Definición que propone José Luis Borau para el adjetivo berlanguiano: "Perteneciente o relativo a Luis García Berlanga y su obra. Lo que en el uso ya habitual en el lenguaje cotidiano viene a ser expresión de situaciones absurdas, comicidad cáustica y enfoques grotescos que a veces proliferan en una sociedad difícil de meter en cuadro".
Todo españolito cree reconocer una situación “berlanguiana”. Un universo familiar que precisamente por su carácter exclusivo no es replicable. A semejante imposibilidad parece apuntar el enigmático final de la definición sugerida por Borau: “Una sociedad difícil de meter en cuadro”. Sólo los populosos planos secuencia de Berlanga, un caos controlado del gallinero ibérico, han podido meter a España en cuadro. Por eso el impacto del cine berlanguiano nunca ha dejado de ensombrecer los futuros de la comedia española -¿qué queda por hacer después de Plácido?-, por eso quizá no encontramos estrictos discípulos de Berlanga, si bien lo berlanguiano no ha desaparecido de nuestro cine. Más allá de que Berlanga señalara con el dedo a Guillermo García Ramos como continuador de su linaje creativo -apadrinó el dislate De Kuleshov a Berlanga (2004)-, en un gesto incomprensible que parecía la última gran broma del autor de Bienvenido Mr. Marshall, su sombra sigue presente ahí, en el sustrato fílmico y cultural, en algunos destellos y actitudes.
Situaciones absurdas
El cine de Berlanga ha creado durante décadas un modelo determinante de comedia española que hoy se ha quedado en la piel, corrompido por el superficial humor de las telecomedias. En los casos en que creadores de genuina mirada han querido atravesar la piel para encontrar el alma, lo han hecho matando (metafóricamente) al padre. La frustración conduce al parricidio. Es es el gesto transgresor de José Luis Cuerda con Total (1985), Amanece que no es poco (1989) y Así en el Cielo como en la Tierra (1995), tentativa clara de definición de un nuevo canon de comedia española. Tomando la moralidad y coralidad verbenera de Berlanga, pero sobre todo su lógica del absurdo, Cuerda establece con esta suerte de trilogía del humor numantino una alternativa a la abyección de lo berlanguiuano que habían desarrollado los subproductos reaccionarios de Pajares, Esteso y Ozores. Del hilo de Total es del que ha tirado sin complejos el cómico Joaquín Reyes en La hora chanante y Muchachada Nui, que vienen a ser las inmersiones en lo castizo más fructíferas y renovadoras del humor contemporáneo.
Otra suerte de parricidio o transgresión fue el nacimiento de lo “almodovariano”. Perpetuando aquello en lo que Berlanga fue un consumado maestro, Pedro Almodóvar crea personajes a partir de seres reales. No hay tanta diferencia entre el modo en que el autor de Volver traslada ciertos prototipos españolizados a la pantalla con la forma en que Berlanga empleó a Chus Lampreave o Luis Ciges, interesándose más en la persona que en el actor. Este procedimiento invierte los valores de la interpretación para profundizar en la verdad del personaje. A partir de ahí toman forma verídica ciertas situaciones absurdas que hacen de Almodóvar un alumno díscolo de Berlanga. Quizá en el cine del manchego no se ven retratados tantos españoles como en el del valenciano, pero la delirante fauna almodovariana es localizable en las porteras, las cajeras y las peluqueras de nuestra sociedad. De otro lado, ambos creadores tas han dado respuesta a la incomunicación social haciendo frente a los silencios y vacíos de Antonioni, es decir, llenando su cine de conversaciones solapadas, ruidos y algarabía.
Comicidad cáustica
En el cine de Miguel Alabaladejo, los personajes son populares sin ser vulgares, y los relatos que propulsan mantienen el equilibrio entre la comedia y el drama, mirándose en el espejo de la risa pero sin olvidar el reverso de la lágrima. En cierto modo, los mejores momentos de su filmografía -Ataque verbal (2000) y El cielo abierto (2001)- se hermanan con el momento en que la causticidad fallera de Berlanga se fusionó con el desencanto costumbrista de Azcona, es decir, la cima de la comedia española. Azcona fue literalmente homenajeado en la magnífica Vete de mí (2006) de Víctor García León (hijo por cierto de otro bebedor de manantiales berlanguianos, José Luis García Sánchez), una de las pocas ¿comedias? recientes, junto a Pagafantas (2009) de Borja Cobeaga, en la que el patetismo y la causticidad no son meros salvoconductos para la risa, sino el acorde humillante pero compasivo con el que Berlanga compuso sus mejores personajes. El egoísmo y el patetismo militantes de las criaturas berlanguianas no es una herencia sencilla de gestionar, pero García León no sólo contó con la connivencia de Jonás Trueba en el guión, también con la de Juan Diego en la pantalla, y Cobeaga con la de un Gorka Otxoa tan preciso como hilarante.
Enfoques grotescos
En esa “mezcla extraña y contradictoria de lo que llamamos español”, como dejó escrito Berlanga, ha naufragado el casposo Torrente de Santiago Segura. Si el primer cuarto de hora de la saga, con toda su cochambre y purulencia, parecían resucitar cierta estética de la miseria de ecos berlangianos, su humor de brocha gorda, siempre cuestionando sus propios límites, le aboca a la simplicidad de lo grotesco. En todo caso, hay una lección que Segura bien podría haber tomado de las películas de Berlanga, y es que la comedia se resuelve más en el cuerpo del cómico que en la puesta en escena. No debe producirnos escozor reconocer cierta metodología berlanguiana en los cameos de la farándula nacional con los que se complace Segura.
Alex de la Iglesia, otro cineasta convertido en personaje público, ha hecho de la españolidad grotesca su santo y seña, su tono reconocible. Sin embargo, películas como Muertos de risa, La comunidad o Balada triste de trompeta (lo más parecido que ha hecho a La vaquilla) trazan un discurso sobre la mezquindad y la parodia a partir de la conciencia de lo friqui, elaborando un absurdo muy lejos del que puso en escena el mejor Cuerda cuando se atrevió a emular (y enmendar) a Berlanga, pero donde la comedia ya no genera risas, sino estupefacción. Es la sublimación de la risa congelada con la que Berlanga nos devolvía nuestra propia imagen.