrería piadosa del catecismo católico, la represión sexual propia de la doble moral y la reinterpretación interesada de la guerra civil en clave de conflicto fraternal.
Su filmografía atraviesa, pese a todo, una primera etapa bañada en humor blanco y empapada en entrañable ternura: registros bien reconocibles con los que se radiografían los muy corales y sainetescos pueblecitos ficcionales de Villar del Río (Bienvenido, míster Marshall), Calabuch (en la película homónima, de 1956) y Fontecilla (Los jueves, milagro), dejando entre medias la amable sátira de la burguesía española de principios de siglo que constituye Novio a la vista (1953).
Pero a partir de 1961, tras su encuentro decisivo con el vitriolo humorístico y misógino de Rafael Azcona, la trayectoria de Berlanga pone ya con Plácido la primera piedra de un camino por el que la amargura y el humor negro se convertirán en los vehículos más identificables de una visión del mundo mucho más pesimista.
Surgen así dos de las más grandes obras maestras de nuestro cine: Plácido y El verdugo (1963), dos implacables y minuciosas radiografías críticas de la hipocresía ética y de la penuria vital aclimatada en la sociedad amamantada por los valores del franquismo y dos soberbias lecciones de cine que consolidan ya las formas que, a partir de entonces, van a configurar -en un crescendo progresivamente radicalizado- todo su cine posterior: esa puesta en escena coral y esos larguísimos, coreográficos planos-secuencia que tienen la virtud de exprimir y condensar unas formas de organización social concebidas para anular al individuo, constreñir su libertad y entorpecer su felicidad. Planos que, en estos dos títulos señeros, pero también en la feísta ¡Vivan los novios! y en su sarcástica disección entomológica de las clases sociales en retroceso durante los tiempos de la transición (La escopeta nacional, 1978; Patrimonio nacional, 1980; y Nacional III, 1982), consiguen encapsular y coagular, a modo de un azufrado microcosmos, ese tiempo histórico y social del que sus imágenes ofrecen una revulsiva metáfora.
Y en terreno de nadie queda un íntimo, aislado y desgarrado ejercicio de autoconfesión (Tamaño natural, 1977) que Berlanga compone en torno a algunas de sus obsesiones más personales: el sexo, la soledad, la misoginia y la misantropía. Su alejamiento de todo el cine que le circunda se vuelve a poner de relieve, catorce años después, cuando se enroca sobre sí mismo con la astracanada fallera que supone Moros y cristianos (1987) y con la desmayada autocaricatura implícita en Todos a la cárcel (1993), escalones sucesivos que conducen, finalmente, a los dos exabruptos ya completamente nihilistas con los que cierra su obra: París-Tombuctú y el cortometraje El sueño de la maestra (2002).